Nuestro
traslado a Sevilla capital 9
Tenía
la total convicción, que no la premonición, de que en Sevilla, como
en cierta ocasión le oyera comentar al muy castizo y sin par Don
Paco, me sentiría como un perdigón que, recién capturado en el
campo, se ve encarcelado en una jaula.
El
enloquecido ajetreo de las grandes urbes, así como su
deshumanización y su paradójica soledad dentro del ensordecedor
bullicio de sus muchos automóviles y habitantes, siempre me impuso
una aterradora repulsa, y yo pensaba que si para mí, predestinado
como todo ser humano a vivir en sociedad, más o menos, masificada,
la cosa tomaba tal cariz, qué no le podría suponer a mi Diana,
siendo una máquina de las de a mil revoluciones por segundo y cuyo
sino era desenvolverse en los espacios más asilvestrado y libres,
eso de verse también como encarcelada en los muy escasos metros de
la terraza de un piso y sin horizontes, si es que no eran los que le
podían ofrecer los abundantes y gigantescos paralelepípedos de
acero, hormigón y cristal que, obviamente, eran los únicos que se
le podían ofrecer a sus ojos, en tanto que a sus oídos no podía
llegar otra serenata sino la del monótono y exasperante roncar de
los motores de los coches, si es que no la de los tétricos aullidos
de las sirenas de las ambulancias.
Intentando
dulcificar en lo posible, lo que sin duda alguna debería ser un
terrible y constante martirio para un animal, que había nacido para
derrochar energía en total libertad y en campos abiertos, y al que
yo, por otra parte, tanto afecto le tenía, llegué a pensar que, al
estar compartiendo la terraza con mis perdigones, oyendo sus camperos
"reclamos",
"cuchicheos"
y "piñoneos",
en algo, al menos, podría verse paliado este su permanente martirio.
Soñé también - y estos mis sueños ya tenían bastante más
fundamento - que, al encontrarse el encantador y extenso Parque de
Los Príncipes, exactamente frente a la mastodóntica construcción
en la que se encontraba nuestro nuevo hogar y que, para llegar a tan
amplio y bucólico espacio, sólo había que cruzar la calle "Santa
Fe",
teniéndolo así allí al alcance de la mano, y asimismo poder gozar
de él y en él como en un esparcimiento campero, aunque obviamente,
con alguna que otra limitación.
El
caso fue que esto de "alguna
que otra limitación",
que yo sabía que debía tener, no quedó en "alguna
que otra",
sino en muchas, pues al haber en él bandadas y más bandadas de
palomas, bastantes mirlos también e, incluso, algunas colleras de
tórtolas turcas, aparte de las diferentes especies de ánades, que
convivían en el bello islote, al que abrazaba un bonito lago
circular, fue algo que nos condicionó en mucho nuestros recreos,
pues la perra, provocada irresistiblemente por las tales aves, ya
desde la misma entrada, se ponía en vibrante tensión y aún en más
incontenible tentación, ¿y quién era el guapo que, en tales
circunstancias, desenganchaba a la perra del collar y la dejaba
esparcirse a sus anchas....? Pero bueno, "al
no haber pan, buenas eran tortas",
y he de confesar que, dentro de nuestras prohibiciones, no nos lo
pasábamos muy mal del todo, los ratos que a él nos podíamos
escapar.
La
plaza escolar que pude elegir, ya que fui de las últimas que se
ofrecían, y me vi forzado a elegir la de Colegio, recién
construido, pero que se encontraba como en medio del campo, allá por
el famoso Cortijo del Cuarto y más cerca del pueblo de Bellavista
que de la misma Sevilla.
Teniendo
pues tanto terreno por delante, se pudieron permitir incluso el gran
lujo, - tan difícil lujo este, por otra parte, en las superpobladas
urbes - de un muy espacioso patio de recreo, que lo circundaba por
los cuatro puntos cardinales, con el adorno además de frondosos
árboles y arbustos, guardando cierta estética, y un vallado, por
descontado, con una artística y típica verja de la famosa forja
trianera. El Colegio tenía el nombre de un rey moro que, a su vez,
fuera gran poeta y fuente de leyendas, sobre amores y desamores, que
reinara en Ishbiliya (Sevilla) allá por el l086, que se llamó
Almotamid.
