Un
Reclamo de Perdiz de Capricho y Caprichoso 7
Septima
parte.-
Desde
que aquella tarde, aquella pícara y desvergonzada "perdigalla"
quedara viuda y a sus anchas en la colina de "Las Cochineras",
- que así se llamaba aquel paraje – aún faltaban cinco días para
el Sábado, que no antes podía acudir allá, para el esperanzador
debut del extremeño.
Se
me hicieron una eternidad, si bien procuraba venirme a conformidad,
pensando que eran, justamente, los días que los más doctos y
avezados pajareros creen necesarios, para que estas viudas se
encuentren en su justa sazón, por no decir que como “jigos
jinchones” y con la miel en el culo, que era cómo el muy
deslenguado de Pepiyo "El Calandria" solía expresar esta
concreta madurez de las tales perdices.
Claro
que, por otra parte, también sospechaba que aquella perdiz, por
parecerme demasiado calentona y desahogada, nada de extraño podía
tener que, durante esos días de mi espera, se ofreciera a cualquier
“enjaulado” que por allí apareciera o a cualquier “campesino”
que se le cruzara en el camino, incluso, aún yendo éste acompañado
de su adorada esposa, pues no sería el primer perdigón bígamo que
apechara con dos hembras.
Su
osada actitud ante El Tarta y ante las mismas narices de su marido,
me inducían, irremisiblemente, a tales sospechas.
Cierto
que a la súbita explosión de mi escopeta y viendo a su esposo tan
trágicamente con "las ruedas p´arriba" tan cerca de ella,
se voló aterrorizada, sin embargo, no le importó volver, veloz y
solícita, al rítmico y suave cuchicheo del “entronizado en el
pulpitillo”, el tartamudo trovador, mientras estaba "cargando
el tiro" o "haciéndole el entierro" al que terminaba
de entregar su alma al Señor, aunque debemos confesar que, en esta
ocasión y para que el demonio no se ría de la mentira, la que
terminaba de quedar viuda, no acudió al “don juan” tan coquetona
y provocativa, como se comportara hacía sólo unos minutos, sino que
mirando para un lado y para otro, taimada y recelosa, y sacando un
pedazo de cuello que ni el de una jirafa.
Cuando,
al parecer, se pudo desengañar de que su marido estaba allí más
muerto que "Tutankamón”, se "picheó" despavorida.
Ya
no volvería a entrar en la plaza, pero tampoco dejó de dar la lata,
por aquellas cercanías del pulpitillo, con su "cháchara",
repitiéndose más que una cigarra. Tal vez, arrepentida y contrita,
se dedicara a llamar a su esposo, allí muerto y más tieso que las
alpargatas de un "regaor", después de haber intentado
ponerle los cuernos de aquella manera tan descarada.
Aún
sabiendo que allí ya estaba todo el pescado vendido, no obstante,
seguí emboscado en el tollo durante un "ratejo" más, sin
perder del todo las esperanzas en un nuevo lance, que de ninguna
manera esperanzado a que volviera a entrar en la “plaza” la
insolente putilla.
Algo,
por otra parte, que tampoco deseaba, ya que mi primordial objetivo
era, precisamente, dejarla con vida, para el debut del Chepa. De
todas maneras la cosa estaba más clara que el agua, porque, después
de que se "picheara" al disparo y por más que siguiera
merodeando por allí, cantando más que una chicharra, bien sabía yo
que, de momento, al menos, no volvería “a entrar al de la jaula”,
así se lo mandara el Santo Padre de Roma.
Por
lo pronto, tuvimos suerte en cuanto al tiempo, para el anhelado debut
del pollo de Villar del Rey. El día no podía ser más bonancible.
El azul del cielo, de limpio, parecía transparentarse, estando, a su
vez, profusamente iluminado por un sol radiante a más no poder.
No
importaba pues que la colina de "Las Cochineras" se
encontrara a su buen tirón del pueblo, ni aún menos que fuera un
paraje recóndito y apenas comunicado por un descarnado camino de
bestias, ya que para eso, si caballo o burro no, allí tenía yo mi
vieja Vespa que, por su mucha costumbre de rodar por veredas de tal
catadura, “carrileaba” que era un encanto.
