By Joan Spínola -FOTORETOC-

By Joan Spínola -FOTORETOC-

Villa de Guadalcanal.- Dió el Sr. Rey D. Fernando a Guadalcanal a la Orden de Santiago , e las demás tierras de la conquista, e de entonces tomó por arma una teja o canal, e dos espadas a los lados como así hoy las usa.



miércoles, 31 de agosto de 2016

Plaza de abastos de Guadalcanal

La Antigua Iglesia de San Sebastián
No será como el barcelonés de La Boquería, con reconocida fama turística además de la gastronómica, pero también Guadalcanal tiene su mercado o plaza  de abastos con encanto, igual que en otros quince pueblos de la provincia de Sevilla, ubicados en Arahal, Alcalá de Guadaíra, Camas, Carmona, Coria del Río, Écija, El Viso del Alcor, Fuentes de Andalucía, Lebrija, Lora del Río, Los Palacios y Villafranca, Marchena, Osuna, Puebla del Río y Utrera.
Estas plazas o mercados de abastos que siguen cumpliendo su función social, a pesar de  las aperturas cada vez más cercanas de grandes superficies y supermercados, son los mercados de abastos lugares con hechizo, la mayoría de ellos están ubicados en bonitos edificios antiguos del pasado siglo, donde los puestos de alimentación que normalmente y por tradición pasan de padres a hijos  ofrecen calidad y confianza a la población, considerados como espacios cívicos y de convivencia para los lugareños, que aún conservan la actividad comercial tradicional de venta de frutas, verduras, carne y pescados.
Sin duda, el caso más singular de los que nos ocupa, es la plaza de abastos de Guadalcanal, instalada en la antigua Iglesia de San Sebastián, erigida en 1481 por mandato de D. Alonso de Cárdenas, Gran Maestre de la Orden de Santiago, ésta idea salió según el capitulo General  de la orden celebrado en Llerena en ese mismo año, lugar donde igualmente  fue construida la Iglesia de Santiago de Llerena, lugar en el que está sepultado el gran maestre junto a su esposa Dª Leonor de Luna en el lado del Evangelio de esta iglesia.
Fue en la visita canóniga de 1494 donde señala que el templo erigido a San Sebastián , se está construyendo con las limosnas de sus vecinos y el dinero procedente de la asignación de las sepulturas, quedando por cubrir una parte de la iglesia que consta de tres naves separadas por medio de arcos de ladrillo tipo árabe y cal, con una techumbre parcial tosca en base a madera, cañas, barro y cubiertas de tejas, situándose la parte acabada en la cabecera del prestíbulo, La característica singular de este templo de práctica peculiar mudéjar semejante a otras edificaciones de la Sierra Norte y que lo distingue dentro de los de su estilo por la gran elevación de sus pilastras, coronadas por capiteles de gran sencillez, lo que presta al edificio una suntuosidad extraordinaria. Posee cubierta de carpintería a tres paños, arcos transversales apuntados y tramo inicial notablemente desviado del eje principal del edificio. Seguramente Se inicia este período con la dotación de la capilla mayor, que es de bóveda de crucería de última hora, atestiguando, juntamente con la ventana que la ilumina, que corresponde a las proximidades de 1500. Las entradas a las capillas laterales, que poseen la gravedad espiritual isabelina; la bóveda estrellada del presbiterio, con sus terceletes, círculo central y cartera con símbolos heráldicos en las uniones de la crucería; la imposta general del presbiterio y las ménsulas en que apean los nervios, son testimonios de esta etapa de labor.
Tal vez es el monumento de la localidad que más transformaciones a sufrido en su primitiva  construcción   inicial en el último tercio del siglo XV, y  obras que se llevaron a cabo en el siglo XVI y siguiente en Guadalcanal, llegando al alcanzar incluso al estilo barroco, determinando por ende la combinación de elementos de distinta cronología y filiación estética, fue a mediados del siglo XVI cuando se acometieron las mayores obras responsables de su actual anatomía, quedando las tres naves primogénitas a una sola, al tiempo que se levanta un nuevo presbítero o altar mayor, por su parte la capilla mayor y la sacristía se construyeron  en 1575, que se techaron con madera de pino y ladrillos por tabla.
En definitiva, estas y otras actuaciones del siglo XVI, y otras efectuadas en el XVIII sobre la principal  distribución y ordenación el siglo anterior, es el legado que nos ha llegado hasta nuestros días.
Así consta, la antigua parroquia de San Sebastián  presidida por la “escultura del titular hecha de bulto de madera y otra dedicada a la Virgen igualmente de bulto de madera, con su hijo en brazos en madera bien tallada, pintada e decorada”,  fue dotada progresivamente en sus muros con artísticos retablos, esculturas, pinturas, piezas de orfebrería y ornamentos sagrados, que en su mayoría y en los desgraciados acontecimientos de 1936 fueron expoliados, saqueados y en partes destruidos por el fuego.
A principio de los años cincuenta fue acometida la obra de acondicionamiento actual, apareciendo en su subsuelo gran cantidad de restos humanos, siendo preciso comunicárselo al cura párroco de Santa María de la Asunción y trasladando estos resto al cementerio de San Francisco, posteriormente en las obras realizadas en el 1980 de las que fui testigo para hacerse las acometidas del alcantarillado, volvieron a aparecer restos de nuestros antepasados.
Finalmente, esta antigua iglesia, gloria e insignia de historia y arte de nuestra monumental villa, fue convertida en plaza de abastos, comenzando las obras de acondicionamiento por los hermanos Rius y eliminación de la torre que se encontraba en ruina a principio de los años 50 del pasado siglo,  según reza en el mosaico colocado en la misma, fue inagurada en el 1952.
Espero que nuestros políticos locales y los responsables de cofradías y hermandades, algún día tengan el presupuesto y la decisión de darle un mejor uso a este emblemático edificio, convirtiéndolo en un lugar lúdico destinado a Museo de Semana Santa, Museo etnológico o cualquier otro uso más apropiado al actual, para disfrute de los guadalcanalenses y foráneos.

Fuentes.- Salvador Hernández González, Dr. Antonio Gordón Bernabé, Catálogo de los Archivos parroquiales de la provincia de Sevilla y autor.

Rafael Spínola Rodríguez

sábado, 27 de agosto de 2016

Relatos de Caza a la luz del candil 7

Cómplice en “la picaresca” de los ojeos de perdices (6)

