El Chepa
Un
Reclamo de Perdiz de Capricho y Caprichoso 20
Capitulo 28
Si tuviera que hacer un cómputo
general de cómo escapé en los muchos puestos que, durante la década larga que convivimos
juntos, le diera a mi entrañable Chepe, creo que,
siendo sincero, tenía que decir
que debían ser algunos más “los puestos” en los que no le tiré, que en los que
le tiré. En todo caso y en su justa medida, los podríamos dejar a partes iguales.
Y es que esta tan sugestiva modalidad cinegética siempre fue y lo será siempre
la mar de aleatoria y aventurera, pues son multitud de imponderables los que pueden
concurrir en ella, tanto por parte del protagonista, es decir del Reclamo, sino
también por parte de la climatología, de las campesinas y del paraje en que se
ubique el tollo, sin dejar del todo en el olvido, al respecto, al mismísimo
pajarero.
Quede claro no obstante, que en
los “Puestos” en los que no le tiré a este fenomenal Reclamo, jamás lo fue por
su culpa, si es que exceptuamos, esporádicamente, alguno, y siempre en muy concretas
y especiales circunstancias. Yo, de momento, sólo recuerdo uno que, por cierto,
fue un rotundo fracaso y que no por ello me duelen prendas ponerme a contarlo,
aún sabiendo que mi dictamen de inapelable juez debe ser que “El Azurronado” de
Villar del Rey fue totalmente culpable de tal delito.
Mi muy estimado e inolvidable
amigo Juan Cumbres ( que no hay duda que Dios debe tener en su Gloria, siendo
como fue siempre tan buena persona con todos y tan honrado hombre) siempre vivió del
pastoreo, y por aquellos años llevaba en arriendo la dehesa de “El Banasto”
que, aunque modesta en extensión, crecían en ella abundantes y soberbias encinas,
así como frescos pastos, estando ubicada además en un lugar idílico, al estar
prácticamente abrazada por las dos colas más importantes del pantano del
Pintao. En la casa cortijo que había en ella, vivía Juan con su familia de
forma permanente, por lo que a ella solía acudir yo, algún que otro Domingo o
fiesta de guardar - por descontado que siempre y cuando fuera tiempo de veda -
junto con mi esposa e hijos, a pasar el día de campeo, viviendo en plena
naturaleza en un lugar tan bucólico, junto a familia tan acogedora, tan sencilla
y tan amable.
Era esta dehesa una especie de
isla limitada por las colas más importantes del pantano del “Pintao”, en las
que desembocan respectivamente los dos principales tributarios del embalse: el
Río Sotillo, linde natural, en la mayor parte de su curso, entre Andalucía,
(por el término de Guadalcanal) y Extremadura, y
el gran arroyo que cruza todo el término de Guadalcanal,
partiendo del término de Alanís, llamado La Ribera, quedando aislada de la gran
finca de Los Llanos, por el alargado y “cumbrero” cerro del Cabril, cuyas
laderas de descarada pendiente y selvático monte, entre el que destacan los
acebuches, las sabinas, las madroñeras, los tarayes y las retamas, alfombrado a
su vez por prietas matas de tomillos, romeros, jaguarzos, abulagas, piornos y
esparragueras, formando linde, asimismo, a espaldas del pantano. En las tales ladera
había de forma esporádica y sin ningún orden preestablecido, alguna que otra
terraza, a guisa de bancales, de mayor o menor extensión, aunque por lo general
los suficientemente amplias como para montar en ellas cómodamente un puesto.
Había sido invitado por mi buen
amigo Juan Cumbres a “dar unos puestos” por allí, y elegí para “el puesto de
luz” una de aquellas terrazas que estaba a media ladera por la parte que iba a
caer a la desembocadura de “La Ribera”, ya que, por ser la parte más afable,
por ella ascendí en su busca de mi “puesto”. Desde ella se dominaba sólo la
parte final del pantano que, a manera de un gran río remansado y encajonado
entre montañas, daba la impresión de ser una ría que penetraba en la tierra
como un estilete. Ni que decir tengo que, para el tal puesto, llevaba al enano
de Villar del Rey.
