El Chepa
Un Reclamo de Perdiz de Capricho
y Caprichoso 9
Después de que, en aquellos “sus
puestos” de catecúmeno, el neófito jorobado demostrara tener madera, como para poder
tallar en ella todo un impresionante campeón, estaba yo con mi Chepa como
"Mateo con la guitarra". Por eso, cuando me ponía a observarlo allá
en la terraza (por cierto que, siempre, como un furtivo, porque cualquiera daba
la cara de lleno) y le veía aquella su cabeza de Nazareno camino del Calvario,
sentía que el alma se me caía de cuajo. No llegaba a explicarme - de verdad de
la buena - que un pájaro tan honesto, tan noble, tan generoso, tan valiente y
con tanto arte y sabiduría sobre el pulpitillo, fuera tan poco sociable, tan poco
agradecido, tan esquivo, tan caprichoso y tan "malage" ante la
presencia de cualquier visitante allá en la terraza, incluido el amo que tanto
lo mimaba y lo cuidaba. Es que hasta la comida se la tenía que echar como a
traición, si es que no quería que el muy descastado se pusiera a
"alambrear" o "hacer la carrucha" como enloquecido, si es
que no a dar saltos como poseído por el Demonio. De donde le pudiera venir
aquel atroz e inconcebible resabio, fue un misterioso secreto que el pobre del
Chepa se llevaría a la tumba, después de estar, nada menos, que doce años a mi
lado.
Una vez cerrada la veda, solía
mantener a mis reclamos aún en la jaula hasta, más o menos, finales de Marzo o
primeros de Abril, en que los metía en los terreros, aunque siempre supeditado
a que los temibles calores de estas sureñas tierras de España empezaran a
asomar, cuanto menos, las orejas. Sin embargo, pensé que, ese año, para que el
que ya era mi adorable Chepa no terminara por descalabrarse, golpeándose contra
los alambres de la cúpula de la jaula, meterlo en su terrero cuanto antes, si
es que a sus compañeros no, donde, seguramente, por tratarse de un aposento
mucho más espacioso y, a su vez, con un asiento lleno de mullida arena, se debería
sentir infinitamente más cómodo y seguro, por lo que dejaría de dar botes e,
incluso, aún dándolos, sin el peligro de romperse la cabeza, como el que tenía
en la jaula o, cuanto menos, sabiendo que sería muchísimo menor que el que
tenía con los alambres de la jaula.
Dicho y hecho, así que cogí mi
coche, y según era mi costumbre, allá endilgué hacia la sierra en busca de un cristalino
arroyo de aséptica y mullida arena.
Acerté plenamente, pues el
saltarín, aunque tan desconfiado y arisco como siempre, teniendo en el terrero espacio
suficiente para moverse y así desahogar aquel su terrible nerviosismo, pues,
cuando el caso lo requería, corría para un lado y para otro con el apremio del
que intenta escapar de un fuego, pero nunca llegaba a saltarse, por lo que,
a los no muchos días, su cabeza
estaba curada y cubierta de nuevas plumas que, junto al aseo que le permitían
sus baños en tan limpia arena y una vez concluido “el despelecho”, su estampa
era, cierto que no la de un “Adonis” o la del aguerrido guerrero que era, pero
sí la de un gracioso figurín de exposición.
Lo del “despelecho” de este
auténtico capricho de reclamo tan caprichoso, por otra parte, - que tarde o
temprano tenía que llegar - era algo que me tenía en vilo, pues bien sabía yo que,
siendo tan peligroso en cualquiera de los celos, lo era, especialmente, en el
primero, así que, siendo yo tan meticuloso en todos y cada uno de los cuidados
que mis reclamos requerían, ese año, debido al Chepa, me extremé en ellos, por lo
que tanto El Tarta como El Dulcineo y, en especial, El Chepa, en cosa de un mes
o así, estaban que ni recién esculpidos por la mágica mano del escultor de La
Venus de Milo.
Efectivamente, el futuro campeón,
en concreto, una vez “despelechado” y con aquel su renovado plumaje, espejeando
limpieza y salud, y la cabeza sin la más leve cicatriz, parecía de mejor
familia. Por fin, lo pude ver, desde que me lo regalaran, vestido con sus
mejores galas y en toda su integridad. Su semblante, incluso, parecía ser el
del que ya es "gente mayor", en tanto que los espolones de sus patas
daban la sensación de haberse hecho más varoniles. Seguía siendo demasiado
menudo, sí, pero muy proporcionado, si bien la cola, debido a la joroba, en vez
de ser levemente inclinada hacia el suelo, como en los demás perdigones, la
tenía casi en vertical, y que, al tener además las plumas un tanto abiertas, lo
hacían aún más elegante y "engallao", recordando la de un pichón,
cuando, cortejando a una dama, le arrastra la cola. La giba, asimismo, al
contribuir a que su pequeño cuerpo fuera más redondeado y recortado, parecía
menos corcova en aquel su conjunto de pelotita de plumas, sino que quedaba como
perdida en ella. Lo único que, en su conjunto, le resultaba un tanto
desproporcionado, era la cabeza, ya que a guisa de lo que suele suceder en los
enanos, en especial, del género humano - que yo sepa por lo menos - tenía en él
las medidas de los de estatura normal, que no la proporcionada a su estatura,
por lo que daba la sensación de tener toda una señora cabezota.
