Y después…
Decía Enrique Heine del autor de Hugonotes y La Africana: "La
inmortalidad de Meyerbeer durará dos o tres años después de su muerte."
Y si el agudo satírico casi acertó, quien le parodiase, aplicando la frase
mordaz a Ayala, habría acertado sin casi. No fueron, ciertamente, inmarcesibles
lauros las hojas de las coronas llevadas al entierro reseñado en el capítulo anterior.
No lo fueron, no. Flores de
pétalos livianos que el viento pronto arranca; hojarasca que el sol reseca y en
polvo se convierte. 0 mejor, ratos artificiales de trapo y papel que la lluvia destiñe,
arruga, pudre. Así fueron, sin duda, las coronas depositadas sobre la tumba de
Ayala.
Y también fueron así los elogios
que se le dedicaron con motivo de su muerte.
Corta resonancia tuvieron y no tuvieron
eco ninguno. Apenas si muerto y sepultado aquel hombre, que con su fama
literaria y política llenaba la nación, volvió a hablarse de él. Tal cual voz
por compromiso obligado. Al tomar posesión sus sucesores del sillón
presidencial del Congreso y del puesto en la Academia de la Lengua. Alguna otra
a esfuerzos de la amistad y el compadrazgo. Como cuando Cañete, Tamayo y
Catalina coleccionaron sus obras o Cánovas en el prólogo de la serie "Autores
dramáticos contemporáneos" le recordó. Luego, ni una palabra,
nunca jamás.
Si acaso algún viejo
parlamentario dice aún que el discurso de Ayala a la muerte de la Reina
Mercedes fué magnífico. Y con ello se logra que el parlamentario novel, si lo
busca en los tomos atrasados del Diario
de Sesiones, se llene de polvo y de desilusión. También algún espíritu
revolucionario, lanzado a examinar el origen de la "Gloriosa", lee el manifiesto de Cádiz. Extrañado ese
investigador de que los generales que lo firman fuesen tan cursis, sigue
investigando, halla que lo escribió Ayala y se ríe de él.
Eso en política, que en
literatura... No se han vuelto á representar las obras de Ayala. Y más ha
valido así, pues caso de representarse padecería la integridad del local de
espectáculos en que tan arriesgado experimento se realizara. Sólo se representa
de Ayala hoy la adaptación de El alcalde de Zalamea, y esto, no
porque en Ayala resucitase Calderón, sino porque Calderón no puede morir ni
acometido por Ayala. La inmortalidad del creador de Pedro Crespo sí que es
verdadera.
Pero no mezclemos más al figurón
con la figura. Dejemos a Calderón en su estatua de la plaza de Santa Ana,
asombrado de que lo primero que vio fué el paso del entierro de Ayala. Y
dejemos a Ayala en su olvidada sepultura de la Sacramental de San Justo. Pero
no sin remarcar la lección que aquí se encierra. Quedan las figuras perpetuadas
en bronce y mármol y más perpetuadas aún en la memoria de las generaciones,
mientras los figurones pasan hacia el olvido. ¡Como debe ser! Pues
sería demasiado que, además, quedase su recuerdo.
No; a Ayala únicamente hay que
recordarle por su habilidad para simultanear dos actuaciones, apoyándose en una
como escala de la otra, y viceversa, y por su desaprensión, que le llevara a
medrar en todos los regímenes. Así es el modo de que merece ser recordado y así
se le recuerda en esta biografía para hacer ver el antecedente de nuestros
presentes "duplicados" y "enchufistas", a los que se
pudiera creer de generación espontánea.
Y no hay tal. Ayala es su padre.
Como hijos, y aun como hijos que han heredado, deben respetarle. Los otros solamente
debemos burlarnos de él y de ellos visto está lo que ha restado del uno y cabe
verse lo que restará de los otros.
Pulvis, cinis, nihil. ¡No faltaba más!
Fin
Luís de Oteyza
Vidas Españolas e Hispano-Americanas
del Siglo XIX
Madrid, 1932
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