El Chepa
Un Reclamo de Perdiz de
Capricho y Caprichoso 13
Capitulo 17
El excepcional como
generosísimo puesto de “los monjes”, que allá en La Tebaida me
diera el que ya era toda “su señoría”, El señor jorobado de
Villar del Rey, no tardó de correr por el pueblo como reguero de
pólvora ante la admiración de muchos y ante la envidia de otros
tantos, si es que no bastantes más. Con la misma rapidez, aunque ya
en una actitud muy distinta, también corrió por el pueblo a los
pocos días, otro de mis “puestos”, pero como el reverso de la
moneda al que fuera el de “los monjes”. La mayoría de los
pajareros, como puestos previamente de acuerdo, comentaron que si El
Chepa se había escapado de tan trágico accidente, sólo había
sido, sencilla y simplemente, porque aún no tenía sus días
cumplidos. Algunos sin embargo, con ese sentimiento y espontaneidad
con que se suelen expresar en las desgracias los que se consideran
buenos amigos, se limitaron a afirmar que el soberbio reclamo que era
El Chepa, además de haber nacido con la buena estrella de ser “el
fuera-serie” que era, la diosa “Fortuna”, necesariamente, tenía
que protegerlo de forma especial, no permitiendo que se fuera al otro
barrio por un desafortunado y fortuito desaguisado así porque sí.
Yo, de todas maneras y
sin ponerme al lado del uno ni del otro bando, me voy a limitar a
contar lo que acaeció, tal cual.
Por vayan ustedes a saber
ahora qué urgente e ineludible arreglo de papelotes en eso de la
burocracia, ese Sábado no pude salir al campo con mis reclamos por
la mañana, pero sí lo pude hacer por la tarde, si bien arreando que
es tarde, pues fui a terminar con aquellas burócratas cumplimientos
con la hora del puesto pisándome los talones.
Para ganar tiempo, a la
vez que almorzaba, (por cierto, que tragando como los pavos) le pedí
a mi secretaria pajarera, mi entrañable hijita Pepita Adoración,
que me fuera encapillando al Chepa y poniéndole la esterilla a la
jaula.
Menester este que ella, a
pesar de sus pocos años aún, hacía como toda una consumada
maestra, pues desde que el pájaro, tomando el sol allá en la
terraza del piso, pusiera de manifiesto, de forma tan manifiesta como
sorprendente, la enorme simpatía que sentía por aquella tan
angelical chiquilla, ella era la que, bien en mis brazos, bien de la
mano o bien por ella misma, conforme se iba haciendo mayorcita, le
echaba de comer, le reponía el bebedero e, incluso, le ponía la
sayuela y la esterilla al muy caprichoso Reclamo, una vez que me
decidía sacarlo a dar el puesto.
Pues bien, ese día, una
vez en el campo y con todo a punto, vaya sorpresa que me pillé, al
quitarle la sayuela a la jaula, pues vi que el que en ella aparecía,
en vez del Chepa, era El Tarta, que, por cierto, por esos entonces,
ya estaba un tanto subido de tono en esos de los edad, encontrándose
en los mismos umbrales de la senectud y, por lo tanto, con la
jubilación llamando a la puerta. La cosa, sin embargo, no pasó, en
un principio, de una pequeña contrariedad, pues además de que una
equivocación la tiene cualquiera, tampoco, en esta ocasión, era tan
grave como para tener que apechar con unas consecuencias tan
descomunales como para tener que darse un chocazo contra uno de los
peñascos, que por allí había. Más aún y por el contrario,
después de lo que sucediera
en aquel tan siniestro
puesto, cuánto agradecería aquel tan providencial error de mi
angelical y primorosa hija, ya que fue como la mano salvadora y
providencial, para el que tanto cariño y simpatía le había tomado,
desde el primer instante en que la conoció.
