Cazando
lagartos 8
En
aquel mi último Curso como Maestro en Guadalcanal,
llegó destinado a su Grupo Escolar un muy joven matrimonio, de los
que dentro de nuestro particular argot entre los Maestros, solemos
llamar "Matrimonios
pedagógicos",
es decir, Maestro él y Maestra ella, con el que, desde el primer
día, hice muy "buenas
migas".
Moisés y Carolina, que así se llamaban los referidos esposos,
venían del cacereño pueblo de Montánchez, del que eran hijos,
derramando a manos llenas simpatía, generosidad, sencillez y buenas
maneras, por lo que no hubo de pasar mucho tiempo, para que se
metieran en el bolsillo, como buenos amigos, claro, a multitud de
guadalcalanenses. Quiero decir, en definitiva, que Moisés y Carolina
eran dos excelentes personas.
Moisés,
en cuanto a la caza, no sabía hacer ni la "o"
con
un canuto. Era pues, al respecto, un total analfabeto, si es que no
era atropellando, con magistral habilidad, por cierto, alguna que
otra liebre que, de noche y deslumbrada por los faros del coche, se
le cruzara en la carretera ante aquel lujo de automóvil que, por
aquel entonces, era "el
Seat, l43O".
No obstante, le resultaba la mar de grato - por lo menos, así me lo
parecía a mí - oírme contarle las mis mil y una peripecias que me
sucedieran, en las diferentes modalidades cinegéticas que yo
practicaba, en especial, en la de "La
Cacería a Rabo"
y en la de "La
Cacería de la Perdiz con Reclamo”.
Tanto era así, que me pidió acompañarme en alguna que otra de
estas mis cacerías, claro que como simple espectador, y que,
terminando como "un
tanto tocado del ala" en
ellas, determinó por pedirme información sobre los papelotes que
debía arreglar, para comprarse una escopeta y para pasar, más
pronto que tarde, de simple mirón a actor de primera línea.
Un
día, no recuerdo ahora a cuento de qué, me confesó que lo que a él
realmente le encantaba, era cazar lagartos por la muy exquisita carne
que estos reptiles tenían, y a la que, por lo general, los
extremeños eran bastante adictos. La cosa no me sorprendió en
demasía, pues siendo Guadalcanal
colindante
con la provincia de Badajoz, ya estaba yo al tanto de muchas de las
específicas costumbres culinarias de Extremadura, entre las que esta
de la carne de lagarto, en concreto, se encontraba. Sin embargo no
pude evitar, porque como incontenible se me escapó de mis
"adentros",
el tener que reflejar un muy significativo gesto de repugnancia y
repulsa, cuando le oí. Y es que el reptil de marras y aún mucho más
cualquier tipo de culebra, siempre me impusieron un imponente
repeluco, si es que no un irreprimible y repulsivo hastío, a pesar
de dármelas de ser tan campero y tan amante de la Naturaleza más
salvaje. No obstante, encontrándome ante tan buen compañero y mejor
amigo, procuré remendar el "descosido",
diciéndole que, por encontrarme curado de espanto ya sobre el
particular, no sólo le podía seguir oyendo como si tal cosa, sino
que me ofrecía, si es que él así lo quería, a ayudarle a
cazarlos, aunque eso sí, bajo la irrevocable condición de ir de
"segundón"
y, por descontado, sin el compromiso de llevarme a casa ni uno solo
de los posibles lagartos, que pudiéramos cazar, aún teniendo una
carne tan exquisita.
De
momento no se habló más del tema, y así quedó la cosa, pero
héteme aquí que, con el tiempo y encontrándonos en plena
Primavera, época precisamente, en que estos reptiles, habiendo
salido de su letargo invernal, se suelen encontrar en plena
actividad, el tema volvió a salir, casualmente, a la palestra, y, en
esta ocasión, allá en su hogar, tomando plácidamente un cafetito,
y con su esposa como testigo, que, por cierto, además de atizar el
fuego, como la más ferviente degustadora de la carne de lagarto, dio
saltos de exultante y desmadrada alegría, cuando oyó que su esposo
y yo nos comprometíamos a entrar de lleno en el aquel tan extraño
como repulsivo menester, al menos para mí, de cazar lagartos.