Estaba
lejos de casa, ciertamente que sí, pero tan inesperados y campestres
espacios se nos ofrecían con toda generosidad, y no sólo en cuanto
a la libertad de movimientos, sino también en cuanto al tiempo, que
nos pudiera ofrecer el Parque, para poder esparcirnos en nuestro
destierro. No nos esperábamos aquel regalo, que nos encontramos sin
comerlo ni beberlo, por lo que, en un principio, lo de tener que
elegir, casi "a
la trágala",
un Colegio tan distanciado de casa, fue algo que, en un principio,
acepté con un mohín de “mala
jeta”,
pues, en esos momentos, ni sospechar podía que el tal Colegio estaba
prácticamente en mitad del campo. Cuando fui a conocerlo, fue cuando
realmente me pude dar cuenta de aquello que se dice de que,
efectivamente, Dios, a veces, escribe con renglones torcidos.
Ya
todo era cuestión de ganarse la amistad y la simpatía de Julia, la
portera, a la que tan sólo me bastó apuntarle mis intenciones a
cerca de la perra, para que la buena mujer se me ofreciera, cordial y
amablemente servicial, no sólo para echarle el ojo, que yo le
pidiera, durante las horas que yo estuviera dando mis clases,
teniendo ella por suyos todos aquellos amplios y deliciosos espacios,
sino los dos, si es que me decidía a dejarla allí como en su
permanente residencia. Y así sería, si bien para este mi segunda
aspiración, me mostré un tanto reacio en un principio, temiéndome
que, a pesar del sincero ofrecimiento de la buena de Julia para
echarle los dos ojos, que no sólo uno, que me prometiera, por una
parte, y aquella magnifica verja de hierro, por otra, le pudiera
pasar algún lamentable desaguisado, pudiendo ser el peor de todos el
que me la "birlaran",
por lo que para decidirme a ello hube de esperar algún tiempo, para
poder conocer durante el cual, los bueyes con los que araba tanto
dentro como en su entorno, conformándonos, de momento, con que, como
mis hijos Rafael José y María del Mar, la perra también tuviera
que
viajar
cada día lectivo al Colegio en "el
Renault 8"
desde El Barrio de los Remedios, donde se encontraba nuestro Piso, a
los descampados allá por el Cortijo del Cuarto y viceversa, una vez
concluida la jornada escolar.
Ya,
el primer día que me presenté en el Colegio con la perra, uno de
los nuevos compañeros, después de quedarse mirándola y remirándola
con ojos de enamorado, se me acercó y me dijo que, por lo visto, yo,
como él, también debía ser una gran amante de la caza.
-Desde
que empecé a echar los dientes.- Me apresuré a contestarle.- allá
en un Cortijo de la comarca de Los Montes Orientales de Granada, en
el que nací y me crié.
-
La perra, desde luego, tiene una estampa que es un verdadero
encanto.- Insistió sin dejar de mirarla.
-
Pues aún lo es más encantadora la estampa que ofrece cazando.- Le
secundé lanzado y sin el menor pudor.
No
hubo tiempo para mucho más, pues el timbre sonó y hubimos de
incorporarnos prestos a nuestras respectivas aulas, sin embargo, este
nuestro primer aunque momentáneo contacto, nos serviría para
iniciar una especial amistad que, al margen de nuestro compañerismo
profesional, iría tomando, día tras día, más y más fuerza, y
siempre atizada por nuestras confidencias sobre nuestros más
emocionantes lances y anécdotas de apasionados cazadores.