Tenía
esta colina una amplia y afable ladera, sólo acosada, por rodales de
salvaje y prieto matorral. Clareaba, por lo tanto, en alguna que otra
“calvera” de riscales, mateadas por algún que otro desperdigado
y humilde chaparro o retama de estrafalarios varetones, aunque lo más
común era que lo fueran como por el moteado de endebles y salteados
tomillos en deprimente indigencia. La cima estaba ocupada por los
despojos de lo que, en un tiempo no muy lejano, fueran unas burdas
cochineras de piedra, y de las que apenas quedaban los muros, aunque,
en algunos tramos, totalmente derruidos, y en otros, “desportillados”
y como a punto de sucumbir al menor soplo, en tanto que su entorno se
encontraba sembrado de piedras dislocadas y en total libertinaje,
delatando con descaro sus ruinas.
En
el ángulo de una de las esquinas de estas ruinosas cochineras, cuyos
muros aún se mantenían a cierta altura, tenía yo levantado - ya de
antiguo - un amplio y cómodo “tollo”, que era el mismo en el que
dejamos viuda a aquella osada y provocativa hembra, así que, para el
debut del Chepa, sólo tuvimos que cambiar la ubicación del
pulpitillo y, lógicamente, la tronera. Todo lo demás, tal cual.
Aunque,
al parecer, todas las circunstancias nos eran favorables, sin
embargo, una vez todo preparado, para que comenzara la función, tuve
mis grandes dudas, y es que, al quitarle la sayuela al debutante,
pude ver, totalmente descorazonado, que tenía la cabeza con las
plumas dislocadas y hasta algo sanguinolentas, pues el muy díscolo y
caprichoso
chepudo
neófito, cuando en casa le puse la sayuela y la esterilla, para su
transporte, se mostró como un poseso, pegando más saltos que un
cigarrón enloquecido.
-De
todas maneras.- Intenté conformarme.- pues si el muy bribón del
extremeño me “las daba con queso”, allí estaba al desquite El
Tarta, al que como precaución llevaba para sustituirle.
No
llegamos a vernos, ni mucho menos, en tal emergencia, pues si bien,
al quitarle la sayuela, permaneció, durante unos minutos, como
momificado y sin reaccionar, por fin, comenzó a mirar como queriendo
orientarse, hacia los distintos puntos cardinales, hasta que,
levemente embolado, se dio una sacudida a guisa del que, de pronto,
se estremece ante un repentino susto, y, sin encomendarse a Dios ni
al Diablo, salió decidido “de cañón”, sonándome a divinidad
aquellos animosos reclamos en el misterioso mutismo y soledad de
aquellas solitarios parajes de las sierras de Guadalcanal.
Al
instante se le, "puso al aparato" la tan esperada viuda.
Por
lo ardiente y enamoradiza que demostró ser en “el puesto” en el
que “las palmó” el esposo, esperaba que se nos presentara en “la
plaza” a todo correr o a vuelo en menos de
un
decir “amén”, sin embargo y sorprendentemente, los “chacharás”
de contestación, rápidamente me pusieron de manifiesto que, muy por
el contrario, comenzó a acercarse con exasperante parsimonia,
demostrando en ello un atroz recelo y aún mayor prudencia.
El
Chepa, entre tanto, parecía no caber en la jaula de gozo y
felicidad, a la vez que no dejaba de entremezclar, con impresionante
elegancia y maestría, reclamos, cuchicheos y
piñoneos.
Hubo, incluso, un momento en que viendo que la dama no avanzaba al
ritmo que le iban marcando sus requiebros, entreteniéndose en
continuas paradas, para lanzar sus "chacharás" y más
"chacharás", procuraba interrumpírselos, riñéndole con
magistrales "guteos", con el objetivo de que se olvidara de
sus cantos y siguiera avanzando. Y entonces, el que no cabía en el
tollo era su amo.
¡Qué
sabiduría, qué maestría y qué talento tan impresionantes los del
examinando! Hasta lo indecible e insospechado llegaron a parecerme,
llegando hasta agigantárseme, pensando que el que estaba demostrando
tal sabiduría y talento era sólo y tan solo se un inexperto
neófito.
Sin
parpadear y absolutamente atento a través de la tronera y - ¿cómo
no ? - en la más vibrante tensión, miraba y miraba entre los claros
de los tomillos que rodeaban el pulpitillo, buscando la posición de
la invitada, que no llegaba a ver, pero que intuía muy cercana.