La explotación cinegética de las perdices en la modalidad del ojeo, que eclosionó con furor allá a finales de "los sesenta", fue todo un feliz acontecimiento para Guadalcanal, pues durante los cuatro o cinco días que solían durar, bien de forma continuada o con intervalos de mayor o menor duración, una lluvia de pesetas - de las de aquellos entonces - solía caer, como una bendición de Dios, sobre el pueblo, estando estas además revestidas de las mejores galas con las que cualquier moneda de aquellos tiempos, se podía engalanar, y que no podían ser otras sino las de Dólar, las de la Libra, la del Marco o las del Franco Suizo. Y conste que, al decir esto, no estoy pensando, precisamente y aunque parezca un tanto paradójico, en el chaparrón más fuerte de tan providencial y beneficiosa lluvia, o sea en el montante que pudiera valer la totalidad de las perdices abatidas, por ir este a un solo y único aljibe - el del dueño del coto - el que, por otra parte, por su contumaz absentismo del pueblo, se solía desparramar en beneficio de otros predios, sino a la muy suculenta pedrea - suculenta, digo, por aquello de que todo es relativo - que caía de lleno en el mismo pueblo, por medio de los bien remunerados sueldos, o en forma de regalos, como eran, en especial, los cartones de Winston, las botellas de Whisky, las cajas de cartuchos de marca o, incluso, las generosas propinas en metálico, ya que todo esto sí que repercutía de forma directa en todos los lugareños prácticamente, vivificando, de momento, una economía de bolsillos muy apurados, ya que, de una u otra forma, unos y otros solían acudir a poner su granito de arena en tan derrochadores y suculentos ojeos. Dineros que, por otra parte, se ganaban en una actividad que, más que ser un arduo trabajo, en su sentido más estricto, se trataba, muy por el contrario, de una muy grata diversión, puesto que para ellos, desde el más sacrificado de los cometidos, como podía ser el de "echaor," hasta el más envidiado y cómodo, como el de "secretario" o "cargador", lejos de resultarles el bíblico castigo "de ganar el pan con el sudor de la frente", les era todo un ameno recreo, si es que no el gozo del éxtasis, contemplando a aquellas escopetas de superlujo, en manos de tan adinerados ojeadores y, en muchos de los casos, tan famosos hombres.
Aquello, entre unas cosas y otras, costaba "un pastón", pero muy poca mella - por no decir que ninguna - les debía hacer a los que lo pagaban, ya que se les podía ver por encima del pelo que, un puñado más o menos de millones, debía ser para ellos algo así como el que echa un huevo a freír. Se trataba, en efecto, de grandes magnates de las más florecientes multinacionales o de las más prestigiosos Bancos y del "mundo de las finanzas", en general, así como de "los más altos cargos" de las más poderosas industrias e, incluso, "las águilas" del mundo de la Política o "las estrellas" del polícromo y amplio mundo del Arte, procedentes, en especial, de Bélgica, de Holanda, de Alemania, de Italia y de Los Estados Unidos, y entre los que como nota pintoresca, casi siempre se solía colar, como de rondón, algún que otro rancio residuo arruinado de la Vieja Nobleza Europea, que sobrevivía ficticiamente y dejándose los pelos en la gatera, a modo y manera, por ejemplo, de aquel noble caballero de aquellos ya lejanos tiempos, al que sirviera el ingenioso y perspicaz rapazuelo, llamado El Lazarillo de Tormes, y que vivía en aquel viejo y antiguo castillo en el que, por lo visto, "nunca se comía ni se bebía."
Sé muy bien por qué digo, al parecer, esta inoportuna tontería, o si no, pregúntenle ustedes a Don Paco, la zapatiesta que hubo de mantener, en uno de estos sus famosos ojeos, con uno de estos rancios y apolillados residuos de aquellos tan poderosos y deslumbrantes ancestros de La Nobleza.
Entre los protagonistas, es decir, los ojeadores y toda la numerosa y variopinta servidumbre que en torno a ellos se movía, como “echaores”, secretarios, cargadores, acemileros, cocineros, camareros, banderolas, guardas, periodistas, "pegajosos adláteres" e, incluso, alguna que otra pareja de los de la "cresta de charol", aquello era una auténtica feria. Cada mañana, un imponente culebreo de coches se veía relampaguear por aquellas Sierras, camino de "los cazaderos". Todo un espectáculo, de verdad, haciéndose aún más ostensible, al transcurrir por parajes tan montaraces, escarpados y solitarios.
Abatir una perdiz venía a costar de unas mil o mil doscientas pesetas - una locura para las economías de aquellos entonces, sabiendo, por poner algún ejemplo, que el salario de "un bracero" (el que lo podía obtener) giraba en torno a las cincuenta pesetejas - y eran centenares de perdices las que se solían abatir, pero para tan adinerados potentados, que además, para darse el gusto del tal capricho, generalmente, tenían que desplazarse desde miles de kilómetros, con sus correspondientes gastos, y que, por lo general, cada día, en la inevitable tertulia nocturna, allá en el acogedor Parador de Turismo de Zafra, su paradero, se solían dejar, como en un “Pocker”, pues bien - como digo - esto de pagar sobre unas mil pesetas y pico por cada perdiz abatida, aún siendo una más que respetable cantidad, debería resultarles una nimiedad más, dentro de sus muy suculentos como superfluos derroches.
Las cosas que pudieran caber en un librote asíii... de gordo, podría yo contar sobre estos ojeos, por haberlos podido vivir, año tras año, y además como atento observador, pero no es el momento, si es que no es en lo que de ellos incide, de una forma más o menos directa, en mi inolvidable como añorada
Diana, puesto que en su Biografía nos encontramos.
Da, sin embargo, la muy "puñetera" coincidencia que en lo único que, en estos ojeos, se vio implicada aquella tan maravillosa “bracca”, fue en algo que, cuanto menos, por dudoso en eso de la ética, había que poner en cuarentena. Se trataba pues de un tema, ciertamente, un tanto resbaladizo y espinoso, por rozar, si es que no entrar de lleno, en el mundo de la picaresca, pero que, una vez que uno se compromete a escribir como Historiador, como es el caso, hay que olvidarse de buenas o malas intenciones y, por el contrario, apechar con la exposición de los hechos que se vayan presentando, abordándolos en toda su desnudez y crudeza, ya que la realidad, por más vueltas que se le intente dar, es como es, y punto. La fantasía de la fábula, para los Novelistas y los Poetas, y la intencionalidad de los hechos para los Moralistas.
Dicho lo cual, entremos ya en este concreto capítulo de “la picaresca” en los ojeos comerciales de perdices que, como termino de admitir, tan de pleno implicara a mi queridísima e inolvidable Diana.
Los propietarios de estos envidiados y soñados cotos comerciales, no tardaron en darse cuenta de que, en cada batida y en torno a las "armadas", solían quedar una respetable cantidad de perdices heridas o, simplemente, desaladas, perdidas en el monte, y cuyo destino no podía ser otro sino el de morir entre los dientes de alguna alimaña, o, sencilla y simplemente, perecer a causa de la herida recibida, si es que no de inanición. Lógicamente, estas perdices no se podían contabilizar para su correspondiente pago, y así para remediar lo que para ellos era un verdadero desafuero, se creó un nuevo cometido en toda ésta ya complicada parafernalia de los ojeos. El de "rebañador". En el fondo, la cosa parecía totalmente justa, legítima y legal, no obstante, siempre se procuró mantener, como al margen y en secreto, este nuevo invento, aunque sólo fuera - por lo menos, es lo que yo siempre sospeché- porque en el subconsciente, si es que no de pleno en la conciencia, sus creadores vislumbraran en ello una más que despreciable avaricia, si es que no en todo un vil robo, inconcebible en los que se jactaban de ser unos señores.
De todas maneras, "los ojeadores" jamás supieron de su existencia, pues este cometido ni en la letra pequeña de los contratos debía aparecer. Era como un tabú, que además olía a pecaminoso. La ocasión, por otra parte, no podía ser más propicia para degenerar en lo que, tan pronto se puso en marcha, degeneró, y todo, claro está, por la irresistible tentación del puñetero dinero, pues no sólo se cobraban las perdices heridas y desaladas, sino las que, escapando de las armadas totalmente ilesas y más sanas que una sonrosada manzana, caían por aquellos predios, aunque eso sí, totalmente agotadas e incapaces de arrancar un nuevo vuelo, -por el momento - al venir "hucheadas" y acosadas por los "echaores", dando vuelos y más vuelos, desde donde sólo Dios podía saber. Perdices todas ellas y sin distinción que, subrepticiamente y con todo el tacto que el peligroso furtivismo requería, eran capturadas de matute y como abatidas, y por lo tanto repartidas entre los distintos números que componían "la armada" de turno, y que, obviamente, eran pagadas tan religiosamente como las que realmente eran derribadas con las escopetas.
Estos "rebañadores" - para mí un eufemismo de los llamados tan despectivamente "escopetas negras" o "camilleros" - eran seleccionados después de un minucioso y atento examen, pues además de que tenían que ser expertos y hábiles cazadores y dueños de magníficos "perros de cobro", tenían que ser hombres muy comedidos y de total confianza, para no irse "de la mui" acerca de tan dudoso trabajo, y aún menos del número de perdices que solían “rebañar”, ya que, por lo común, suponían su buen manojo de billetes, al ser pagadas como "auténticas”, al considerarlas como abatidas real y legítimamente.
Una vez colocada la armada, estos más que sospechosos "cobradores" - nunca más de dos o tres - solían entrar a hurtadillas por las espaldas y allí como a escondidas, tras las escopetas de la armada y siempre a prudencial distancia, se repartían, sabia y estratégicamente, una zona determinada, convirtiendo aquello, a partir de ese instante, como en "en un misterioso y desconocido castillo de irás y no volverás", pues ¡ay! de la perdiz que tenía el mal sino de caer por allí, por una u otra causa , porque quedando como dicen que "se las ponían a no sé qué rey", irremisiblemente iban a parar, bien a la boca de algún experto perro de cobro, o bien, directamente y sin perro intermediario, a las manos del astuto y camuflado "rebañador".
Obviamente, la ambición de estos hombres, padres de familia de tan escasos haberes, sabiendo que por cada una de las perdices cobradas, tenían un jugoso porcentaje, se hacía insaciable. No puedo afirmar, sin embargo, si la de los dueños era de tal intensidad e, incluso, de tal calaña, pues jamás pude saber si estaban al tanto, entre otras cosas de menor importancia, de lo de las "ilesas", porque de las "lesas", por supuesto que sí, pues no faltaba más, siendo ellos los creadores del "invento".
Y por fin llegamos a donde yo quería llegar, para referir el grado de implicación que, en el tal latrocinio, tuviera mi Diana, aunque, naturalmente, sin comerlo ni beberlo, si bien debo confesar que en su amo no tanto, aunque siempre tuve la total seguridad de que Dios me perdonaría mi intencionada complicidad. No quiero decir con ello que yo ni tan siquiera llegara a tener la tentación de apuntarme con mi perra a ejercer este tan bien remunerado como dudoso trabajo en alguno de estos ojeos, sino que jamás cobré o exigí ni un centavo de aquellos a quienes se la prestara, para la tarea de marras, aunque sí, ¡eso sí!, algún paquetillo de tabaco americano, pero que conste que jamás como un tributo impuesto o exigido, sino, simplemente, como un regalo de agradecimiento al dueño de la perra que la llevaba prestada, por descontado, que de forma absolutamente voluntaria y sin que jamás me pasara de esa raya ni una sola micra.
A estos, el primer año en que empezara a funcionar "el nuevo invento", sabedores de que me había negado, terminantemente, a prestar la perra ni al Santo Padre de Roma, si es que no era para que le impartiera su Santa Bendición, les faltó hincarse de rodillas y con los brazos en cruz, para pedírmela por los Santos Clavos de Cristo. No hubo que llegar a tanto, pues consciente del bien que les podía hacer a unos padres de familia con agujeros en los bolsillos, por una parte, y sabedor, por otra, de que "el que le roba a un ladrón, tiene cien años de perdón", accedí con sólo leerles sus intenciones en los ojos, tan pronto como les veía entrar en casa en mi busca. El problema estribaba en que a cuál de ellos se la prestaba, puesto que actuaban por separado e independientemente, y todos porfiaban por ella a una.
Viéndome pues en tal aprieto, procuré sacudirme las moscas, proponiéndoles varias opciones, para que entre ellos mismo decidieran. Y la cosa quedó, por fin, en que la perra fuera rotando entre ellos, equitativamente y como entre buenos y “bienavenidos” amigos. Y así me lo prometieron, promesa que cumplieron al pie de la letra, siendo como eran - en el fondo - "tan güena gente".
Las perdices que La Diana les cobrara y, consecuentemente, "las pelas" que les pudiera meter en sus respectivos bolsillos, jamás lo supe, ni me importó tampoco, pero, según dicen, algo debe tener el agua cuando la bendicen, que, extrapolando los términos para el presente caso, algo debía tener mi Diana también, cuando los "rebañadores" de turno, bastante antes de que empezaran los famosos ojeos, ya estaban pretendiéndola, cortejándola y bendiciéndola, al tiempo que al dueño, a la menor ocasión que se les ofrecía, no dejaban de "tirarle los tejos", recordándole que no querían ni pensar que les pudiera fallar con lo de la perra en los ya inminentes ojeos, y apostillando siempre su petición con aquella especie de muletilla de "por los Santos Clavos de Cristo y por su Santísima Madre, Don José Fernando".
¿Dije que aunque no cobré jamás ni un céntimo por la perra, sí recibía, cada año, algún que otro paquetillo de Winston...? ¿Nada más...? ¿Sí...? Pues no dije toda la verdad, y claro, como historiador, no debo faltar a ella, así que para concluir con la narración de este nuestro común pecadillo, más mío, por cierto, que de la misma perra, he de confesar que, gracias a sus "cobros", de "ilesas o no ilesas" – de cuya cantidad no supe jamás tampoco - me ponía como "el kiko" de exquisita caldereta de cordero, en la comilona que, cada año, me montaban, los camuflados "rebañadores" de turno, como fin de fiestas de los ojeos, y a la que yo era invitado con especial distinción.