En
una de estas nuestras apasionantes charlas, salió a colación la
soberbia "Beretta
superpuesta del doce"
que yo tenía, fabricada con auténticos aceros de “Brescia”,
y que un buen amigo mío me consiguiera en la misma Italia. Mi
compañero entonces, tal vez un tanto picado por mis alabanzas acerca
de mi escopeta, también me hizo su particular panegírico sobre su
"Larrañaga",
paralela, recta como un junco, mocha, de pletinas corridas y también
del doce, pero que su verdadero valor estribaba en que, heredada de
su abuelo materno, era de los aceros de antes y casi de pura
artesanía. Yo, siempre “tan
curiosón”
y más tratándose de cosas que, de una o de otra manera, rozaran la
cacería, le dije que me gustaría ver tan magnífica y valiosa joya
del pasado. Que yo, asimismo, metería en el maletero del coche la
mía, para traerla para que la pudiera ver.
Y
allí nos presentamos en el Colegio al día siguiente ya, con
nuestras respectivas escopetas, como dos niños con un juguete nuevo
y relumbrón. Y es aquí adonde yo quería venir, pues nos
encontramos en el pórtico de lo que yo quería contar, realmente, de
mi Diana que, ¿cómo no? tiene como telón de fondo las referidas
escopetas.
Sucedió
pues que, huyendo de curiosos y mirones, que a la sazón no podían
ser otros sino los niños que se encontraban en recreo precisamente,
nos fuimos al más escondido y aislado rincón del espacioso patio
que circundaba totalmente al Colegio, con las escopetas en las manos
y ya desenfundadas, con la idea de disparar al aire, ya que, por otra
parte, nos encontrábamos prácticamente en un amplio y despejado
campo, y así poder comprobar mejor y con mayor exactitud, la bonanza
de cada una de las escopetas. Embebidos por completo en nuestro tema,
porfiando ambos en ensalzar las cualidades de nuestras respectivas
armas, no nos habíamos percibido siquiera de que la perra nos había
seguido, y así, una vez que, como furtivos tiradores, nos
encontramos ante las rejas en aquel apartado rincón, con nuestras
respectivas escopetas intercambiadas y totalmente decididos a
probarlas, nos las echamos a la cara, nos las apretábamos contra el
hombre y disparamos. Y héteme aquí entonces que la Diana, como si
hubiera aparecido allí como por arte de "birlibirloque,"
nos sorprendió intentando saltar la verja como impulsada por un
fuerte y como misterioso resorte mecánico, con las evidentes
intenciones de ir en busca de la supuesta pieza abatida, y que no
pudiéndola superar, quedaba prácticamente colgada en ella, aullando
de impotencia y de rabia, más que de dolor. Sorprendente hecho este
que, automáticamente, nos llevó a trocar las alabanzas, que de
nuestras respectivas escopetas nos traíamos entre labios, por las
que una perra de caza, con tal arrojo, temeridad y valentía, podía
merecer.
A
raíz de este suceso, acude otro a mis recuerdos, por coincidir,
básicamente, con él en muchas cosas, como el que, por estar todos
los presentes ajenos a la presencia de la perra, su eléctrica como
inesperada actuación, nos cogió a todos en cueros, dejándonos, a
su vez, con la boca abierta.
Acaeció
el caso allá en el Cortijo del Romeral, donde pastaban los toros
bravos del famoso ganadero sevillano Don Gabriel Rojas, allá por la
serpenteante carretera de "tercerola"
del Culebrín, que saliendo de la carretera, llamada de "La
Ruta de la Plata",
iba a morir a Llerena.
Llegamos
al "Romeral"
nada menos que en un camión de gran tonelaje, acompañando - sólo
por gusto - y asimismo, suplantando - por si las moscas - el cargo de
ayudante del chofer, mi gran amigo Manolo, al que también acompañaba
su hijo Mariano, niño de muy corta edad por aquel entonces, ya que
nuestro viaje casi era el de un recreo campestre.
