Comentario
breve de la historia de la bibliofilia
Como
toda afición colectora, la pasión de la bibliofilia tiene sus desvaríos y sus
singularidades
Una
historia de la bibliofilia, aunque breve, es la historia de una de las muchas
formas de coleccionismo. El bibliófilo colecciona libros, y manuscritos, al
igual que otros atesoran cuadros, cerámicas, tapices y esculturas; cambia el
objeto del deseo, pero casi nunca la actitud ni el carácter. Quizá la
bibliofilia nació en el instante en que un individuo poseyó dos libros, pues hasta
ese momento era el chamán o el sacerdote el encargado de conservar, nunca de poseer, el libro que contenía
las ceremonias y los ritos de una comunidad. Cuando alguien, por placer, por
herencia o por obligación, tuvo en su propiedad un par de códices, probablemente
quiso tener otro más, quizá por curiosidad, quizá por diversificar los
contenidos, quizá por una punzada de orgullo patrimonial. Fue un instante
decisivo para la historia de la humanidad, porque desde la constitución de esta
biblioteca primitiva, tal vez en Oriente y tal vez en una fecha que no
concuerda con las del calendario romano, hasta que un bibliófilo inglés a
caballo entre los siglos XVIII y XIX, Sir Richard Heber, acumuló cerca de
300.000 volúmenes repartidos en ocho casas por Europa –el catalogue de su venta, muerto el
propietario, ocupa 13 tomos de apretada tipografía (Bibliotheca Heberiana, London, William Nicol,
1834-1837)–,la bibliofilia había escrito ya una larga historia de nombres
señeros, colecciones fabulosas y bibliotecas desaparecidas. Los historiadores
de esta larga memoria de los depósitos del papel impreso, y manuscrito, no se
ponen de acuerdo en los motivos que llevan a un individuo a comenzar la
acumulación de ejemplares. La bibliofilia está íntimamente asociada al poder económico
del adquiridor, porque sin maravedís, escudos, libras o euros, el número de ítemsde una colección que se
precie de serlo se resiente notablemente. No extrañe, entonces, que reyes,
cardenales, dignatarios, aristócratas, estadistas y autoridades hayan sentido
el coleccionismo impreso, y manuscrito, a los que modernamente habría que
añadir empresarios, industriales, magnates y gentes con (muchos) posibles.
Aunque ello no ha sido obstáculo para formar esa “biblioteca de libros,
folletos y papeles humildes” que nos recordaba en su Ensayo..., así titulado,
Francisco Giraldos (Barcelona, Imprenta Badía, 1931) en referencia a su propia
colección. ¡Que le quiten el placer a un bibliófilo de completar los modestos
500 volúmenes de la
Enciclopedia Pulga
de las Ediciones G. P. de nuestra posguerra! Todo coleccionismo implica
categorías, clasificaciones y límites conceptuales y de intendencia. Los
bibliófilos, tradicionalmente y desde sus orígenes, han acaparado los libros, y
los manuscritos, intentando construir esa
biblioteca universal donde estuvieran representados los
conocimientos de su época histórica (y pretérita). Perseguían la posesión de
los saberes a través de los testimonios escritos, o impresos, depositados en
ellos, y no puede extrañar la diversidad de materias y, por tanto, del número
de ejemplares de las bibliotecas de Hernando Colón, quizá el primer bibliófilo
confeso de nuestra patria; Gaspar de Guzmán, conde duque de Olivares; Lorenzo
Ramírez de Prado o Nicolás Antonio; hasta llegar a Pedro Caro y Sureda, marqués
de La Romana ;
a los Salvá, Vicente y Pedro; a Ricardo Heredia y Livermore, conde de
Benahavís; a Bartolomé José Gallardo; a Joaquín Gómez de la Cortina , marqués de
Morante; al Marqués de Jerez de los Caballeros y su hermano gemelo el Duque de
T’Serclaes de Tilly; a José Lázaro Galdiano o al mismísimo Marcelino Menéndez y