Vida, Obras y Milagros de una Excepcional Perra de Caza

©José Fernando Titos Alfaro Nº Expediente: SE-1091 -12

miércoles, 24 de agosto de 2016

La parroquia de Santa María de la Asunción de Guadalcanal a fines del siglo XV (2/2)

A través de la visita canónica de la Orden de Santiago en 1494
Segunda parte 

3.- El patrimonio artístico: altares, imágenes, pinturas y orfebrería. 

La Visita Canónica comenzó por el Sagrario del templo, donde la Sagrada Forma se custodiaba “en una custodia de plata metida en una arqueta de madera labrada de talla . A la capilla mayor, carente de retablo, se accedía por unas gradas forradas de azulejos, que también recubrían la mesa del altar, adornada con cruz, candeleros y atriles de madera dorada y sobre la que se daba culto a una imagen de la Virgen con el Niño, “de bulto hecho de madera bien pintado “, ataviada con ropas de paño colorado y azul. El Niño vestía un manto pequeño de terciopelo verde con borde dorado, llevando sobre su cuello un collar de cuentas de ámbar en dos vueltas. 
Detrás de la imagen se situaban dos pinturas representando la Asunción de la Virgen y María con el Niño, respectivamente [7]. El arco toral estaba atravesado por una viga sobre la que descansaba el Crucificado y otras dos imágenes, seguramente las de la Virgen y San Juan, “ de madera antiguas “, componiendo de este modo el grupo del Calvario. Estas vigas de imaginería colocadas a la entrada de los presbiterios fueron muy frecuentes en la Baja Edad Media y en el Renacimiento, como lo atestigua la documentación conocida para otros casos sevillanos, aunque estos conjuntos escultóricos no siempre se han conservado, perdurando como testimonio tan sólo algunas esculturas aisladas.
En la cabecera de la nave izquierda se situaba el Sagrario, antes aludido y que, cerrado por una cortina de lienzo azul con un cordero pintado en medio y el lema “IHS “, estaba “labrado de yesería, dorado, e pintadas muchas imágenes de barro cocido asimismo doradas e pintadas, con sus chapiteles sobre las imágenes dorados“. Las puertas del Sagrario eran de madera tallada, pintadas de oro y de azul. A la vista de esta descripción hay que imaginar este sagrario como una hornacina abierta en el muro, encuadrada por un marco arquitectónico ejecutado en yesería siguiendo fielmente los patrones gótico – mudéjares y por el que se repartían una serie de repisas con peanas y doseletes para contener imágenes de barro cocido y policromado, técnica escultórica de plena actualidad a raíz de su utilización para ornamentar los edificios de la época, como es el caso de las que pueden todavía verse en las portadas de la catedral de Sevilla. Las puertas debieron ser una buena obra de carpintería mudéjar, tal vez decoradas con temas geométricos a base de lacería, como se ve en las conservadas en la parroquia de la vecina localidad de Alanís, donde igualmente enmarcadas por yeserías góticas constituyen un testimonio felizmente conservado de estos primitivos sagrarios medievales y que nos sirven para hacernos una idea de como debió ser el desaparecido sagrario de Santa María de Guadalcanal. El ornato de esta capilla sacramental se completaba con una cortina de lienzo “ con cuatro piernas con sus listas “ colocada sobre el altar y dos lámparas colgadas, “ que tenían dos bacines de latón medianos “ [8].
Ya en las naves [9] , el primer altar que se reseña era el de Santiago Apóstol, con frontal de lienzo pintado viejo y cuya imagen aparecía “en  un caballo, todo de bulto hecho de madera, con una bandera en la mano izquierda e una espada en la otra “, vestido con una “camisa morisca de lienzo“. Flanqueando la imagen del Apóstol, dos pinturas sobre tabla representaban la Asunción de la Virgen y los santos Fabián y Sebastián. Sobre el muro estaba pintada la figura de San Andrés.
En el siguiente altar, con frontal de lienzo pintado y candeleros de hierro, estaban las imágenes de bulto de San Pedro Mártir, de barro cocido bien pintado, de San Antón, vestido con una camisa sin mangas, y San Julián, ataviado con roquete.
El altar de San Sebastián, igualmente con frontal pintado, mostraba la imagen de su titular, de bulto y de madera, detrás de la cual se situaba un lienzo pintado del que no se indica su temática.
La imagen de Santa Catalina, de alabastro y colocada en su altar, iba vestida con una saya de tafetán viejo y un roquete, tocándose su cabeza con un velo. La de Santa Lucía, por contra, estaba pintada sobre un pilar del templo.
Por último, en la capilla bautismal se encontraba la pila que todavía hoy conserva la parroquia, “hecha de piedra bien labrada, cubierta con su tapa de madera “. Sobre esta capilla se levantaba una tribuna “labrada de madera bien hecha, aunque es antigua “.
El informe de la Visita Canónica de 1494 también nos hace relación de otros enseres del templo, como los libros litúrgicos, las campanas – dos mayores en la torre, una rueda de campanillas para cuando alzan el Santísimo, otra mediana para lo mismo y una pequeña para la comunión - , unos órganos viejos y desafinados colocados sobre el altar de Santiago y dos facistoles.
Muy minuciosa es la lista de piezas de orfebrería y ornamentos litúrgicos [10] . Entre las primeras se mencionan una cruz de plata dorada vieja, otra cruz de plata blanca, una corona de plata dorada, varios cálices de plata blanca y dorada, un incensario de plata, una custodia de plata dorada con esmaltes y un Crucifijo, “ todo dorado e bien labrado de tiempo antiguo “, unas crismeras y una taza. También muy nutrida es la lista de los vestuarios litúrgicos, recogiéndose diferentes casullas, capas, paños, dalmáticas, paños de altar, estolas, sobrepellices, etc.
El documento que hemos analizado nos transmite una imagen colorista del interior de la parroquia de Santa María de Guadalcanal a fines del siglo XV. Carente de retablos, la ornamentación del templo se confiaba a las imágenes y pinturas sobre tabla repartidas sobre los diferente altares, cuyas mesas se ornamentaban con frontales, bien de azulejería, como en el caso del altar mayor, o bien pintados. Las advocaciones representadas en la parroquia son muy típicas de la sensibilidad religiosa bajomedieval: el Calvario de la viga del presbiterio, escena llena de dramatismo y expresividad; la Virgen con el Niño, manifestando su maternal ternura hacia sus devotos; y los santos, modelos de virtudes para el cristiano, como Santiago (cuya presencia en el templo era obligada por su pertenencia a la Orden que lleva el nombre del Apóstol), Fabián, Sebastián (protector contra las epidemias), Pedro Mártir (dominico martirizado por su lucha contra la herejía), Antón (protector de los animales), Julián (santo limosnero y hospitalario), Catalina (ejemplo de martirio en defensa de la fe) y Lucía (también mártir y protectora de las enfermedades de la vista). 
Las esculturas de la Virgen, Cristo y los santos, de estilo gótico, aumentaban sus efectos expresivos al presentarse a los fieles ataviadas con telas, que a la vez que les otorgaban colorista aspecto las hacían más realistas y cercanas a los fieles, quienes veían en ellas unos personajes sobrenaturales llenos de vida y cercanos a sus problemas y necesidades. El colorido de las vestiduras de las imágenes se completaba con el brillo del dorado de candeleros y lámparas que colgaban junto a los altares, todo lo cual destacaba visualmente al contrastar con los muros, pilares y techumbres de las naves. En suma, el templo ofrecía un aspecto multicolor y abigarrado, muy a tono con la sensibilidad popular del momento, impregnada de la mezcla entre la savia orientalizante del mudéjar y la sensibilidad occidental representada por el gótico.
Andando el tiempo, este patrimonio iría siendo sustituido progresivamente por nuevas obras de arte acordes con las sucesivas corrientes artísticas, al objeto de ir adecuando el templo a otras necesidades y nuevos planteamientos estéticos. Así, durante los siglos XVI al XVIII la iglesia de Santa María se engalanará con retablos, esculturas, pinturas y piezas de orfebrería en las que se dará entrada al Renacimiento y el Barroco, patrimonio del que nos han llegado pocas muestras debido a las avatares de la Historia [11].

4.- El patrimonio económico de la parroquia de Santa María.

Para el mantenimiento del culto y de la propia fábrica del templo, la parroquia contaba con un patrimonio inmobiliario del que también se ocupa esta Visita Canónica de 1494, gravado con diferentes censos [12] : un mesón que rentaba al año 1.500 maravedís, una casa arrendada a Gonzalo de Chaves (300 maravedís), una tienda en la plaza alquilada a Pedro Alonso de Nieva (300), otra casa arrendada a Hernando Gereno (200), otra de Alonso Mexía (200), la del platero (200), una viña de Pedro Harto (130), la casa que era de Fernand Sánchez Delgado (500) y unas tenerías donadas a la iglesia por un capellán y que rentaban 50 reales. 
A estos ingresos había que agregar las mandas otorgadas por los fieles en sus testamentos, las limosnas procedente de la concesión de sepulturas en el templo, los 1.000 maravedís que anualmente otorgaba como limosna el Concejo de la villa, quien también ofrecía a la parroquia parte de la recaudación procedente de las multas impuestas a los ganados que “entran en dehesas e cotos e vedados “ , cantidades que también se compartían con las otras parroquias, las de Santa Ana y San Sebastián.

