Penoso
accidente en el colegio
“Almotamid” 9
Ya,
a principios del Curso siguiente de nuestra llegada a Almotamid, opté
por dejar la perra en El Colegio, si es que no eran los Domingos y
fiestas de guardar, que me la solía traer a casa. Pero he aquí que
a mediados del Curso, más o menos, el pobre animal sufrió, en los
entornos del Colegio, un aparatoso accidente que, en un principio, me
partió el corazón como de un seco y lacerante tajo de afilado
cuchillo, si bien, gracias sean dadas a Dios, todo quedaría sólo en
el susto.
La
perra, después de tantos meses ya en el Colegio, se había
acostumbrado no sólo al espacioso patio que rodeaba al moderno
edifico de La Escuela, sino a sus entornos más aledaños. Al
parecer, - cosa además que se le podía ver por lo alto del pelo -
se debía sentir tan feliz como si se encontraba en su propio medio.
Por otra parte, con su natural bondad y amable docilidad, había
conseguido captarse la amistad y el cariño de los niños, y hasta
tal punto, que se disputaban el poderla acariciar y mimar a la menor
ocasión que se les ofrecía. Incluso, los mismos Profesores también.
Era como la venerada mascota del Colegio. Tanto la querían los unos
y los otros que, en especial, los niños llegaban a compartir con
ella las galletas, así como algún que otro dulce de mayor
categoría, que las madres les solían meter en la cartera, para que
se lo tomaran, a modo de un "tentempié", durante el
recreo.
Viendo
que hasta llegaban a porfiar en tales regalos, que, por cierto, la
perra recibía directamente de sus propias manos, tuve que salirles
al encuentro, para prohibírselo terminantemente, diciéndoles, medio
en broma y medio en serio, que los perros, comiendo tales golosinas,
se solían quedar ciegos.
Todo
marchaba sobre ruedas y como las propias rosas, sin embargo, el
fatídico día llegó. Ese triste día, la amable y tan servicial
Portera, Julia, toda nerviosa y claramente descompuesta, me esperaba
en la cancela, la entrada principal del Colegio y aledaña a La
Portería. Tan pronto le vi
la
cara a través del parabrisas del coche, vaticiné, de súbito, que
algo muy feo se cocía en torno a la perra. En efecto, me hizo parar
el automóvil en la misma puerta, para, de inmediato, acudir a la
ventanilla a decirme de sopetón y sin más rodeos, que a la perra la
había atropellado un coche. Que en un momento de descuido en que
dejó la cancela abierta, se le escapó, y que, al verse libre en el
campo, corrió como una loca, y que un coche, que en esos precisos
momentos pasaba por el carril que, lamiendo la verja, iba a morir al
Río Guadaira, no pudo esquivarla, dándole un tan fuerte golpe, que
la despidió unos metros. Que ella creía que la había matado, pero
que, pobrecita mía, se pudo incorporar y que, aunque a trancas y
barrancas y sangrando por la cabeza, pudo volver al patio por su
propio pie, aullando lastimeramente. Que aún no hacía del accidente
ni una hora y que la tenía en la Portería en una caja de cartón y
como entre algodones.
Mientras
la oía, estaba como bloqueado y, seguramente, que reflejando en mi
cara la palidez de un muerte. Fueron sólo unos instantes, pues
reaccioné de súbito y, dando un repentino acelerón al coche, lo
aparqué allá en medio del patio casi sin saber ni lo que hacía, y,
ordenando a mis hijos que se fueran en busca de los compañeros, ya
que algunos más tempraneros deberían encontrarse por allí jugando,
corrí como enloquecido a La Portería en busca de mi perra. Ella,
animalito, debió ventearme y me salió al encuentro tan mimosa como
siempre, pero lejos de aquella su proverbial alegría y electrizante
energía, gimoteándome, triste y apenada, su desgracia y su dolor.
Al verla, no obstante, pude respirar momentáneamente, al sentir como
si se me quitara de encima todo el peso del globo terráqueo, que
para mí era el sólo pensar que me la iba a encontrar en las
últimas, allá en la caja de cartón y por muy entre algodones que
se encontrara.