El Chepa, en efecto, ese
día escapó de la muerte, aunque a costa del pobrecito del Tarta. Y
es que si no exactamente aquello que comentaran mis buenos amigos,
una vez que se
enteraran del accidental
desafuero, acerca de la providencia de la diosa Fortuna, yo preferí
pensar en eso que se dice por ahí de que, a veces, Dios nuestro
Señor, escribe con renglones torcidos.
Total, dejémosnos de más
“palabrerías”, y vengamos al caso.
Aunque algo contrariado
ante aquel inesperado cambio de protagonistas, me vine a conformidad,
pues ya se sabe aquello de que al no haber pan, buenas son tortas.
El Tarta, una vez
desposeído de la sayuela y allá sobre el pulpitillo, no tardó en
salir, como los buenos, buscando guerra con aquellos sus simpáticos
tartajeos, y rápidamente se le puso al aparato el que por su cascado
vozarrón debía ser un “cácarro” de padre y muy señor mío. Y,
en efecto, en sólo unos instantes, pude ver recortarse su figura de
semental en la cúspide de un peñascón que sobresalía entre el
monte a no mucha distancia.
Como con jactanciosa
desvergüenza y un tanto socarrón comenzó a contestar al del
pulpitillo, entrelazando curicheos, pitas y reclamos, pero con tan
manifiesta apatía y falto de expresividad, que ya, desde los
primeros instantes, me pude apercibir que se trataba de un “retracón”
que, como desengañado de la vida, estaba haciendo un papel como por
estricta obligación, que ni remotamente porque lo sintiera en sus
más íntimas entretelas. Era como una fría, inexpresiva e inmóvil
momia.
No dejaba de observarle,
pensando a mi vez, que aquella tan extraña actitud de aquel “peazo
de carne sin bautizar”, debía venir provocada por muchas causas.
Quizás las llamadas que, a lo lejos y en tono de regañina y
amenaza, le hiciera “la parienta”, llamándolo al orden. Tal vez,
que, avezado en mil y una batallas en su ya larga vida, en
circunstancias similares, estaba más que desengañado de aquella
“engañifa” de los pajareros, si es que no, en alguno de sus
muchos celos, viera morir a la que, en esos momentos, era su esposa.
Acaso podía ser también que se tomara a chufla aquel extraño
tartajeo del intruso retador. ¡Vayan ustedes a saber el por qué de
la actitud de aquel “vivo muerto” ante los retos del Tarta!. El
caso era que, fuere por lo que fuere, el muy apático morlaco, ante
aquella su actitud, daba la impresión de estar como clavado con no
sabría decir cuantos tornillos en la cúspide de aquella roca,
porque darle que darle al pico, pero al muy pendón no se le veía la
menor intención de mover una pata y como diciendo a su vez, que a
aquel trapo iba a entrar tu puta abuela, señor Tarta.
No fue tampoco mucho el
tiempo que hubo de pasar, para que el payador del pulpitillo pudiera
darse cuenta que aquel monolito, por inamovible, insulso y falto de
energía, no estaba dispuesto a dar un paso así se lo mandara el
Santo Padre de Roma Y claro, el bueno del Tarta, que tampoco
necesitaba que cualquier eventual contratiempo fuera de los de
excepción, para cerrar la tienda y aquí se acabó la presente
historia por hoy, pues se puso a acicalarse las plumas a la dulce
templanza del pre-primaveral solito, y vaya usted mucho con Dios,
señor cácarro amojonado.
Ante tan insípida y
anodina situación y no viendo solución alguna, yo no tuve otro
remedio sino que optar por imitar a mi pobre Tarta. Así que procuré
buscar la mejor posición en el tollo, para tomar el templado solito
también, a la vez que encauzaba mis ojos como mejor podía por
encima del tollo hacia este o aquel horizonte, para entretenerme
contemplando esta o aquella panorámica de la sierra, cosa que para
un irredento quijote como yo, no quedaba muy mal del todo en tales
circunstancias. Cierto, por otra parte, que sin perder la esperanza
del todo de que algún “campesino o campesina”, pasara más o
menos cercano, y le diera por decir que aquí estoy yo, y El Tarta,
por su parte, le correspondiera respondiéndole que “aquí está
también un servidor, para lo que usted desee”.