[7] A.H.N., sección Ordenes Militares: Libros de Visitas de la Orden de Santiago. Libro 1101 – C, págs. 58 – 59.
[8] Ibídem, pág. 59.
[9] Ibídem, págs. 59 – 60.
[10] Ibídem, págs. 61 – 63.
[11] HERNANDEZ GONZALEZ, Salvador: “ La Parroquia de Santa María ... “, págs. 61 – 66.
[12] A.H.N., sección Ordenes Militares: Libros de Visitas de la Orden de Santiago. Libro 1101 – C, págs. 63 – 64.

Revista de Feria y Fiestas 2001.

Salvador Hernández González

sábado, 20 de agosto de 2016

Relatos de caza a la luz del candil 6

Una cacería el “El Quejigal” (5) y tercera parte

Que como nos enfriáramos, de allí no nos iba a poder mover ni una grúa. Pero "El Sacristán", echándose manos a los riñones, le salió con urgencia al paso, diciéndole que el morral le pesaba mil toneladas, si es que no mil quinientas, apechugando por esas “andurrias” bajo la solanera. Que los repechos de aquellos lomazos y a esas horas, desriñonaban a un gamo. Pero que ante todo y sobre todo, que él ya tenía "una gazuza de mareo", y que mientras no le echara gasolina al motor, no estaba dispuesto a dar ni un solo paso más. Que con "el condumio" no se puede andar de “juguesca”. Bartolo "El Sacristán", desde luego, tenía "una andorga" que era una verdadera injuria para un cazador a rabo. Al lado de los aguiluchos de "Mataliebres", Patricio “El Trepe” y "Robaníos", por poner un ejemplo, este Bartolo parecía "todo un mofletudo y orondo canónigo," que aquí eso de "sacristán", aunque tan sólo fuera por la estampa que ofrecía, la cosa se nos quedaba demasiado distanciada.
En resumidas cuentas y diciéndolo de una vez," que todos los pájaros comen trigo, y la fama la tiene el gorrión," porque, con más o menos disimulo, todos fuimos abandonando, por acá y por allá, macutos, escopetas y cananas, para sin impedimento alguno, "despatarrangarnos" en el suelo a pata suelta. El caso fue que, de momento, la tercera batida quedó en un aborto. Y allá, entre tanto, recortándose en el horizonte una pareja de águilas, trazando, con majestuoso señorío, sus avizoras e ingrávidas espirales bajo un cielo de transparente azul y pletórica luminosidad. Fue entonces, cuando, por fin, pude observar, pausada y detenidamente, aquel mastodóntico serrijón del Quejigal que, "a tiro de honda", según el castizo decir de "Robaníos," se alzaba con beligerante descaro frente a nosotros. Por su base, se adivinaba cabalgar un arroyo encajonado y angosto, arropado por pujantes adelfas e impenetrables zarzales. Apenas zigzagueante, parecía formar una línea divisoria, a guisa de apretado seto, entre la cañada, en cuya cabecera nos encontrábamos junto a la cristalina "Fuente de La Cierva," y el arranque de sus faldas. En sus laderones, las cicatrices de las torrenteras aparecían desnudas y sinuosas, entre el mortecino verde de su bravía maleza, y como heridas mal operadas por un pésimo e inexperto cirujano. En su cima, "El Quejigal" se encabritada desnudo y con aspecto terriblemente desafiante a modo de un monstruoso acorazado, descolgándose de súbito por la proa, por un imponente abismo que se hundía en el vacío de forma escalofriante. El promiscuo matorral de sus bravías laderas formaban como un caprichoso oleaje que delataba las quebradas escarpaduras que cubrían, y que iban clareando conforme se encrestaba. Y en medio de aquella densa jungla de arbustos y promiscuos maleza, un imponente y solitario peñasco, liso y alomado, que sobresalía, dando la impresión de un gigantesco dinosaurio que, echado en plácido “rumeo”, enseñaba su grisáceo lomo.
Sería Patricio “El Trepe” el que me despertara de aquella mi fascinante contemplación, pues, incorporándose de pronto, nos dijo casi en tono "de ordeno y mando", que vaciáramos los zurrones en un sólo montón. Yo, sin dejar de contemplar aquella imponente mole, que era "El Quejigal”, le comenté que en aquellos tan salvajes parajes deberían tener sus encames jabalíes como elefantes. Pero "El Trepe”, sonriéndome con cierta sorna, se limitó a decirme que el término de Guadalcanal jamás fue querencioso para la Caza Mayor. Que de forma esporádica sí, se puedo uno tropezar con algún que otro "jabato" o algún "venao" que otro, pero que, por lo general, eran parajes de monte bajo o de lomas y colinas de chaparreras y acebuchales, a excepción de alguno, como este del Quejigal, siendo, a su vez, de pasos bastante afables, y que "esa gente de la caza mayor," donde realmente se encuentra a gusto, es en los extensos y densos matorrales de parajes bastante "quebraos", como los que hay en las Sierras de los vecinos pueblos de Cazalla, Las Navas o El Pedroso. Que el término de Guadalcanal, por lo general, siempre fue propicio para la Caza Menor, y que sus campos eran "la madre" de las perdices, de los conejos y de las liebres de toda aquella Comarca de "La Sierra Norte de Sevilla."
Currillo “El Zocato”, entre tanto, había hecho el recuento, y con más gracia que con alguna otra cosa que se pudiera sospechar, se plantó allí en medio y no dudó en denunciar que alguno debió meter el lápiz al rendir cuentas, ya que las piezas abatidas de boquilla daban un número, y el que la realidad de los números imponía, otro. Nadie dio su brazo a torcer, pero el número real allí estaba acusando, inapelablemente, al o a los mentirosos. Yo, con otras intenciones muy distintas a las que estaba denunciando Currillo, había procurado soltar mi cacería un tanto desligada de la del común montón de los demás y así como el que no quiere la cosa, pero héteme aquí que, sin pretenderlo, tenía en bandeja la más afable oportunidad para pavonearme ante todos de que, aun habiendo ido como “echaor”, la medalla de oro me pertenecía.
Sabía, por otra parte, que, como le sucediera al Capitán Páez en la torrentera, esta mi medalla no era del todo legal, pero.... ¿ por qué no soñar, aunque sólo fuera ficticia y falazmente, ante aquellos ases de la escopeta...? En mi pavoneo me encontraba, cuando El Capitán me guiñó a hurtadillas y como diciéndome que ya estaba bien y que como honrados y hombres de bien que debíamos ser, era el momento de desembuchar la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Fue él el que rompió filas, para, de inmediato, acudir yo a secundarle. Era pues la perra, la que, con sus latrocinios a unos y otros, nos había conseguido aquel falaz campeonato.
Fueron, justamente, las palabras con las que nos autodelatamos. Automáticamente, los ojos de los que se habían resistido a reconocer, generosa y abiertamente, aquel nuestro triunfo, por más que los números allí estaban evidenciándolo, se volvieron, de súbito y como de mutuo acuerdo, hacia la "culpable" que, jadeante descansaba sentada sobre las patas traseras a mi lado, y las loas que, muy a regañadientes, nos dedicaran a nosotros, las comenzaron a derramar sobre la perra con la generosidad de un repentino chaparrón de diluvio.
-Lo que no me llego a explicar.- Les recriminé.- es que, viéndola cazar con la sabiduría y habilidad con que La Diana suele cazar, y siendo como sois todos, por otra parte, tan expertos y magníficos escopeteros, no os dierais cuenta.
El Labriego fue el único que se atrevió a replicar, aunque eso sí, siempre dentro de su natural timidez y ponderación.
Que él.- Me contestó.- sí se había apercibido de que la perra sabia latín y que valía un "Potosí", rastreando y cobrando de acá para allá y de forma incansable, pero que, como no estaba muy seguro de lo que él empezara a sospechar, no se atrevió a decir ni media palabra y aún menos ante El Capitán o ante mí, sabiendo que éramos hombres de mucha educación y respeto, además de "mu güenas personas".
Todo aclarado pues, unos descargando sus conciencias de estafas y mentiras, y otros con su orgullo intacto y libre de cualquier humillación, nos dispusimos a almorzar en torno a aquel manantial que, con sus cristalinas y frescas aguas, hacía de aquel rincón un delicioso oasis que, por encontrarse rodeado de un entorno tan árido y bravío, daba la sensación de ser más atractivo y acogedor.
"La Fuente de la Cierva", en efecto, era toda una delicia.
Yo diría que resultaba hasta voluptuosa bajo aquel sol de justicia y ante aquellas nuestras específicas circunstancias de cuerpos cansados y sudorosos. Brotaba cristalina y cándida en un pétreo socavón, que se rehundía en la base del más espectacular farallón de varios de ellos que, como en familia y un tanto caprichosamente, allá se erguían, coronados unos y otros, a modo de catedral gótica, por una serie de pináculos, más o menos parecidos. Su suave derrame, tras fluir escondido por la verde y fresca pradera de la explanadilla que ante ella se extendía, se despeñaba por el abrupto roquedal de un acantilado en incesante goteo o como en leves hilillos de cristal. Los arbustos y zarzas, que a su providencia crecían, destacaban por su vivificante verdor frente al pálido verdoso de la vegetación de sus entornos. Bajo la tersa transparencia de sus aguas se hacía visible el tenue hormigueo de su manar.
Provocativa tentación ante la que, incontenibles, unos tras otros fuimos hundiendo nuestros labios como el que, ardiendo de lascivia, se engarza, pasionalmente, a los labios de una atractiva mujer.
Cato "Robaníos", "El Sacristán" y yo, a una y como puestos de mutuo acuerdo, dejamos caer nuestras respectivas botellas de vino en sus transparentes aguas, recreándonos al verlas descender hacia el fondo, ingrávidas y como en el suave planeo de una pluma.
Plácidamente sentados, con las espaldas adosadas en los farallones y con la merienda entre las piernas, comenzamos a llenar el depósito de gasolina, según feliz frase del "Sacristán". Los perros, entre tanto, con las orejas afiladas y sentados frente a nosotros, seguían con avidez nuestro movimiento de boca, al tiempo que los ojos, esperanzados en nuestra caridad, les despedían las chispas del hambre. No tuvieron que esperar demasiado, porque - ¿quién dijo miseria? - en sólo unos segundos, comenzaron a porfiar por coger al vuelo huesos y otras sobras que unos y otros les rifábamos casi incesantemente. ¡Qué escena tan enternecedora, no obstante, la del "Chispa", echado mimosamente sobre los muslos de su amo, compartiendo con él los más exquisitos bocados! Tampoco se me podía pasar por desapercibido el que, en tanto unos y otros no cesábamos de atropellarnos, intentando contar la primera anécdota o, incluso, chiste que se nos viniera a la cabeza, Bartolo "El Sacristán", comodón y a sus anchas, no decía ni esta boca es
mía, y es que, plenamente identificado con el famoso dicho popular de "que oveja que bala, bocado que pierde," él, amarrado a la talega, procuraba cumplirlo sin fisura alguna.
La sobremesa fue corta. Prácticamente la del tiempo de un cigarrillo. El "muy fuguilla" de Currillo "El Zocato", con el bocado en la boca como el que dice, ya empezó a mostrase inquieto por volverse a colgar el zurrón, para salir con la escopeta como escapado por aquellos andurriales. Y el caso fue que, aunque muy a pesar de su primo Bartolo, lo consiguió, por lo menos, de momento. Pero...¡ay! cuando menos lo esperábamos, un desafortunado imprevisto se
interpuso de pronto ante nosotros, dispuesto a jodernos la tarde de cacería, aunque, gracias a Dios, no lo consiguió del todo.
En el momento de dispersarnos para emboscarnos, de nuevo, tras los perros, "El Pringues" levantó un conejo que nadie esperaba y sobre la marcha, al tiempo que "El Moro" le cogía las vueltas, y el pobre animal se vio obligado a enderezar hacia Bartolo "El Sacristán" que, sin previo aviso, allá se encontraba agachado tras un lentisco, haciendo eso que nadie puede hacer por otro. Frasquito "Mataliebres”, "totalmente ajeno "al cagón", se encaró la escopeta precipitadamente y "le alumbró candela" al que iba ante los perros como "para pedirle la documentación", y fugitivo y "cajón" al suelo como "una tanga". Los lamentos del "Sacristán" llegaban al cielo. Con los brazos en cruz y los pantalones en los tobillos pedía auxilia desesperadamente.
- ¡Dios mío, mis hijos! ¡"Me han matao, Dios mío, me han matao"!
Y en tanto que "Mataliebres”, con la cara de un muerto, quedaba como momificado, los demás corrimos despavoridos en auxilio del cazador cazado. Currillo “El Zocato”, con el ojo clínico, al parecer, de todo un galeno de primera, nada más llegar a él, le gritó.-
-¡Calla, coño, que no tienes "na"! ¡ Si te hubiéramos "matao", seguro que no gritarías con los "reaños", que lo estás haciendo!
Efectivamente, "El Zocato", menos mal, había dado un diagnóstico perfecto. Sólo cuatro plomillos rateros y rebotados le habían alcanzado la entrepierna, pero Bartolo, al sentirlos como quemarle las carnes y verse unas gotitas de sangre, se creyó con los estertores de la muerte ya encima.
Mientras tanto, al pobre "Mataliebres", como si, de pronto, le hubiesen entrado "las siete cosas juntas," allá seguía apoyado en el tronco de un chaparro, a punto de desvanecerse. Y es que si Bartolo estaba muerte, el pobre de Frasquito “Mataliebres" era un cadáver en descomposición.
Cuando Frasquito dio en sí, y a pesar de que por sí mismo pudo comprobar que allí no había pasado absolutamente nada, se negó a seguir cazando, jurándonos además – y siempre en un tono de quejumbroso moribundo y patético mirar - que, en adelante, no volvería a coger una escopeta "en toa su puta vida." "El Sacristán", por descontado, que de seguir cazando ni hablar. Y, como su accidental verdugo, jurando, asimismo, que, desde aquel momento, tenía las amistades perdidas con la escopeta por los siglos de los siglos, amén Jesús. Los demás, de momento, no nos atrevíamos a pronunciarnos.
Bartolo, que no hacía sino observarse y observarse, toqueteándose por aquí y por allá, se descubrió al tacto unos plomillos en el escroto, y echándose los pantalones abajo sin el menor pudor, se quedó de nuevo "in cueritatis", al tiempo que nos confesaba que con razón se estaba notando él una especie de escozor "en el derecho". Que, por lo menos, tenía dos o tres plomillos bailándole en "el pellejo de los güevos".
Que se los notaba la mar de redondillos y con toda claridad.
La carcajada fue unánime, terminando así la tragedia con el desenlace de un sainete. Después de unos minutos de tan trágica tensión, nos pudimos relajar, y entonces nos dio por reír, y aquello fue "la descojonación de Espínola".
Nicasio, por otra parte, viendo a Bartolo totalmente recuperado del terrible susto que se pilló, y a "presunto asesino", contagiado por los demás, reír a pata suelta, propuso una solución que, por ser recibida con el unánime aplauso de todos, debió ser de esas que llaman "salomónicas." Que puesto que ya llevábamos un buen rato perdido, y que en las fechas que estábamos, los días se acortaban en mucho, encontrándonos además a su buen tirón del pueblo aún, que lo mejor que podíamos hacer, era iniciar el retorno, por supuesto que cazando, aunque sin premuras y sin grandes ambiciones, por la parte opuesta por la que nos habíamos encaramado en aquellos "quejigales". Que aunque la pendiente era bastante más pronunciada, había que tener en cuenta que lo nuestro era bajar, que no apechugar. Que en esas hondonadas siempre se habían criado muchos conejos y perdices, y que siempre podíamos tener la oportunidad de atrochar por algún que otro olivar de los muchos que hay por esas costeras, en los que, difícilmente, no se suele uno tropezar con alguna perdiz o con alguna liebre o conejo, los que además, como más acostumbradas a la presencia del hombre, no se solían arrancar tan distantes.
Nicasio "El Labriego" dio plenamente en el blanco, pues el epílogo que pusimos a nuestro día de cacería fue, sorprendentemente, magnífico. Exactamente como Nicasio sospechara, al tiempo que, casi sin darnos cuenta, nos encontramos - ya entre dos luces - en las mismas puertas del pueblo, se nos fueron ofreciendo lances y más lances, siendo muchos de ellos realmente espectaculares.
Tanto El Capitán Páez como yo, con el agradecimiento, visiblemente palpitándonos en los ojos, les dimos las gracias a todos, en general, y a cada uno de ellos en particular, por habernos aceptado como compañeros de forma tan sincera y cordial en aquella cacería, y ellos, con esa naturalidad y espontaneidad que siempre caracterizó a la "gente sencilla" del pueblo llano, nos fueron contestando, más o menos, lo mismo. Que agradecidos ellos, porque eso de salir a cazar con personas que, siendo "gente de pluma y letra," manejaban la escopeta más o menos que como ellos la manejaban y que, al mismo tiempo, sabían pisar por el campo como ellos lo sabían hacer, era un orgullo para cualquier escopetero.
¡Qué gracia la de Currillo “El Zocato” en la despedida!
- ¡Hasta "más ver", Don José Fernando.- Me dijo.- que uno a a sacar “cepas” con “la espiocha” por esos retamales pa el carbón de mis “boliches”, y usted, a la “doma” de esos potrillos que son los niños!
¡Qué buen hombre es este Zocato.....!