Manolo,
válgame el inciso, era cuñado del Portero de mi bloque, y vivía en
"la
vivienda-portería",
ya que su esposa, única hermana de Pepe, que así se llamaba el
Portero, se había hecho cargo de él desde que se les muriera la
madre, más que por ser este, ya a su edad, un recalcitrante
solterón, por padecer no sé qué extraña y crónica enfermedad,
que necesitaba de permanentes y atentos cuidados. Toda una bellísima
persona este Pepe, por cierto, y sin desdecir ni un ápice, por otra
parte, de la absorbente bondad, sencillez y agrado, tanto de su
hermana, como de su cuñado.
Manolo,
si es que no un cazador con todas las de la ley, sí que era más de
campo que una liebre, además de ser un cordobés la mar de entrante,
simpático y abierto, por lo que su compañía resultaba sumamente
grata, y es que el bueno de Manolo, además, tenía un corazón como
La Catedral de Sevilla, que es, por cierto, de las más grandes de la
Cristiandad, pues no olvidemos que cuando se propusieron construirla,
uno de los grandes girifaltes, exclamó en cierto momento de la
reunión, que se debió convocar para firmar la tal construcción,
algo así como “¡Construyamos
una Catedral tal, que los siglos venideros nos tomaren por locos!”
Parecía
mentira que aquel hombre, con aspecto de robusto y musculoso atlante,
y con la estampa de un roble indestructible, llevara dentro tanta
sencillez, tanto sentimiento e, incluso, tanto talento. Después de
contactar con él de forma casual, no tardamos en compaginar en
carácter, gustos y sentimientos para desembocar en la más sincera y
fraternal amistad.
Con
tales prolegómenos por delante, centrémonos pues en aquel día en
el que como camuflado ayudante de todo el señor camionero, que
estaba hecho Manolo, nos presentamos en la finca del Romeral con La
Diana.
Sucedió
que habían traído de la finca de marras a la famosa Venta de
Antequera - sita a las mismas puertas de Sevilla y también propiedad
de Don Gabriel Rojas – una partida de vacas bravas para ser
sacrificadas en el matadero, y, por la noche, miren ustedes por
donde, dos de ellas parieron, las que hubo que devolver rápidamente
al Romeral ya que los recién nacidos eran machos. El encargo del tal
traslado se le confió a Manolo, seleccionado entre los muchos
camioneros que el adinerado ganadero y constructor sevillano tenía.
Y así, este chofer, tan pronto como recibió la orden, se me
presentó en casa, invitándome a acompañarle, sabedor de lo amante
que yo era de todo lo referente al campo, diciéndome, asimismo, que
ya puestos, que echara la escopeta y un puñado de cartuchos, y que
ni decir tenía que a La Diana, por supuesto, para echar “un
ratejo”
a los conejos, ya que allí los había y en abundancia.
En
cuanto a acompañarle, ni me lo pensé. Encantado y además sumamente
agradecido, pero que, en cuanto a eso de “echar
un ratejo”
a los conejos en medio de los tan temibles toros, ni hablar de
peluquín, ya que tal era el miedo que yo les tenía a tales
cornúpetas, que antes preferiría “echar
el tal ratejo”
en los mismos infiernos. A Manolo, por lo visto, le debió caer en
gracia mi espontánea expresión, pues se echó a reír como un
descosido, a la vez que me decía en el más castizo cordobés,
puesto que un cordobés muy castizo era este camionero amigo, que los
toros bravos en el campo eran como mansos corderitos y aún más
estando en manada, pero que, en todo caso, si alguno le daba por
desmadrase, todo era cuestión de echarse "la
de doce"
a la cara y dejarlo hecho un taco con un certero tiro en la frente.
Que él, porque no tenía los papeles en regla, que si no, el que se
iba a llevar la escopeta, era él.
"La
del doce",
después de algunos tiras y aflojas, quedó atrás, por fin, no así
la perra, que esa sí que fue para adelante, con la idea de que se
pudiera explayar a sus anchas en aquellos tan agrestes parajes,
aunque no fuera metida en cacería.
