La mala conciencia
Decir que Rafael
Chirbes maneja con excelencia el lenguaje es desmerecerlo: En
la orilla es un
ejercicio de vivisección sociohistórica y espeleología moral, en el que la
consistencia de una prosa a ratos onettiana engulle a los lectores como la
arena movediza del territorio pantanoso que forma parte del escenario de la
historia: obra abandonada, luz que duele, materia orgánica que huele a podrido.
El paisaje de esta novela opera como correlato de una generación que renunció a
los sueños en favor de la voracidad. Chirbes escribe a través de un narrador
cuya desesperanza y mala conciencia reflejan su doble condición de víctima y
verdugo. La mala conciencia es el estigma de esos españoles que hoy rondan los
setenta años y que quizá se preguntan qué pudieron hacer y no hicieron. O al
revés. Chirbes no habla de la maldad como abstracción —no huye: el horror está
aquí mismo— y define un punto de vista moral que se remata en un actualizado ubi
sunta la manera de Las coplas a la muerte de su padre. El paisaje es la Historia cristalizada
en la naturaleza y, a su vez, cada personaje es la concreción en un cuerpo de
la Historia. Este es el libro de una sociedad que, como la carne, se corrompe,
agoniza y muere; la de un individuo que no puede entenderse más allá de la
comunidad que lo construye: la de la utopía, convertida en distopía, del “todos
ricos” de Felipe González, la de lo light —pensamiento y mayonesa— y
la veladura interesada de violencia y desigualdad.
La pobreza se opone a
la voracidad expresada a través de sus metáforas: comida, sexo, dinero... Uno
es lo que come, pero también dónde y con quién lo come, porque la esencia no
basta y, entre lo hortera y lo glamuroso, lo ostentoso y lo estentóreo, es
necesario exhibir y a la vez camuflar la sangre de los mataderos con la
limpieza hipócrita de una pechuga envuelta en papel film. Las representaciones
de En la orillaremiten a un imaginario barroco —los humanos
rebañan calaveras de animales—, reactivado en la iconografía de Soutine o
Bacon, que resulta pertinente en una novela escatológica y materialista. Un
bodegón. Principio y fin, amor y muerte, el alimento y lo fecal, ejemplifican
un materialismo casi sacralizado. En la orilla podría ser un título de connotación
religiosa: límite que se traspasa o se confunde, trascendencia y labilidad,
canción de misa. El sentido del humor de Chirbes es sutil. Como su ternura: los
perros abandonados, atropellados, torturados son también el calor que se
transmite a las yemas, afecto y vulnerabilidad. La dependencia como palabra
clave de este relato.
El sustrato literario
y político que desencadena la escritura de Chirbes no descansa en la ética
socialdemócrata de las buenas palabras. El retrato de las relaciones
familiares, afectivas y laborales, como manifestaciones de la corrupción social
y del absurdo inmanente al hecho de existir; el desmantelamiento de una
carpintería contado desde la voz de un patrón que se niega a que sus
asalariados le echen en cara sus cuentos de la lechera, pese a todo su
pesimismo, no configuran un relato escéptico: no se toma la palabra para
ejercer una catarsis, sino para sacar la desolación a la plaza pública y que
esa desolación sea un acto. Chirbes se inscribe en la olvidada estética de los
Max Aub del mundo y comparte, de algún modo, el marxismo, poético y cruel, de los
que vivieron la guerra en primera persona: generación de la derrota y la bilis,
pero también de esa lucidez del aguafiestas que tanto incomoda a los de las
burbujas y la pechuga envuelta en papel film. La de los sofisticados catadores
de vinos. La lucidez del aguafiestas se clava como astilla en la córnea del
lector que busque amabilidades en la literatura. Esta lectura no es amable,
sino imprescindible.
MARTA SANZ
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