Vida, Obras y Milagros de una Excepcional Perra de Caza

©José Fernando Titos Alfaro Nº Expediente: SE-1091 -12

miércoles, 17 de agosto de 2016

Fuente del Arco y la Orden de Santiago

El legado  de los caballeros

Ermita de Santiago
Construida en la Baja Edad Media a raíz de la conquista de Fuente del Arco por la Orden de Santiago.
La primera vez que los cristianos llegan a nuestra zona en 1088, conquistan Reyna y Fuente del Arco al mando de Alfonso VI, rey de Castilla y León y en previsión de la conquista de Guadalcanal, las tropas acampan entre lo que hoy conocemos como “el Cerro de Santiago” (algunas caballerías fueron amarradas allí mientras llegaba el combate) y el “Cerro del Diezmo” (situado frente al camino de “los Merinales”) llegando hasta lo que se conoce como “Puerto de Llerena” (Guadalcanal), pero viendo la extraordinaria e importante fortificación que era, no presentó batalla, da marcha atrás procurando asentar la conquista (levantó una especie de cerca en el cerro de Santiago con unas vigas de maderas a modo de columnas para sostener el techo de cañas y las maderas que lo cubrían), no fue suficiente porque en 1096 la comarca pasa otra vez a manos del Islam. (Notas extraídas de “El estudio de Las Comunidades de Villa y tierra de la Extremadura Castellana” de Gonzalo Martínez).
En 1188, un siglo después, se repite la historia con Alfonso IX rey de León; conquista Llerena, Reyna y Fuente del Arco pero no pudo conquistar Guadalcanal por ser gran fortaleza fortificada; antes de finalizar 1198 vuelven de nuevo a recuperarlo los moros que, para que no se vuelvan a producir tales hechos, Yacub Ben Yusuf, rey taifas de Badajoz, mandó fortalecer con nuevas torres albarranas y murallas toda las alcazabas, incluidas Reyna y Guadalcanal para evitar nuevas conquistas cristianas.
En 1241 se conquista Fuente del Arco al fin y tras su repoblación definitiva en 1270,  se levanta una ermita de origen muy humilde por la Orden de Santiago en el cerro que a partir de ese instante llevará su nombre (“Cerro de Santiago”) al cargo de un simple ermitaño que solo estaba encargado de reparar la estructura y conservar el escudo de la Orden y el cuadro del Apóstol Santiago (hoy día desaparecido). A partir de 1501 la ermita adquiere cierta advocación religiosa mediante orden ejecutada por el Prior de San Marcos de León, García Ramírez (el mismo de la ermita de la virgen del Ara), con la finalidad de garantizar la salvación de los hermanos a través de actos piadosos, la práctica de la religión y una misa al año el día del santo (25 de Julio).
Hacia el verano de 1790 se reedificó por medio de limosnas de los vecinos de Fuente del Arco, la ermita no tenía ni tuvo nunca algún tipo de rentas, ni ermitaño que la regentara pues desde sus inicios siempre ha pertenecido a las posesiones de la iglesia pues así lo quisieron los maestres de la Orden; a partir de entonces sirvió para procesiones de letanías y rogativas a celebrar el día del Santo. Casi a finales del siglo XVIII el rey Carlos III ordena mediante Real Cédula (03/04/1787), que “por motivos de salud se deje de enterrar en el interior de las parroquias los cadáveres y que se creen cementerios fuera de los pueblos”; dicha orden en Fuente del Arco no se llevó a efecto porque los vecinos exponían como motivo “el no separarse de sus fieles difuntos” como recoge Don Juan Josef de Alfranca y Castellote, oidor visitador en el Interrogatorio de la Real Audiencia de Extremadura de 12/13 de Febrero de 1791, en el cual explica “lo dañoso a la salud del aire fétido que se respira en Fuente del Arco”.