Como digo el lugar elegido para
ubicar el tollo era una especie de amplio bancal a media ladera, por lo que, a
su vez, era un impresionante balcón desde el que se divisaba toda la dehesa y
parte del pantano, que no todo, ya que, como haciendo una curva de ballesta, se
escondía a la vista, ya hasta el muro de contención, tras las montañas que por
doquier de alzaban en su entorno en dirección a Cazalla, a cuyo término municipal
pertenecía el tal pantano.
El Chepa, como era costumbre en
él, tan pronto como se vio despojado de la sayuela y con su dueño y señor
emboscado en el tollo, intentó salir de reclamo de cañón, pero no tardé en darme
cuenta que, como atemorizado, siempre se quedaba en una fallida intentona, pues
con los reclamos como ahogados en la garganta, no terminaba de romper. Y así
una y otra y otra vez, hasta que definitivamente y un tanto inquieto y nervioso,
se puso a “alambrear”.
-¿Santo Dios, qué es lo que le
pasa a éste hoy?.- Debí decir para mis adentros, totalmente sorprendido y sin
dejar de mirarlo y “remilarlo” a través de la tronera con verdadero estupor.
Lo primero que se me vino a la
cabeza fue que, más o menos cercano al pulpitillo y camuflado entre la maleza, debía
merodear algún “bichejo”, y que, tal vez, fuera totalmente inofensivo, sabiendo
la poca gracia que le hacían a este trovador cualquier visita, fuera quien
fuera y del tipo que fuera, estando él entronizado en el pulpitillo. Insistí, intentando
ver a través de la tronera el posible e inoportuno visitador, y volví a
agudizar las pupilas al máximo, metiendo los ojos hasta por el más mínimo
espacio libre que me ofrecía el tupido monte que rodeaba la plaza. Pero que si
quieres arroz Catalina. Por allí no se veía moverse ni una humilde lagartija.
Aguanté, no obstante, un “ratejo” más, pero el caprichoso Reclamo, no desistía
de aquella su actitud de temor y nerviosismo, bien “alambreando” o, sencilla y simplemente,
mirando desconfiado y receloso para uno y otro lado, dando, a su vez, la
sensación que estaba a punto de cagarse las patas abajo.
Agotada mi paciencia, me
incorporé de mi silletín y de pie en el tollo, seguí buscando el posible
visitador – pues estaba en la total certeza que debía ser esa y sólo esa la
causa de aquella extraña actitud del enano
saltarín – y ahora, teniendo más amplios horizontes que los que me ofreciera la
tronera, no sólo en torno al pulpitillo, sino a ambos lados del tollo e, incluso,
hasta por atrás. Incluso oteé el cielo en todas direcciones, por si el
visitante, como bien podía ser un águila o cualquier otra rapaz, caracoleaba
ingrávido en el aire, teniendo en el punto de mira al enjaulado. Pero, de nuevo,
ni por aquí, ni por allá, ni por acullá, no pude ver ni una puta lagartija por
tierra, ni un simple aguilucho por el aire. ¿Qué le podía pasar entonces al
fenomenal campeón, convertido de repente y de forma tan sorprendente y
misteriosa en el más despreciable de los maulas, cosa que resultaba aún más inexplicable,
estando cantando las campesinas por todos y cada uno de los puntos cardinales
del Cabril, cerro en el que nos encontrábamos….?