Decidimos,
asimismo, que sería el sábado próximo, que, por cierto, más que a
la vuelta de la esquina, lo teníamos pisándonos los talones. No me
pude sustraer, sin embargo a repetirle al bueno de Moisés, una vez
más, mis reparos y condiciones. Pensando, por otra parte, en
complacerle y en ayudarle en lo posible, y para suplir de alguna
manera mis deficiencias en la cacería de tales bichos, y, aún más,
mis respetos - léase "miedos"
- a los mismos, se me vino de pronto a la cabeza mi Diana, y sin
encomendarme ni a Dios ni al Diablo, así me dejé caer, apostillando
que tenía toda la certeza que, aunque lo de la perra eran las
perdices, los conejos y demás compañeros mártires de la Caza
Menor, no nos iba a dejar con el culo al aire en este tan extraño
como nuevo cometido para ella de cazar lagartos, ya que la había
podido ver más de una vez en mis cacerías, aunque casualmente, ante
algún de estos reptiles, haciéndole la muestra y dispuesta a darle
"el
chuzazo",
para echármelo a la escopeta, como si de una pieza más de caza se
tratara.
A
esas alturas ya, me conocía los campos de Guadalcanal
como
mi propia casa, pues eran tantos y tantos los pasos que sobre ellos
llevaba dados..... Así que no dudé ni por un instante elegir como
"cazadero" las solanas del Cerro de San Cristóbal y la
amplia llanura que a sus pies se extendía, lugares estos, por otra
parte, tan cercanos al pueblo, que estaban allí en las mismas
esquinas, como el que dice. En tales parajes me había topado yo, con
mucha más frecuencia de lo que yo hubiera deseado, con bastantes
lagartos, y que, en este caso, lo fue en mi quehacer de esparraguero,
que no de cazador. Incluso, recuerdo que un día tuve la insólita
oportunidad de poder contemplar - a su debida distancia, por supuesto
- toda una encarnizada pelea entre dos de estos reptiles. Algo
realmente espectacular. Por allí también, otro día, mi querida
esposa, que me acompañaba en eso de los espárragos trigueros, a
punto estuvo que le diera un “terere”, al encontrarse de pronto a
punto de pisar una "cerbuna"
que, plácidamente enroscada, tomaba el clemente solito de la
Primavera junto a una esparraguera precisamente. Asimismo se lo dije
a mi anfitrión, y él, sabiendo que yo no le podía mentir, me lo
agradeció con el anhelo de una exultante esperanza, saltándole en
los ojos.
Por
fin, llegó nuestro anhelado sábado, y cuando me incluyo yo,
diciendo eso de "nuestro
sábado",
no es que me haya equivocado, lo he dicho consciente e
intencionadamente, pues la misteriosa novedad que para mí suponía
aquella tan exótica cacería, me tenía realmente en anhelante
expectativa, así que hacia allá salí, junto a mi compañero y buen
amigo Moisés, en busca del Cerro de San Cristóbal como un iluso
"quijote",
dispuesto a reparar los entuertos que hubiere que reparar, si es que
no a librar la más descomunal y feroz batalla que vieran los siglos
pretéritos y que verán los siglos venideros con tan temibles
reptiles para mí.
Hizo
uno de esos envidiables días de la siempre primorosa Primavera de
Sierra Morena. Los impedimentos y bártulos, por otra parte, no
podían ser más nimios y simples. La mínima expresión de lo que
para una cacería se puede vender.
Prácticamente
cabía en una simple cajetilla de cerillas. Un corto sedal, un
anzuelo y unos trocitos de carne como cebo. La perra, en esta
ocasión, era una excepción si es que no un peregrino invento de mi
quijotesca imaginación, y que, de momento, me suponía un estorbo al
tener que llevarla cogida de la correa del collar, por estar en
tiempo de Veda. Collar este, claro está, cuya correa se podía
alargar o acortar, por medio de un dispositivo de fácil manejo y
casi automático, y que yo podría utilizar según las exigencias de
cada momento.
No
parecía sino que se lo habían dicho misteriosamente a la perra,
pues siempre conducida por mí, alargándole o acortándole la correa
del collar a discreción, ya desde el primer momento, comenzó a
chivatearnos los tales reptiles, bien escarbando con avidez en la
boca de cualquier “butracón”,
o bien haciendo sus estáticas y bellísimas muestras ante algún
agujero, delatando la existencia de algún inquilino allí amparado.