A partir de este año de 1791, pasó el lugar de ser considerado ermita a la categoría de capilla y Pascual Madoz lo recoge en su obra “Diccionario Geográfico Estadístico Histórico” publicado en Madrid el año 1850 Tomo VIII, e insiste en que Fuente del Arco no tiene cementerio pero si un lugar para tenerlo; no es hasta el bienio 1854/1856 cuando a consecuencia de una epidemia de cólera mórbido, no se empieza a construir el cementerio en el “cerro de Santiago” por orden del Gobierno de la Provincia, siendo los alcaldes José Pablos el que inició las obras en 1854 y Juan Calle el que las terminó en 1856. Desde esa fecha el lugar pasó a ser el cementerio del pueblo que a consecuencia de innumerables reformas y derrumbes lo que mejor se conserva son los restos de esta ermita y un muro en el lugar conocido como “cementerio viejo”.

Nuestra Señora del Ara

Interior de la Ermita
La única nave de la ermita se cubre mediante bóveda de cañón de estructura poco frecuente, presenta diseño con acusado peralte sustitutivo quizás, de una cubierta de madera anterior.
En 1736, se finalizó las pinturas de la bóveda del Santuario, con un magnífico programa iconográfico desarrollado sobre la bóveda de la iglesia, de autor desconocido aunque probablemente de la escuela llerenense, y evocando de forma directa creaciones de grandes maestros. Por estas fechas debió colocarse el Retablo mayor.
El Camarín, se terminó a finales del siglo XVII y principios del siglo XVIII. La obra del Camarín, exigió la ampliación de la antigua Sacristía, prolongándose más allá del espacio ocupado por la capilla mayor hasta el límite del propio camarín. Es de planta cuadrada, sobre la que emerge un cuerpo octogonal con linterna de media naranja, de clara influencia barroco-renacentista.
La Capilla Mayor, que se abre a la nave central por un gran arco toral, reduce su anchura a poco más de 5 metros y su profundidad es de 4 metros y setenta y cinco centímetros. Dicha capilla se divide en dos tramos, señalados en superficie por delgadas columnas adosadas y se cubre con bóveda de crucería. El testero queda ocupado por un hermoso ejemplar de retablo barroco de tres calles, con abundante profusión de elementos escultóricos casi de bulto redondo, que se adaptan a los ochavos de aquel también en altura, al dotársele de cascarón de paños triangulares. En la calle central a los pies de la imagen titular, se colocan las imágenes de bulto del rey Jayón y su hija, a través de un gran ventanal (lugar en el que se coloca la imagen) queda abierto el Camarín, estancia de planta cuadrada con pilastras en los ángulos que facilitan el paso a las pechinas de la cúpula. El acceso a dicho Camarín se logra por espaciosa escalera que arranca de la sacristía, estancia también abovedada por cañón sobre lunetos y dividido por dos tramos en fajón, con una superficie de 9,15 X 4,25 metros.
Los maestros pintores recurrieron a compartimentar el espacio de la bóveda de la nave de la iglesia en grandes recuadros, insertos en una retícula formada por una fantasía grotesca a base de figuras femeninas aladas de raíz vegetal y carnosos roleos. De esta manera logran veinticuatro rectángulos que, junto con los dos cuartos de círculo del muro del coro alto, hacen posible el desarrollo de otras tantas escenas del libro Génesis. Cada una de estas escenas se numeran, del 1 al 26, para formar determinados bloques, ya que no siguen linealmente el texto bíblico y se acompañan de la pertinente leyenda extraída del mismo texto. La historia de la creación, paraíso, destierro e hijos de Adán y Eva (Caín y Abel), se distribuye en doce escenas (nº 1-12), la de Abraham desde su encuentro con Melquisedec hasta el sacrificio de su hijo, en otras cinco (nº 13-17), la del Diluvio desde la Torre de Babel hasta el Sacrificio de Noé, en cinco (nº18-22). Las cuatro restantes se destinan a la historia de Issac y Rebeca (nº 23-26).
En la bóveda del coro se han dispuesto, a los ángulos, cuatro bellas figuras femeninas, acompañadas de diversos atributos, que vienen a representar los cuatro puntos cardinales y los signos correspondientes del Zodiaco.
La superficie de los muros se decoran en la parte superior con un simulado entablamento por el que discurre un original friso de poderosos roleos vegetales, en el que se insertan figurillas y algunos animales. Un continuo de rectángulos, bajo este entablamento, acoge alternamente, un tema floral y una estación de Vía Crucis. Por fin, en la parte inferior, aflora un continuo de cuerpos prismáticos en sesgo, en cuyos netos se dibuja una ventana de arco conopial, produciendo así la ilusión de un ordenado paisaje arquitectónico.
Entre 1550 y 1575 varios elementos del templo se cubrieron con azulejería (de la Cartuja de Sevilla) las gradas del Altar Mayor, los asientos que rodean el templo y los frontales de los altares laterales.
En la actualidad se encuentran restauradas la mayor parte de las pinturas excepto las que hay tras los retablos laterales y el Altar Mayor, cuyo retablo también está en proceso de recuperación. La ermita es declarada Bien de Interés Cultural, con la categoría de monumento el 2 de octubre de 1993.
Entorno de la Ermita
En el recinto de la Ermita de Ntra. Sra. del Ara, se pueden observar restos de tumbas primitivas, excavadas en la roca, de pequeño tamaño. En las primeras visitas de la Orden de Santiago a la zona, se señala la presencia de estas tumbas, con losas de piedra o mármol, labradas con letras romanas.
En su interior, han aparecido objetos, como una pequeña vasija visigoda (siglo V-VII), aunque algunas de estas tumbas se creen anteriores, de época fenicia.
Podemos ver además en este lugar, restos de una columna romana, situados actualmente en el patio, a los pies de la ermita. La misma se encuentra fragmentada en seis partes y hoy se utilizan como asiento para el descanso de los peregrinos. Se piensa que esta columna, se trajo de la ciudad romana de Regina, para reaprovecharla.
La columna, de mármol, conserva el arranque del capitel en muy buenas condiciones, se puede ver su decoración; los demás fragmentos pertenecen al fuste de la misma. Por sus dimensiones, se trata de una columna que pudo ocupar en la antigüedad un lugar privilegiado, (un templo), lo que avala la teoría de que pertenezca a la ciudad de Regina.


Antonio Gallardo Rodríguez
Hijo de un Fuentelarqueño. 

