El Chepa
Un Reclamo de Perdiz de Capricho
y Caprichoso
Segunda parte.-
Hecha pues la presentación del "personaje"
que nos proponemos biografíar, comencemos esta historia, yéndonos a sus
orígenes y a todas las casuales circunstancias que hubieron de converger, para
que este tan excepcional Reclamo llegara a mi poder.
Me habían despertado, muy de
madrugada aún, los rabiosos y pertinaces vagidos de un bebé que, aunque un tanto
opacos, llegaban, terriblemente molestos, a mis oídos desde el piso que se
encontraba, exactamente debajo de mío.
Intentando coger como fuera, el
siempre tan dulce y plácido sueño que llaman de conciencias tranquilas, me tiré
largo rato procurando ignorarlos, bien arropándome herméticamente la cabeza
bajo las sábanas, o bien divagando a mis anchas con alguno de mis muchas
quijotescas fantasías, engarzadas en mis sienes. Pero...¡qué va!, por más que lo intentaba, aún más y más perseguía a
mis oídos aquel obstinado y rabioso llanto del bebé, y, consecuentemente, más y
más se despabilaba mi perseguido sueño.
A través de las cortinas del
ventanal y con un ojo semiabierto y el otro semicerrado, pude intuir, que no
ver, que, más o menos, las del alba serían. Viéndome pues que, cada vez, me
encontraba más distanciado de los anhelados brazos de Morfeo, le metí el codo,
con cierto tacto y disimulo, a mi adorable esposa, con la intención de
comprobar, si bien
sólo en primera instancia, si se
encontraba tan despabilada como yo, por aquel tan contumaz llanto. Y, en
efecto, la pobre también se encontraba en la misma situación que yo, y así le dije,
un tanto irónico, que si no le extrañaba que, después del muy largo rato que
aquella criaturita llevaba llorando con los "reaños" que lo
hacía, no hubiera explotado ya como un "ciquitraque".
-¡Angelito mío!.- Suspiró maternalmente mi esposa.-
Seguramente, que debe dolerle la
barriguita o, tal vez, los oídos, y como los pobrecitos no saben decir lo que
les pasa, pues... La madre, pobre mujer, debe estar desesperada.
-¿Y por qué no acude al médico...? Ya es demasiado tiempo el que el
pequeñín lleva llorando.
-El marido.- Quiso excusarla mi esposa.- es visitador médico, y,
seguramente, debe encontrarse viajando como casi siempre, y ella, encontrándose
sola, tal vez no sepa bien lo qué hacer.
No supe que contestarle, así que,
de momento, quedé en silencio y un tanto pensativo. Reaccioné de pronto, no obstante,
y le salí diciendo, totalmente decidido además, que por qué no bajaba y le
decía que nosotros, si así lo quería, estábamos dispuestos a coger nuestro
coche y acercarla al Hospital Infantil o adonde ella quisiera, para ver qué es
lo que le podía pasar a aquella pobre criaturita.
Y mi querida esposa, que tan
buena samaritana fue siempre para todo y para todos, no se lo pensó dos veces
seguidas, así que se tiró rápidamente fuera de la cama y hacia allá endilgó como
la que va a apagar un fuego. Me dio la sensación que esperaba aquella mi
invitación como un “santo advenimiento”.
Sólo unos minutos después, me
encontraba convertido en circunstancial taxista por las calles de Sevilla, en
dirección al Hospital Infantil, con dos mujeres y un bebé a bordo. Tan pronto
como el llorón estuvo en manos del Pediatra, todo quedó solucionado, en sólo
breves instantes y sin el menor problema. La barriguita del bebé, al quedar
como fuelle de acordeón, después de que el médico se la apretara entre sus dedos,
fue síntoma más que suficiente, para que el doctor diagnosticara,
inequívocamente, la enfermedad que padecía el chiquitín y que tanto llanto le
producía. El bebé, por la atroz hambre que padecía, estaba desnutrido. Los
pechos de la madre, por lo visto, eran como un venero, prácticamente, agotado,
por lo que apenas si podían fluir de ellos unas gotas de leche. Bastó pues un
templado biberón a tope, para que el hambriento llorón quedara transpuesto en
el quinto cielo, soñando con los angelitos, en el más dulce y grato sueño, después
de que, claro está, el biberón pasara a mejor vida.
Un sencillo y humanitario acto
éste de mi esposa y mío de buena vecindad y que, por obvio y natural, no tenía
gran importancia para emotivas loas, y aún menos si es que confesamos – que
todo hay que decirlo, para que el Demonio no se ría de la mentira – que también
fuimos empujados en gran medida a tal obra de caridad, pensando en nosotros mismos,
ya que había que descansar, para estar en forma para el trabajo que nos
esperaba apenas comenzara a echar a andar la ya inminente mañana. Sin embargo,
para el abuelo paterno, en especial, aquello fue algo así como un inefable acto
de heroísmo, que no había con qué pagarlo, ni cómo agradecerlo.
Vivía este agradecido y buen
hombre en Badajoz, donde tenía una muy prestigiosa e importante pajarería, y
casi todos los fines de semana, solía acudir, junto a su esposa, a Sevilla, para
pasarlos en feliz compañía de su único hijo, el padre del llorón, y, por
supuesto, de su nuera y - ¿y cómo no?
del mismo llorón, su nietecito. Y así, el inmediato Sábado al hecho de marras,
tan pronto como la nuera le contara el detalle de los buenos samaritanos del “quinto”,
al buen hombre le faltó tiempo para subir a nuestro piso, para agradecernos,
con el corazón en los labios, lo que, en ausencia de su hijo, habíamos tenido a
bien a hacer con su entrañable nieto.