Sumido en aquel misterio, me debí
encoger de hombros como vencido y me volví a sentar en el silletín, con la paciencia
del Santo Job, esperanzado que se despejara aquel misterio de un momento a
otro. Pero pasaban y pasaban los minutos, y el misterio no sólo que no se
despejaba, sino que se agravaba. Y, entre tanto, las perdices del campo seguían
cantando y el muy maula del Chepa sin abrir el pico y sin dejar de mirar
taimado y receloso para uno y otro lado, si es que no “alambreando” como si
fuera una máquina a la que le hubieran dado cuerda por vida, al tiempo que se le
podía ver de forma manifiesta que en su actitud demostraba tener más miedo que
vergüenza.
La paciencia del Santo Job, con
el transcurrir de los minutos, fue muriendo paulatinamente en mí, a modo y manera
de pabilo de candil que, poco a poco, se está quedando sin aceite, hasta que,
no pudiendo aguantar ni un segundo más, di por concluido el “puesto” bastante
antes que estos “puestos” de mañana, en condiciones normales, suelen terminar.
Tenía pues mucho tiempo por
delante, para volver al cortijo, donde seguramente me esperaba mi gran amigo
Juan Cumbres con los brazos abiertos, para estrecharme en ellos amigablemente,
felicitándome por el magnífico “puesto” que terminaba de dar, llevando como
llevaba tan fenomenal Reclamo. Temiendo, muy por el contrario, que la decepción
que me había pillado, me llameara en la cara con tal evidencia, que el bueno de
mi anfitrión me la notara ya a distancia, y que lógicamente se me sumara a
sufrirla conmigo, pensé sentarme tranquilamente sobre el lomo de un peñasco que
allí sobresalía entre el monte, esperanzado en que amainara mi cabreo, mientras
que contemplaba la majestuosa panorámica que aquel balcón le ofrecía a mis
ojos, con aquellas soberbias lontananzas de impresionantes oleajes montañosos
como queriéndose unir al inmaculado azul de cielo, allá por donde intuía que el
pantano se debía perder por las bravías Sierras de Cazalla.
En aquel mi éxtasis me
encontraba, cuando, al recoger la vista de una forma totalmente fortuita y
caprichosa, hacia los charcos, de muy someras aguas, que había en la margen derecha
de La Ribera a sólo unos metros de su desembocadura, y que se extendían en la
misma base del Cabril y en vertical a la terraza en la que estaba el tollo,
pude ver en ellos una cigüeña espejeando su blancura al sol, la que, seguramente,
– me vino con toda urgencia a la cabeza – había dado con un buen mato de ranas,
y sin dejar de dar, pacientemente, un pasito hacia adelante y otro hacia atrás
en su acecho y captura de los tales anfibios, se debía estar poniendo como kiko.
No lo dudé ni un solo instante.
-¡Por fin.- Debí gritar de
súbito, desfogando aquella mi “cabreante” decepción.- he dado con el capricho
que ha movido a mi tan caprichoso enano a darme “la misteriosa mocholá” que me
termina de endosar “dando el puesto”.
Y es que al margen de caprichos y
demás zarandajas, aquella zancuda ave de luminosa blancura y de descarado y afilado
pico rojo, siendo ya de por sí una gigante entre las aves gigantes, se hacía
realmente imponente, si es que no un tanto sospechosa, agigantando su estampa,
al contraste de la blancura de sus plumas y largo pico rojo con la lujuriosa verdura
de la hierba que en torno a las charcas crecía.
¡Como para ponerse a cantar
estaba El Chepa, teniendo ante la vista, aunque no demasiado cerca, aquel bulto
sospechoso, vestido de inmaculado blanco, con aquella patas más largas que un
día sin pan y con aquel pedazo de pico al rojo vivo….! ¡Y es que aquella
destartalada y gigantesca ave, con aquel tan larguirucho y afilado pico que,
por su color, daba la sensación de estar ensangrentado, y aquellas kilométricas
patas, que ni los zancos de un payaso de circo, muy capaz era de darle un susto
al miedo, y aún más en aquella inmensa soledad de la Sierra!
©José Fernando Titos Alfaro
Nº
Expediente: SE-1091 -12