Tenía,
en efecto, una enorme brecha en la cabeza, que le arrancaba de la
parte superior de la oreja izquierda y que le llegaba hasta la misma
comisura del ojo, dejando al descubierto, de forma macabra, el
cráneo. El corte, por otra parte, era de tal limpieza, que ni el
mejor cirujano veterinario con el más afilado de los bisturíes.
Sangraba por él aún, aunque no en demasía. La triste noticia
comenzó a correr por el Colegio, conforme iban llegando los
autobuses cargados de alumnos, en tanto yo, con ella en mis brazos
allá en la Portería, la acaric estaba al quite, una vez más, la
bendita Mano de Dios, en la que yo tanto creí siempre. Una de las
alumnas mayores,
acompañada
de una condiscípula, se me presentó jadeante de pronto, diciéndome
que un tío suyo, que era veterinario, tenía una clínica en "La
Barriada de Elcano". Barriada, dicho sea de paso, en la que
vivían los obreros de los Astilleros y de la que afluían, por
cercana, la mayor parte de los alumnos del Colegio. Que si yo quería,
podían acompañarme a ver si podía hacer algo por la pobre Diana.
No me lo pensé. Salí como un rayo en busca del Director con la
perra en mis brazos, invitando a mis providenciales alumnas a que me
siguieran. El Director no me dio opción ni a que pronunciara ni una
sola palabra, pues gesticulándome las prisas que el caso requería,
me dijo que andando y cuanto antes. Que a ver si había suerte y se
podía salvar el pobre animal.
Tan
solo una hora después, no mucho más, me presentaba de nuevo en el
Colegio con mis benefactoras embajadoras, totalmente satisfechas por
su caritativa y oportuna ayuda, y con mi entrañable Diana aún
adormecida por el anestesia y con una sutura tan perfecta y tan
magistralmente hecha, que si no hubiera sido por el rapado del pelo
que hubo que hacerle a lo largo de la brecha y el desinfectante
rojizo que se le echó, nadie hubiera ni sospechado que allí hubiera
habido tan descomunal rajón. Venía como unas sonajas y tan loco de
alegría que ésta no me cabía en el cuerpo, y no ya por lo tan
perfectamente bien que saliera la operación quirúrgica, sino sobre
todo y principalmente, por el diagnóstico que me diera el excelente
veterinario al que tuvimos la suerte de acudir, de que no tenía
afectado, ni mínimamente, el cráneo ni ningún otro órgano vital,
según había podido ver en las radiografías.
Que
por el tremendo golpe que debió recibir, parecía milagroso que no
se hubiera quedado en él en el acto, pero que, por suerte, creía
que la perra estaba a salvo. Que vaya la buena estrella que, en esa
ocasión, había tenido el pobre animal.
No
quiso cobrarme ni un solo céntimo, y tan sólo, a la hora de la
despedida, me dijo, por supuesto que bromeándome, que sólo me pedía
y con ello ya se daba por bien pagado, que le aprobara a la sobrina y
que ya, puestos a pedir, también a aquella su guapa compañera y
amiga. Que, con ello, se daba por satisfecho y ampliamente
remunerado.
-Que,
como el tal favor.- Le contesté, siguiendo la línea de su amable
broma.- no podía ser considerado como tal, ya que, tanto la una como
la otra, tenían "el Aprobado" más que garantizado por su
propia valía y trabajo, al menos si me permitiera como regalo alguna
que otra perdiz, liebre o conejo, que aquella su paciente, una vez
recuperada y tan pronto como se abriera La Veda, me ayudara a cazar
allá por las Sierras de Guadalcanal.
La
promesa no quedaría al aire, ni mucho menos, ya que tuve "los
santos cojones" de presentarme en Elcano ante el generoso
Veterinario, directamente, después de mi primera cacería y vestido
de cazador, a los pocos meses de aquello, acompañado ¿cómo no? de
mi Diana, hecha la princesa que ella siempre fuera y con el zurrón
con un número de perdices, conejos y liebres más que aceptable, y
el que puse bocabajo y a los pies de nuestro benefactor, a la vez que
le decía que de parte de su paciente, allí tenía aquel presente,
ya que lo prometido es deuda de honor, y porque de bien nacidos es
ser agradecidos, y que, tanto la perra como yo, lo éramos.
Vida,
Obras y Milagros de una Excepcional Perra de Caza
©José
Fernando Titos Alfaro Nº Expediente: SE-1091 -12
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