Vicente Rastrojo, que así se
llamaba este tan agradecido extremeño pacense - que Dios tenga en su Santa Gloria – con el distinguido porte de
todo un caballero a la antigua usanza, me dijo tan pronto aparecí, a la llamada
del timbre, al otro lado de la puerta.
-¿Da usted su permiso, señor? Soy el abuelo paterno del pequeñín
que, el otro día, llevó usted al hospital de madrugada.- Y se me presentó,
tendiéndome la mano, al tiempo que me hacía una caballerosa reverencia, desmontándose
respetuosamente el sombrero levemente.-
Vengo expresamente a expresarle
mi más sentida y sincera gratitud.
-Pase, pase usted.- Le respondí en tono amistoso y como queriéndole
quitar importancia a la cosa.- Lo más natural del mundo entre buenos vecinos,
¿no cree? Ellos también lo hubieran hecho con nosotros. Estoy completamente
seguro de ello.
El muy agradecido abuelo, siempre
en su actitud de todo un cortés caballero de los de aquellos otrora, a la par
que me seguía hacia el salón, no dejaba de repetirme su agradecimiento, y, de
pronto, al ver un muy vivaracho canario que tenía en una dorada y artística
jaula circular, ocupando la dorada circunferencia en que terminaba la peana,
que le servía de colgadero, me preguntó que si era aficionado a tan bonitos y
canoros pajarines, y yo, entre un sí y un no, me limité a encogerme de hombros,
como queriéndole decir que ni fu ni fa. Que si me hubiera dicho.- Se me ocurrió
añadir con toda espontaneidad.- que si mi afición iba por lo de los pájaros de
perdiz, la historia ya cambiaba como de la noche al día.
-¡Hombre.-Exclamó tan sorprendido como amigablemente.- ¿con que usted es aficionado “al pájaro”...? Yo también lo soy,
y desde toda mi vida prácticamente. No sé si sabrá usted que tengo una muy
importante pajarería en Badajoz, en la que, además de los pájaros más exóticos,
venidos de los países más remotos, tenemos toda clase de pajarillos canoros del
país, así como sus respectivos alimentos y medicamentos. Por descontado, que
también perdigones para el reclamo. Cuente con uno de ellos como regalo.
Jamás se me podía haber hecho un
ofrecimiento más gratificante y que más me ilusionara, así que los ojos se me debieron
poner como platos.
Y, en efecto, al Sábado siguiente
- por cierto, que a punto de abrirse la veda ya de la tan bella y sugestiva
caza de la perdiz con Reclamo - se me presentó aquel tan cortés caballero, Don
Vicente Rastrojo, con su prometido presente, jaula y sayuela incluidas. Se
trataba, efectivamente, de un pollo del año, del que, entre otras muchas cosas,
me dijo que, aunque algo díscolo y hasta un tanto desagradecido y descastado, y
que, como bien podría ver por mis propios ojos, siendo también tan poca cosa en
cuanto a su físico, sin embargo, le había venido observando en la tienda, y difícilmente
no estaba “con el hacha levantada” y dispuesto a plantarle cara hasta al
mismo Satanás que, escapado de las llamas de los infiernos, allí se le hubiera
presentado. Que era de un bonito pueblo, cercano a Badajoz, llamado Villar del Rey,
donde entró en un lote de cinco, que le comprara a un pastor, que los capturara
a finales de Julio, siendo aún como “totovías”, por aquellos pastizales,
mientras pastoreaba, y que tuvo que terminar de criar en el corral de casa en
una especie de gallinero de tela metálica.
Los tres tramos de escalera que
separaban el cuarto piso, hogar de su hijo y adonde bajé a recogerlo, del
quinto, mi piso, me los subí de dos zancadas, pues iba con mi pájaro de
perdiz más alegre y saltarín que
un gitanillo con unas alpargatas nuevas.
Llevaba clavado en las sienes, no
obstante, aquello que me dijera el muy cortés caballero, Don Vicente Rastrojo,
su amo, de que el pollo era "algo
díscolo y como desagradecido y descastado", si no tanto aquello otro
de su poca presencia física. Todo ello hizo que, en un conjunto, me hiciera sospechar
del liliputiense jorobado, pero no pasó de ser como una especie de desdibujado
garabato, que se me borró tan pronto me viniera a la cabeza, a su vez, aquello
otro "del hacha levantada y de su
valiente actitud ante el mismo Demonio que se le presentara escapado de las
llamas del infierno”, además de que bien sabía yo que, si aquello de su nerviosismo
y poca afabilidad, sin ser nunca cosa de mi agrado, jamás pudieron ser algo
definitivo, para impedir que un pollo llegara a ser un gran campeón, al margen
de aquello otro de las bellezas físicas, sabiendo además que, con recuencia,
estas sólo son tapaderas más falsas que el mismo Judas, por encubrir, hipócrita
y cínicamente, a los que, teniéndolas, sólo son despreciables maulas, por no
decir aquello otro "de sepulcros
blanqueados", que dijo Cristo en cierta ocasión, ante unos individuos,
al carecer de lo que sólo puede estar en lo más profundo del corazón, como es
el honor, la honradez, la generosidad, la laboriosidad, la responsabilidad y el
cumplir siempre con el deber con el entusiasmo que mandan los santos cánones.
©José Fernando Titos Alfaro
Nº Expediente: SE-1091 -12
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