sábado, 13 de agosto de 2016

Relatos de caza a la luz del candil 5

Una cacería el “El Quejigal” (5) segunda parte

Su amo, pensando que mi atenta mirada, más que la de unos ojos compasivos, era la de unos ojos enamorados, me salió al encuentro y, con incontenible orgullo, me puso a su canelillo por las mismas nubes. Me dijo que, aún siendo tan presumidillo y tan "arriscao" por fuera, todavía lo era mucho más por dentro. Que tenía ya cuatro años cumplidos y que hacía ya cosa de un año o así, se lo había regalado un primo suyo, que vivía en La Serranía de Ronda, al que, por cierto, le había costado la misma vida el tener que dárselo. Que de no haber sido a él, no se lo hubiera dado ni a su propio padre, que hubiera vuelto del otro mundo. Que para echar conejos a la escopeta de los más impenetrables zarzales y demás prietos matorrales, no había otro en todo el mundo.
Cierto que "El Chispa" era un animalillo minúsculo. "Lo mínimo que se despachaba en perro," que diría un castizo, pero "el muy joío" tenía una carilla "de redicho y vivaracho que no podía con ella." Canelillo, careto y rabote, tenía los ojillos de una taimada lagartija. Nervioso y bullicioso rastreando caza y con aquella simpática estampa que de avispado perro de juguete tenía, no me cabía la menor duda que, según me dijera su dueño, se colara por el ojo de una aguja detrás de los conejos, bajo esos inexpugnables borbotones que, por lo común, forman las zarzas, así como otras muchas densas malezas del monte.
Bartolo, que aún jadeaba sudoroso sentado "de media anqueta" sobre un peñasco, se desentendió también, de forma repentina, de los planes que unos y otros seguían tramando, y se entrometió en nuestra conversación, al tiempo que se desahogaba, hablándonos "pestes" de su "Chula", por no decir que lanzando, "enrabietado", sapos y culebras por la boca contra el pobre animal. Bartolo "El Sacristán", al parecer, andaba algo contrariado con la actitud de la perra y se despachó a sus anchas y sin morderse la lengua. La llamó con un silbido, y la perra, presurosa y atenta a su llamada, quedó frente a él en un abrir y cerrar de ojos. La miró con teatral desprecio, y nos confesó que iba a tener que darla, por no pegarle un tiro. Que la perra había sido extraordinaria, pero que ahora, a sus nueve años, se había vuelto "más guarra que la Simona". Que "el muy putón" de perra no había luna que no "se pusiera salía" y que siempre con "el chisme" sanguinolento. Que la calentura del sexo me la tenía "desquiciá perdía" y "a mal traer" desde la temporada pasada, y que, por lo que le venía viendo, el presente año, llevaba las mismas trazas.
Patricio “El Trepe” nos llamó al orden, al tiempo que echaba a andar entre "El Labriego" y "Mataliebres", diciéndonos que fuéramos cargando las escopetas sobre la marcha, por la posible pieza que pudiera salir al paso. Nos acoplamos rápidamente a aquella "cuerda" de circunstancias, con lo que, prácticamente, nuestro anhelado día de cacería, prácticamente, comenzaba.
No había otoñado aún, y, llaneando por aquellos lomazos, la maleza reseca, después del infernal verano, crujía y se astillaba como en un desgarro bajo nuestros pies. Al pasar por la "Casilla del Tío Ratón", comenzamos a ascender a las primeras estribaciones de "aquellos quejigales", para desde ellas, abrirnos en "cuerda", ya como mandan los cánones, y arrancar con nuestra primera batida a perdices, a las que, como teníamos acordado, dedicaríamos toda la mañana, puesto que la tarde, asimismo, teníamos pensado echarla a conejos y sólo "de puntal", por ser esta una cacería en la que si los perros sí, uno no tenía que patear en demasía, previniendo así el lógico cansancio que, a esas horas, la caza de la perdiz nos pudiera tener endosado en nuestros pies.
"El Tío Ratón", a pesar de las horas tan tempranas, ya estaba el buen hombre con la azadilla, dale que dale, en un hortalillo de talanqueras. Le dimos "los buenos días" a distancia y sobre la marcha, pero tan encelado se encontraba en su tarea, que ni se enteró. No así un "gozquecillo balandrero" que, amenazándonos desde lejos con la impertinencia de sus ladridos de viejo asmático y borrachín, no terminaba de dar la cara, saliendo, decidida y abiertamente, de aquel ridículo sotechado de cuatro palitroques tan malavenidos, que daban la sensación que les faltaba un estornudo para que se derrumbaran. En "el ricial" un corderillo, que seguramente criara "El Tío Ratón" sin madre, jugueteaba, con sorprendente inocencia, con el rabo de una vaca suiza, que pacía mansamente y desentendiéndose por completo del tal juego. La Diana se les acercó curiosona, y el borreguillo escapó “chospeando graciosos rebrincos y retozos”.
A punto de entrar de lleno en nuestra "guerra galana," tropezamos con una tentadora torrentera, cuyo lecho reseco y pedregoso contrastaba descaradamente con el vivificante verdor de las junqueras y adelfas que se apretaban en sus orillas. La abundancia de escarbos, cagarruteros y senderillos conejiles delataban inequívocamente la abundancia de sus inquilinos. La tentación se nos hizo irresistible, y todos, de mutuo acuerdo, decidimos trastocar un poco nuestros planes.
La torrentera, además de corta, se nos ofrecía la mar de afable, y parecía merecer la pena, olvidarnos unos minutos de las perdices, para dedicarlos a los conejos, cuya abundancia de "echíos" y demás "pisteos" nos ofrecían la total garantía de poder "afeitarle el bigote" a más de uno.
Casi en la cabecera, el lecho se abría en dos brazos, atrapando entre ellos un islote de enormes peñascos, situados caprichosamente y semienterrados, como viejas ruinas de no sabría decir qué prehistórica construcción megalítica, entre los que crecían con bravía pujanza las zarzas, las madroñeras y las adelfas como en macetones impenetrables. Contrasté mi parecer con Nicasio, y ratificó mis sospechas del tirón y sin la menor objeción. Que, en efecto, para "El Chispa" era "el cazadero" ideal. Que él ya había trasteado aquel islote otros años con un perrillo que no le llegaba al "Chispa" ni a los talones, y que siempre había escupido su buen puñado de conejos. Que le parecía de maravilla que, cuanto menos, se quedaran dos, apostados en él, cazando como "al rececho" y como "de puntal", con el perrillo “ratoneando”, con la maestría que él lo solía hacer, bajo aquellos enmarañados matorrales, en tanto que los demás cogían la torrentera de abajo a arriba, escalonados por sus orillas y con los demás perros trasteando por medio. Que si yo así lo quería, (ya que al parecer tanto le había gustado El Chispa) me quedara con Currillo, el que, para este tipo de cacería se las pintaba como él solo, con el añadido de que mantenía muy buenas amistades con el gozquecillo. Que, sin embargo, tenía que tener muy presente que la Diana, más que servirme de ayuda en este tipo de cacería, me podía suponer un tremendo estorbo.
Mi curiosidad por ver al "Chispa", "trabajándose el artículo" bajo aquellos enormes y prietos zarzales, se me hacía irresistible, por lo que le salí rápidamente al encuentro, diciéndole que si la dificultad sólo estaba en La Diana, no habría el menor problema, ya que lo podía resolver como de un plumazo, entregándosela al Capitán Páez, ya que, además de ser un animal tan sagaz e inteligente, era, a su vez, tan dócil y obediente que, si ella veía que esos eran los deseos de su amo, no dudaría en irse con cualquiera. No hubo que decir ni media palabra más, y el plan se puso en marcha en ese mismo instante.
Currillo "El Zocato" eligió como apostadero la cima de una enorme peñascón que, bastante encabritado, se erguía al borde de la tal cabecera, y desde la que dominaba todo el brazo derecho y el cauce de entrada. Yo, sabiendo que en el campo siempre tuve "culo de mal asiento", opté por encrestarme en la plataforma - de más libre acción de movimientos - de un pequeño acantilado, que dominaba el brazo izquierdo y el lecho de salida. Así las cosas, “El Zocato” dio la orden al "Chispa" y éste, obediente y sumiso, se coló bajo la espesa jungla de aquel islote, como untado con vaselina, por la boca de uno de los muchos tunelillos, que desembocaban en sus orillas. Desde el primer instante se empezaron a oír los soterrados latidos atiplados del minúsculo intruso, mientras que nuestros ojos, en tensión y al acecho, nos bailaban al ritmo que nos iban marcando los ladridos del canelillo.
Me imaginaba al "Chispa", gateando en persecución de los conejos, de un lado para otro, por aquellos angostos vericuetos bajo la lujuriosa jungla vegetal, que crecía a la providencia de aquellos gigantescos peñascones. Pensaba también en que el pobre animal, a pesar de ser “tan poca cosa”, debería estar "pasándolas canutas" bajo aquellos angostos y zigzagueantes tunelillos zarzaleños.
No hubo de pasar mucho tiempo para que más de un inquilino que, indeciso y receloso, se parara en la puerta de algún que otro de estos tunelillos, dudando con clara evidencia, qué hacer o por donde escapar. Fueron los primeros que empezaron a entregar su alma a Señor.
También "le hicimos el cuello" a más de uno de estos desconfiados, gazapeándose, astuta y sigilosamente, de una a otra puerta, intentando despistar a tan inoportuno como molesto visitante en aquel tan macabro juego. Los menos "la palmaron" también al intentar escapar de allí a todo correr, al sentir al canelillo pisarles los talones. En particular vi abatir un conejo a mi compañero que...¡olé ahí los lances con arte! El pobre caramono no dijo ni pío. Quedó como fulminado. Y es que, escapado de varios disparos de los que cazaban, torrentera arriba hacia nosotros, venía por aquellos pelados en busca de refugio en aquel islote, que se "las pelaba".
De todas maneras había que estar más listo que un lince, pues los inquilinos, “gazapeados y rehuidos”, se escurrían entre el matorral como una seda. En muchos de los casos había que dispararles "al trasluzón", por allá por el escondrijo de la maleza, por donde se les veía relampaguear la albura de su rabillo respingón. Y así estos disparos iban "al rebujón", y como al "tuntúm", que es igual que decir que con la incertidumbre y riesgo que todo disparo aventurero conlleva en sí mismo.
Lo que sí era una verdadera delicia, era oír a Currillo "El Zocato" azuzar al "Chispa" con ese singular voceo del más castizo "cazador a rabo". Y aún más delicioso, era intuir, si es que no ver, al canelillo rastreando "arrastrabarriga" bajo aquellos angostos e imposibles tunelillos, latiéndole a los conejos con la maestría de todo un avezado y valiente detective.
Y, entre tanto, "el pim, pam, pum" que los compañeros me traían por ambas riberas de la torrentera, era casi incesante.
Y, destacando por su simpatía y gracejo en su decir, entre el guirigay, que unos y otros me traía, torrentera arriba, azuzando a los perros a los conejos, aquellos gritos de ánimo de "El Trepe", vociferando ¡"Hierro, Hierro con ellos"!.
Relativamente cerca, pude ver al "Labriego" que, ahuecando una mano junto a la comisura de los labios, lanzaba un penetrante silbido a Currillo, y que a grito pelado le decía que "apioláramos a tô correr" los conejos y que "p´alante a las perdices." Que él cogiera la mano por arriba y que metiera entre "El Maestro" y él a su primo Bartolo.