Pero no. Lo que nos
despertó al uno y al otro de aquel nuestro apacible y paciente
“dejar-pasar-el-tiempo”, si es que no y a su vez, esperanzados en
algún casual y posible lance, fue un repentino y estruendoso
“chuzazo” que algo o alguien daba contra el pulpitillo, en tanto
un pavoroso como escandaloso picheo del Tarta brotaba de él como
alma que intenta escapar del infierno. Me incorporé repentinamente y
pude ver que un perro garabito y asilvestrado tenía la jaula del
Tarta en el suelo y entre las patas, intentando meter el hocico en
ella con las malas ideas de vendimiarse al inquilino.
Con la velocidad del rayo
y con los nervios en quinta marcha, pude coger la escopeta y lanzar
dos disparos de intimidación al asilvestrado perro, el que con el
rabo entre la patos escapó entre el matorral descompuesto y pegando
alaridos, y eso que no le tiré a dar, pero, que con la urgencia que
exigía el momento, quizás algún plomillo revotado se
dejara sentir en sus
carnes.
Con las mismas, me tiré
fuera del tollo y corrí presuroso a socorrer a mi pobre Tarta que,
como un arrebujo de plumas dislocadas, aparecía en la jaula por allí
tirada entre la maleza del monte. Lo saqué de ella con el tacto y
mimo que requería el deplorable estado en que, ya a primera vista,
se encontraba, y que, una vez en mis manos, no tuve que llegar ni a
la más mínima inspección veterinaria, para ver que, aunque seguía
vivo y muy vivo, una de las alas la tenía partida por las axilas, en
tanto que ambas patas se le zarandeaban como colganderos cencerros.
Lo acomodé lo mejor que
pude en el morral, para el camino de vuelta, con la idea de, tan
pronto llegara a casa, dejarlo lo más cómodamente posible sobre la
mullida arena en uno de los terreros, sobre la que, por cierto -
¡pobrecito mio! – quedaría sin inmutarse y tal cual lo dejara. El
pobre animal si se movió. Al día siguiente, tan pronto me eché
fuera de la cama, me fui directamente a echarle un vistazo, y me
encontré con lo que yo ya me tenía más que tragado ya desde el
momento en que lo sacara de la jaula y lo viera hecho un muñeco del
pim,pam,pum, con los huesos destrozados. Aún estaba caliente, pero
ya cadáver y exactamente en la misma posición en que yo lo dejara
al anochecer del día de autos.
Aunque yo, en vida, lo
calificara, como a su compañero El Dulcineo del Pedroso, de
“vaquilla de media obrá”, la verdad era que si no se presentaba
el siempre tan imprevisto contratiempo que con tanta frecuencia se
suele presentar en esta modalidad cinegética, su comportamiento era
el de todo un “toro" de “obrá completa”, que nada de aquello
otro de “vaquilla de media obrá” por lo que, fue en ese momento,
cuando me apercibiera que mi calificación pecaba, sin duda alguna,
de injusta.
¡Qué cariñoso y
agradecido fue siempre el bueno del Tarta!
¡Cuánto me afectó
aquel inexplicable accidente!
Sin embargo, bendita equivocación la
de aquella angelical hija mía, pues si, en vez del errado sustituto,
hubiera sido El Chepa el muerto, el que en estos momentos está
escribiendo, cuanto menos, tendría por todo el cuerpo “las siete
cosas”. Y es que hay que reconocer que los pajareros somos egoistas
en grado sumo, si es que no exigentes de forma descompasada.
Si alguno de mis muy
pacientes y estimados lectores no sabe qué es esto de "las
siete cosas", que solemos decir los andaluces, le diré que se
trata de un dolor, bastante más lacerante y peligroso, que un
torazón o que aquel famoso dolor "miserere" que decían
nuestros abuelos.
©José Fernando Titos
Alfaro
Nº Expediente: SE-1091 -12
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