En
ello estaba, cuando, de pronto, veo que, dulce y enternecedor, el
pequeño, pero egregio y galante trovador, después de lanzar dos o
tres reclamos de embuchada, se embolaba, exultante de gozo y con el
pico pegado a la esterilla, a la vez que, simulando el astuto engaño
de ofrecer un exquisito bocado, con la ternura y delicadeza de una
clueca, llamando a sus pollitos, comenzó a coclear a la hembra, que
si yo aún no, él sí debería estar viendo por allí camuflada
entre el clareo de la maleza.Los ojos se me salían de su órbita y
las palpitaciones del corazón se me disparaban, mirando por acá y
por allá en la más vibrante tensión, y fue entonces cuando apenas
pude ver como relampaguear entre los matojos una huidiza sombra que
se escurría sin saber cómo ni por donde. La cosa pues debía estar
al caer de un momento a otro, viendo aquel impresionante y magistral
recibimiento de aquel consumado maestro, que no neófito novato. Sin
embargo, pasaban y pasaban los minutos, y la invitada no terminaba de
dar la cara.
Y
ahora sí, había momentos en que la podía ver a la muy desconfiada
viuda con toda claridad y como jugando "a ratón que te pilla el
gato", buscando el oportuno escondite tras este o aquel tomillo.
Me daba la impresión que, en aquel su tan escurridizo “ratoneo”,
lo único que pretendía era llevarse al inamovible galán tras ella,
que de ninguna manera entrar allí de lleno en su busca, tal vez,
pensando lo que allí “se podía cocer”, recordando la trágica
muerte que, allí mismo y en muy similares circunstancias, le
sorprendiera a su esposo, hacía sólo unos días. Y es que, al
parecer, “la muy zorra”, además de serlo por calentona, parecía
serlo también por astuta.
No
hubo un solo instante, sin embargo, en que el examinando se pusiera
nervioso ni se descompusiese. Su serenidad, por el contrario, fue en
todo momento la de todo un avezado y consumado maestro. Su
generosidad, toda corazón. Su porte, el de todo un caballero de pies
a cabeza, y su mimosa galantería, la del más tierno galán de los
que han sido, son y serán. No obstante, la dama no tragó. Por lo
visto no se le había olvidado el puesto del Tarta, en el que tan
trágicamente las palmó su esposo, y debía, estar, terriblemente,
recelosa y "resabiá".
Me
costó convencerme, pero cuando vi que, cansada de “ratonear” en
torno a su pretendiente, sin conseguir llevárselo tras ella,
intentándolo entonces pasando, en vuelos rasantes exactamente por
encima de la jaula, fue cuando, definitivamente, entendí que allí
no había nada que hacer. El pobre novato estaba siendo un juguete
ante los caprichos de tan taimada y redomada "pajarilla", y
más que decepción, sentí pena, por lo que, aprovechando uno de
aquellos vuelos de tan astuta viuda, alcé y zarandeé los brazos con
ostentación, para que me viera y, aterrorizada, se fuera de allí
definitivamente “al quinto coño”, por no decir que a los
mismísimos infiernos.
Aunque
sin ningunas esperanzas de poderla abatir, aún permanecí en el
tollo un rato más, con la idea de que todos nos tranquilizáramos y
así poder dar el puesto por finalizado.
Todavía
la muy bribona de la perdiz, aunque ya bastante más distanciada, aún
siguió con su alocado y pertinaz "chachará", en tanto que
el inocente e inexperto pigmeo seguía llamándola y llamándola con
las esperanzas intactas.
Después
de lo visto, ni me llegó a pasar por la cabeza que aquel "peazo"
de campeón siguiera con aquella su fea costumbre de saltarse en la
jaula, por lo que, una vez dado por concluido “mi puesto”, me
salí del “tollo” y, todo tranquilo y confiado, me fui hacia él
con la sayuela en las manos, chasqueándole los dedos mimosamente y
como queriéndole expresar mi cariño y admiración, con aquella
especie de "piñoneo" que producía aquel mi chasqueo de
dedos, pero aquello de saltarse en la jaula, al parecer, por innato
en el del Villa del Rey, debía ser imborrable, ya que, en sólo unos
segundos, pasó a ser, del mejor, más generoso y más noble reclamo
del mundo, al más saltarín de los cigarrones.
A
modo de posdata, quisiera terminar diciendo que, menos mal, que todos
los buenos pajareros coinciden en que el mejor puesto para un
aprendiz es aquel en el que esté merodeando por sus alrededores una
viuda. Yo, después de lo vivido en el primer “puesto” que le
diera a mi Chepa, debo añadir que así debe ser en la mayoría de
los casos, pero con sus excepciones, entre los que podíamos contar
el que yo le terminaba de dar al liliputiense giboso en Las
Cochineras.
©José Fernando Titos Alfaro
Nº Expediente: SE-1091 -12
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