Pelayo, entre otros muchos nombres señeros que recogen Manuel Sánchez Mariana
en Bibliófilos españoles: desde
sus orígenes hasta los albores del siglo XX (Madrid, Biblioteca
Nacional; Ollero & Ramos, 1993) y Francisco Vindel en Los bibliófilos y sus bibliotecas desde la
introducción de la imprenta en España hasta nuestros días (Madrid,
Imprenta Góngora, 1934; Madrid, Libris, 1992). Desde mediados del siglo XIX,
ante el auge de las subastas y la edición de catálogos de ventas de los
libreros europeos y americanos, se desarrolla la bibliofilia (digamos) temática
y se empiezan a coleccionar determinadas materias,
motivos o peculiaridades. Libros de cocina (Mariano Pardo de Figueroa, Doctor
Thebussem), de novelas de caballerías (José de Salamanca y Mayol, Marqués de
Salamanca), de música (Francisco Asenjo Barbieri), de toros (José Carmena
Millán), de grabados y dibujos (Valentín Carderera), por no citar el entonces
naciente coleccionismo cervantino y quijotesco; pero también ediciones de un
determinado impresor (Ibarra, Bodoni, Sancha), de un determinado lugar, de una
determinada cronología, o bien por formatos, por determinados encuadernadores,
por su tirada, por ser solo primeras ediciones, etc. Como toda afición
recolectora, la pasión de la bibliofilia también tiene sus desvaríos y sus
singularidades; muchas de ellas, enmascaradas en unas leyendas de trasmisión
oral que envidiosos y congéneres propagaron con una mezcla de envidia y
autosatisfacción, otras, vividas por los suministradores de estas dosis
impresas, y manuscritas, es decir: por los libreros, que en sus ocasionales
memorias desvelaban los caprichos y las aficiones de sus clientes (siempre,
cautelosamente, post mortem).
Porque toda pasión tiene sus excesos, sus instantes de supremo placer y sus
momentos de decaimiento y abandono, con la ventaja, en el caso de la
bibliofilia, de no sentir jamás celos de ninguna nueva pieza, que convive
educadamente con su antecesora, sin que por ello cambie el cariño que se le
sigue profesando; por ello la anatomía
emocional del bibliófilo, como titula Holbrook Jackson su conocido estudio: The anatomy of bibliomania
(Londres, The Soncino Press, 1930), está sujeta a numerosas veleidades, manías
y desafueros sobre los que se han escrito emotivas páginas desde que se fueron
descubriendo los primeros síntomas de los pacientes aquejados por esta
patología. Sirvan de referencia a quienes se interesen por ahondar en esta
dolencia, casi siempre degenerativa, las páginas de Manuel Porrúa, Bibliofilia y bibliofobia
(México, Manuel Porrúa, 1978); Nicholas A. Basbanes, A Gentle Madness: bibliophiles, bibliomanes
and the eternal passion for books(Nueva York, H. Holt and Co.,
1995); Francisco Mendoza Díaz-Maroto, La
pasión por los libros: un acercamiento a la bibliofilia (Madrid,
Espasa, 2002), que anda ya por su tercera edición, o Joaquín Rodríguez, Bibliofrenia o la pasión irrefrenable por
los libros (Barcelona, Melusina, 2010). Hay afectados que han
escrito su propio historial clínico con el único afán de rememorar los primeros
síntomas de la infección, casos recientes y ya publicados son Las confesiones de un bibliófago de Jorge
Ordaz (Madrid, Espasa, 1989) o Leer
para contarlo: memorias de un bibliófilo aragonés de José Luis
Melero Rivas (Zaragoza, Biblioteca Aragonesa de Cultura, 2003), cuya lectura
puede servir de testimonio para futuros contagios. El genoma de esta pasión lo
describió admirablemente el senequismo poético de Fernando Pessoa: “No tengo
ambiciones ni deseos, / ser coleccionista no es una ambición mía, / es mi
manera de estar solo”.
VÍCTOR
INFANTES.- Catedrático de
Literatura y autor de La
Biblia de los bibliófilos.
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