Presto y como con una obediencia de disciplina militar, Currillo se apeó de su atalaya con la agilidad de un felino, recorriendo aquel enorme socavón de la torrentera, cobrando con premura los conejos que habíamos abatido, y con un manojo en una mana y otro en la otra, se fue en mi busca para compartir la carga en nuestros respectivos morrales, y, al tiempo que me comentaba que había merecido la pena “el ratejo” que habíamos perdido a perdices, se puso a sacarles las tripas con las urgencias que la circunstancias requerían, abriéndoles de un tajo seco de navaja la barriga en vertical y boleándolos con fuerza, marcando un arco en el aire, con ellos cogidos de las patas delanteras con una mano y las traseras con la otra. ¡Qué maestría "apiolando" conejos, Santo Dios, este Currillo de los demonios!
Dicen que todos los días son días de aprender algo nuevo, y yo, de momento, terminaba de aprender una nueva técnica de "apiolar" conejos. Mi técnica era menos espectacular y además bastante más lenta, y ya puestos a decir, hasta mucho menos higiénica.
"El Sacristán," entre tanto, llegaba a nuestro lado bufando como un toro y despidiendo goterones de sudor por la barbilla. Con palabras entrecortadas por los jadeos de la asfixia, apenas le pudimos entender que nos decía con cierto morbo, que menudo baño les terminaba de dar El Capitán Páez a todos. Que los demás se lo hubieran dado a él.-Apostilló.-, podía tener un pase, pero que, precisamente, hubiera sucedido lo contrario, pensando además que los contrincantes eran, nada más y nada menos, que "El Labriego," "El Trepe", “Robaníos” y "Mataliebres," eso ya era algo que pasaba un tanto de castaño oscuro. Que de los doce conejos que habían puesto "con las ruedas p´arriba" entre todos, El Capitán se había apuntado siete. Que más de la mitad él solito. Que al llegar ahora ahí y al hacer el recuento, nos ha dejado a todos con la boca abierta. Que, por lo visto, conejo que cogían por delante él y la Diana, o me lo dejaban para cantarle "el gori-gori", o lo obligaban a desterrarse de "aquellos quejigales in saecula saeculorum."
Y, en tanto yo, me quedaba un tanto pensativo y dubitativo con aquella cantinela del "Sacristán" pegada a la oreja, su primo, desentendiéndose del tema y distribuyéndonos los cazados, equitativamente, en nuestros respectivos zurrones, le prevenía en tono inquisitorial a su primo, que a ver si, por una puta vez en su vida, aprendía a andar como Dios manda detrás de las perdices. Que no se fuera a adelantar, como él acostumbraba hacer, “zorreando” en los collados en busca de la liebre rehuida y "facilona", que así lo único que conseguía era "la malajá" de volver las perdices que todos llevaban por delante con mil sacrificios y sudores.
El bonachón de Bartolo me miró, instintivamente, entre herido y resignado, al tiempo que gesticulaba atornillarse una de las sienes en clara réplica recriminatoria. Me limité a contemporizar y a sonreírle, procurando quitarse hierro a la cosa, al tiempo que le decía que a callar y para adelante. Que el movimiento se demostraba andando. Y con las mismas me fui acercando a Páez con cierto disimulo y con la confesión del "Sacristán" bailándome en los ojos. Como estampada en la frente la debía llevar, pues el sagaz "legionario", ya de lejos, me lo debió notar, ya que no me dio opción ni a que le dijera la primera palabra, pues reflejando una irónica y leve sonrisa, me salió diciendo que si ya me había ido "El Sacristán" con "la buena nueva". Que sí, que de los doce abatidos, siete se los había apuntado él. Que, asombrados y sorprendidos los compañeros, le miraron como a un bicho raro. Claro que lo que no sabían, porque él, astuta e intencionadamente, se lo cayó, era que de los siete que vació del morral, seis se los había traído La Diana, perdidos o heridos de unas y otras escopetas, y sin que él lo hubiera comido ni bebido. Que los demás perros, sí, no eran malos para echar conejos a las escopetas, pero que en lo de cobrar y, aún más, en lo de buscar, que "noniles en campo raso" Que la Diana, bajo este concreto aspecto, era la única que "partía el bacalao." Que, durante el almuerzo, les descubriría la verdad, pero que hasta entonces, se fueran chinchando, humillados en su orgullo de creerse los mejores cazadores de estas Sierras.
-¡Granuja!.- Le bromeé, rebosante de satisfacción.- ¿Con que esas tenemos......?
-Eso es lo que hay.- Exclamó en clara complicidad con mis ironías, al tiempo que, con su endémica disciplina y seriedad, me indicaba con los ojos que teníamos que estar ocupando ya nuestro respectivo lugar en la "cuerda", porque la gente ya estaba avanzando en orden de batalla.
Lo venía sospechando, pero no tardé en cerciorarme que las perdices de aquellos remotos y salvajes Cerros del Quejigal eran demasiado bravías, ya que, o se nos arrancaban a distancias insospechadas, o se nos descolgaban de aquellos "coronos", para pasar por encima de las escopetas "hablando con Dios". No había manera de conseguir un lance medianamente aceptable, sobretodo, para los que íbamos por arriba. Para "mayor inri", no había caído ni una sola gota en el mes de Septiembre y lo que llevábamos de Octubre, y el suelo, reseco y restallante, denunciaba nuestros pasos a mil kilómetros de distancia. Así que, el presentimiento del más estrepitoso de los fracasos fue todo un hecho en este nuestro primer rodeo. En efecto, una vez que reunidos, hicimos el recuento, sólo habíamos cobrado seis perdices, siete conejos y tres liebres, aparte de alguna despistada torcaz que, de forma esporádica, se nos cruzara en el camino. Volviéndose a repetir, eso sí, la humillación de los más que constatados campeones de la escopeta de Guadalcanal allí presentes, con la diferencia de que ahora, no lo fue ante El Capitán Páez, sino ante mí humilde persona, por la sencilla razón de que la única cómplice volvía a ser aquella bendición de perra, acudiendo a su amo con la pieza en la boca, abatida y perdida por la escopeta que fuera.
Ridículo número de piezas, sobre todo si pensábamos que el rodeo fue enorme y aún más sabiendo el gallinero de perdices que llevábamos por delante. Por cierto que - y perdónenme el inciso - en una de las perdices, "menudo traje a medida" el que le cortó, precisamente, Bartolo a su primo Currillo. Yo -siempre en tono distendido y amistoso - le bromeé al "Zocato", y él, entre un sí y un no en eso del “cabreo”, se me excusó diciéndome que la "hijaputa de la encina" que tenía delante, le tapó la perdiz, en tanto que a su primo, al margen de que le entró como una pava, no le estorbaba nada más que la pieza a batir. Pero que de todas maneras, si la había derribado, sólo podía ser debido a un milagro que se le escapara a Dios en un descuido, porque su primo Bartolo no le daba ni al mismísimo Quejigal, que se le "arrancara a huevo." Que su primo Bartola, como “cazaor”, era más malo que la carne pescuezo.
Bartolo, eufórico e incontenible por su disparo, le replicó con un corte de manga de tan intensiva gesticulación, que hasta resultó tremendamente grotesco. Aunque claro, siempre, tanto el uno como el otro - y yo mismo como encizañador - con el inequívoco tono del más inocente e inofensivo desenfado.
Ante el fracaso de nuestra primera batida y sabiendo la causa, les propuse cazar a modo de ojeo. Que se adelantaran las escopetas más certeras, para que, apostadas en los emboques más querenciosos, esperaran las perdices que los demás, como "batidores", les fuéramos apretando. Que en aquellos "cazaderos" tan bravíos y con perdiz tan arisca, la única opción, para obtener algún éxito, era cazarlas así. Que la tal modalidad de caza no era, precisamente, de mis complacencias, pero que, ante tales circunstancias, no teníamos otra alternativa.
Como amigos “bienavenidos” que éramos todos, no tuvimos el menor "tira y afloja" para las designaciones tanto de batidores como de “echaores”, si bien todos tuvieron la grata deferencia, tanto con El Capitán como conmigo, de darnos la opción a elegir. Yo no lo dudé. De "echaor" e, infinitamente, agradecido. Páez, como un deportista en toda regla que era, tampoco se lo pensó para optar por el mismo cometido. Y así "la armada" quedó compuesta por Nicasio "El Labriego", "Mataliebres", "Robaníos" y Bartolo "El Sacristán", si bien éste, porque su Primo Currillo “El Zocato” tuvo la especial deferencia con él de intercambiar su puesto, aunque eso sí, después de pasarle la mano descarada y ostensiblemente, como en una irónica caricia, por la abombada andorga y decirle en voz alta, con la clara intención de que nos enteráramos todos, que lo hacía porque dudaba que pudiese tirar de "aquel bombo que tenía en la barriga," durante mucho tiempo en su cometido de "echaor", y, nada menos, que por aquellos endiablados parajes del Quejigal. Y así, junto al Capitán, al “Trepe” y a un servidor, Currillo hizo el sacrificado papel de "echaor" en aquel circunstancial ojeo, aunque también era cierto que con el grato aliciente de que, a su vez, también iríamos en nuestro papel de "cazadores a rabo".
Fue Nicasio "El Labriego" el que marcara el área de la batida, que, aunque, por ambiciosa, me pareció "mucho arroz para un pollo", por prudencia, me puse una laña en los labios y ni rechisté. No así "Mataliebres" que terció para modificar un tanto las distintas "puertas de aquella circunstancial armada", pues las marcó bastante más a la izquierda de las que señalara Nicasio, pues aparte de creerlos mejores emboques para la salida de las perdices, argumentó que por allí se encontraba la famosa fuente de "La Cierva", que era un sitio ideal para tomar un "bocao" y descansar un poco, después de que, concluida la batida, todos confluyéramos en ella.
En esta segunda batida escapamos bastante mejor, aunque por las pocas escopetas que componían "la armada", fueron muchas las perdices que se vaciaron por uno y otro extremo, por lo que en un elevadísimo tanto por ciento, nuestro ambicioso pateo de "echaores" fue una absoluta e inútil pérdida de tiempo en ese sentido, claro, porque en otros sentidos, al menos para mí, estas andanzas, por parajes tan primitivos y salvajes, jamás podían tener precio.
Cuando, por fin, fuimos a parar a "La Fuente de La Cierva", las dos del mediodía iban de vuelo, y a todo esto, casi sin darnos cuenta. Los cuatro nublillos que, en la madrugada, viéramos juguetear, sospechosamente, en el cielo, no ya "ni la meá de un gato" que Currillo "El Zocato" profetizara, sino que se habían esfumado por completo, y el cielo, de terso, era un bruñido espejo. El sol, en el transcurrir de la mañana, se había dejado sentir paulatinamente, hasta obligarnos a buscar la sombra a amos y a perros, no obstante, el incansable Cato “Robaníos” propuso que, antes de almorzar, podíamos dar otra batida, aunque no tan ambiciosa, ya que deberían ser muchas las perdices que por allí debía haber desperdigadas.

Vida, Obras y Milagros de una Excepcional Perra de Caza

©José Fernando Titos Alfaro Nº Expediente: SE-1091 -12