El
primer paso de nuestro viaje, claro está, fue ir a La Venta de
Antequera a recoger a las paridas y a sus retoños, y yo que, en eso
del mundo del toro y del toreo, siendo tan genuino andaluz y
sintiéndome muy orgulloso de ello, por descontado, siempre fui,
paradójicamente, un "total
negao"
-lo que no quiere decir que, asimismo, fuera un "renegao"
-pues del tema estaba totalmente "in
albis",
si es que no más "peloto"
que un melocotón en Mayo. De ahí el que me impresionara sobremanera
la agresiva actitud de aquellos recién nacidos becerrillos que, con
solo unas horas de vida, intentaban cornear a los que los cogían
para embarcarlos en al camión, en el que ya les esperaban sus
respectivas madres, claro.
-Lógica
tal actitud en ellos, ya que ese instinto lo llevan en los más
ancestrales genes.- Me dije en mis "adentros", en tanto les
miraba atónito.- ¿Estos ternerillos que más bien parecen dulces e
ingenuos juguetes de peluche, reflejando en su actitud, tan pertinaz
y beligerante saña, como si se tratara de hijos del mismo
Satanás.....?
Tan
impresionado me dejaron que, aunque la escena nada tenga que ver,
prácticamente, con la Historia de mi Diana, no he podido pasar de
largo sobre ella, aunque sólo haya sido en tan somera referencia, en
este libro en el que estoy tratando de narrar lo más sobresaliente
de la vida, obras y milagros de aquella excepcional perra que, por su
talento, nobleza y sabiduría, hubiera hecho feliz a cualquier
cazador, por lo que retomamos el tema, yéndonos ya directamente a
aquella sorprendente como insospechado caso, que la perra nos haría
vivir en el Cortijo del Romeral.
Mariano,
el chavalín de Manolo, al parecer, estaba encaprichado con tener una
collera de palomas, y ese día, viéndolas allí en la misma puerta
del cortijo revolotear felices y hogareñas, le gimoteó su deseo al
padre, poniendo al buen hombre en un verdadero compromiso. Por lo
visto, uno de los vaqueros se debió apercibir de ello, por más que
Manolo intentó disimular, y salió disparado a la puerta, diciendo
que qué coño. Que por qué no se iba a llevar el chiquillo una
collera de palomas. Que eso iba a estar hecho en un decir amén. Y,
en efecto, en breves minutos, el vaquero volvió con el presente en
las manos de un par de pichones de preciosa capa
nevada
y se los entregó al niño, encontrándonos ya en la despedida allí
dentro del cortijo y frente al postigo, abierto de par en par. Pero
héteme aquí que, en una décima de segundo y en un leve descuido
del pequeño, uno de los pichones se le escapó de las manos,
arrancando raudo vuelo hacia el postigo que, en línea recta, apenas
tenía la distancia de dos o tres metros hacia las afueras. ¿Y qué
me dicen ustedes, que le dio tiempo al pichón a escapar por el tal
postigo en su rápida huida hacia la calle? Ni mucho menos, pues allí
estaba la perra a mi lado y, al parecer, totalmente atenta y a la
expectativa de las manos del ilusionado niño, para saltar sobre el
escapado como impulsada por vayan ustedes a saber qué potente y
mágico resorte, para quedar en los aires con el pichón en la boca,
ante la sorpresa y el asombro de todos.
Suceso
este que nos daría pie para que, durante todo el viaje de vuelta,
casi me obligara el buen amigo Manolo a que le fuera contando
historias y más historias de tan sagaz e inteligente cazadora. Por
cierto que, contándole aquello del conejo mixomatoso, pude ver que
de los ojos de aquel inexpugnable y robusto roble que era Manolo, se
escapaban dos lagrimones, que le resbalaron por las mejillas como dos
goterones de plomo derretido.
Vida,
Obras y Milagros de una Excepcional Perra de Caza
©José
Fernando Titos Alfaro Nº Expediente: SE-1091 -12
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