Al margen de esto, menudo susto que también le debió meter para el
cuerpo a algún que otro lagarto que, sorprendido tomando él solito
tranquilamente en la puerta de su madriguera, tuviera que tomar a más
que a prisa las de "Villadiego,"
para escapar de aquel diabólico fantasma que, estático ante él, no
le quitaba de encima unos ojos que llameaban malas y más que aviesas
intenciones.
Una
vez delatado el habitante, amparado en su escondite, su captura ya
era cosa de coser y cantar, pues Moisés con la maestría del más
experto “cazalagartos”
de toda Extremadura, además de poner en evidencia que en aquel
extraño quehacer, no era "la
primara zorra que mataba,"
introducía el anzuelo con un poco de "carne"
por el “butracón”,
dejándolo casi en la puerta, y, por lo general, allá aparecía el
engañado reptil, tragándose la carne y, por supuesto, el anzuelo,
quedando enganchado en él por la boca como un pez y en menos que
canta un gallo.
No
se nos dio muy mal la cosa, ya que, por lo menos, fueron de cabeza al
zurrón una docena de tales reptiles, dejando a este buen extremeño
más alegre que una sonajas, y a lo que tanto contribuyó mi Diana,
aunque sólo fuera como detective, si es que su dueño no, siempre
con el repeluco retratado en las carnes.
Cuando
llegamos a casa y el ilusionado Moisés, empezó a sacar lagartos del
morral y a ofrecérselos, como singular presente, a su simpática y
bella esposa, la alegría de ésta dejó en paños menores a la de su
esposo, que ya es decir. Yo, entre tanto, ya desfogado de mi
curiosidad y pensando en la mala faena que con tal tropelía le podía
haber hecho a la perra en eso de su buena educación caceril, me
despedí de tan buenos y cariñosos amigos un tanto cariacontecido y
diciéndoles que, en adelante, me podían seguir teniendo,
incondicionalmente, a su disposición en tal menester, pero sólo a
mí, ya que en cuanto a la Diana... ¡una y no más, Santo Tomás!
Moisés,
al notar retratado en mi rostro mi amargo arrepentimiento por lo de
la perra, me bromeó en la despedida, volviéndome a repetir las
palabras (sabedor de la gracia que, en su primera edición, me
hicieran) con las que, en aquella anécdota, se dejara caer el
gitano, en tanto el propio Moisés le decía, ya en definitiva, la
última cantidad que podía ofrecerle por el penco que quería
comprarle.
-Total.-
Me salió diciendo.- que, primero te pegas un "bocao",
antes de llevar a la perra a cazar lagartos.
-
¿Como el gitano, no?- Le contesté contemporizando, y conteniendo
una carcajada.
Todo
esto venía a cuento, porque Moisés, con aquella su arrolladora
simpatía, me contó un día que, comprándole a un gitano un burro
viejo y con "matauras", que no había por donde cogerlo,
aunque sí válido como aliento de unos cerdos que tenía, le ofreció
por él, como última palabra y después de un largo "regateo",
cinco duros.
-¿Cinco
duros..? .- Le dijo el gitano, retrechando el rostro como espantado y
con ese inimitable tono de los "calés".-
¿Cinco
duros...? ¡Primero me pego un "bocao"!
A
modo de posdata, quisiera terminar diciendo que, cuando con el pasar
de los años, oyera, repetidamente, en los Telediarios e, incluso,
pudiera leer en algún que otro Periódico o Revista, que a un
lugareño de un pueblo enclavado por "esas
Castillas",
por matar un lagarto, ¡un
solo lagarto!
su señoría el Juez le condenara, nada más y nada menos, que a
pasar varios años en "la trona", amén, claro está, de la
correspondiente y muy cuantiosa multa monetaria, me quedé de una
pieza, en tanto acudía a mi frente aquella mi complicidad en un
delito similar, pero que había que multiplicar por doce, y si no es
porque rápidamente pensé que aquel nuestro delito ya habría
prescrito y con creces, además de que la Ley, al respecto, sería
muy otra por aquellos años, puesto que hasta incluso, los dueños de
los cotos gratificaban, sin ningún tipo de tapujos, a cualquiera que
pudiera justificar haber matado alguno de estos reptiles, entre otras
alimañas, en sus terrenos acotados, si no es por eso, como digo, me
hubiera “zurrado
como una jibia”.
¡Como
para mearse la pata abajo y no echar gota! ¿“No
ni na”?
Vida,
Obras y Milagros de una Excepcional Perra de Caza
©José
Fernando Titos Alfaro Nº Expediente: SE-1091 -12
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