La cabeza del Chepa pues, además
de desproporcionada a su cuerpo, tenía las características de los que son
auténticos líderes en el mundo de la perdiz en general, es decir, bellamente
redondeada, pico de gorrión y amplios listones blancos, arqueados sobre las
sienes y los ojos.
Estaba totalmente seguro que este
pollo, después de haber roto como lo había hecho en sus distintos puestos de
neófito, llegaría a ser un afamada figura en el mundo del Reclamo, pero, claro,
después de que en mi ya larga carrera de aficionado, pudiera comprobar, en más
de una ocasión, por cierto, el más estrepitoso fracaso en el segundo celo e,
incluso, en el tercero, de pollos que en el primer celo se habían destapado
como fenomenales reclamos, no era yo, precisamente, el que me atreviera a poner
la mano en el fuego por el pigmeo, y aún menos, pensando en lo desconsiderado, lo
desagradecido y lo poco cortés que era, no sólo ante su dueño y señor, sino
ante cualquier otra visita que se le pudiera presentar, fuere quien fuere,
donde fuere y cuando fuere.
Onceaba parte.-
Me viene esto a la memoria,
porque el jorobado del Villar del Rey, aún en pleno “despelecho”, era un gato
maullando, lo que me incitó a escribir un Artículo sobre tan misterioso canto
de los pájaros de perdiz, para las prestigiosa Revista Cinegética "Linde y
Ribera".
Lo transcribo, aún sabiendo que
por ahí debe aparecer también en alguno de mis libros sobre la cacería del “Reclamo”.
De los diecisiete cantos que es
capaz de emitir la mágica garganta de un perdigón - todos y cada uno de ellos
(por supuesto que sí) con un específico mensaje, totalmente, definido - tal vez
sea el muy quejumbroso y melancólico "maullido", el más enigmático y
misterioso, no ya por su mimoso y lastimero tono, sino por el indescifrable
mensaje que en él se quiere transmitir.
Ni los más conspicuos y avezados
pajareros han llegado jamás a ponerse de acuerdo en las causas que a ello
incitan a los pájaros de perdiz, como a lo que con él quieren expresar exactamente.
Y es que la cosa no es nada fácil, sobretodo, por lo indefinidas que son las
circunstancias en las que los suelen emitir. Por lo que, al no quedar nada
claras, las causas que lo motivan, es lógico que el mensaje que en sí conlleva,
nos quede
como en una nebulosa, y, por lo
tanto, bastante difuminado, cuanto menos. Y así, nada de extraño tiene que, al
no tener evidencia de su "por qué", nos deje sumidos en el misterio y
como con dos palmos de narices en lo demás.
Un servidor de Dios y de ustedes,
en mi ya larga vida de pajarero, he oído maullar, lógicamente a mis reclamos en
multitud de ocasiones e, incluso, en muy dispares y hasta opuestas circunstancias.
Quiero decir, en concreto, que en las que están ardiendo de celo, y, por el
contrario, en las que se encuentran en sus horas más bajas, bajo este concreto
aspecto, como son en las que se encuentran en pleno ”despelecho”.
Sí, he observado, sin embargo,
que, por lo común, hay una circunstancia que, difícilmente no concurre en la
emisión de tan nostálgica queja. Y es que parece dar la impresión que, como
para no desentonar con su melancólica cadencia, casi siempre lo suelen emitir
en esas horas brujas y dormilonas, como son esas melancólicas horas, cuando
comienza a agonizar el día, dándole paso a la noche, si es que no ya anochecido
e, incluso, una vez entrada la noche de lleno, notando, por otra parte, que
cuanto más desapacible y triste se presentaba ésta, más asiduos y melancólicos
se hacían los tales maullidos.
Recuerdo en especial, al
respecto, una noche de cielo cerrado, de esas que, por su ventolera racheada y
gruñona, silba como con cadencia de ultratumba en las ventanas y choca con
furia su lluvia en los cristales - esas que los lugareños del hábitat rural
suelen llamar “noche de lobos” - que hasta “El Tarta” y “El dulcinea del
Pedroso”, que, por lo común, si maullaban lo hacían muy esporádicamente,
parecían porfiar esa noche con El Chepa en tan tristes quejas, dando la sensación
que aquello era un velatorio de plañideras a sueldo.
Mis observaciones de este tan
misterioso suspiro en los campesinos, obviamente, no han podido llegar a tanto,
pero también tengo mis experiencias. Os la refiero con la sinceridad que creo
que me honra.
Siempre que he oído maullar a los
campesinos, ha sido cuando el puesto de la tarde empieza a dar sus últimos coletazos,
y, por ende, cuando el atardecer está cerca de su total ocaso, dándose además
la circunstancia, que nunca lo ha sido así "por la buenas y porque
sí", y de forma más o menos casual, sino que el campesino de marras ha
comenzado a maullar, después de haber mantenido, “retrancón y amojonado”, una
buena gresca, en enardecida perorata, con el del pulpitillo. ¿A qué esos
maullidos ahora - me he preguntado yo más de una vez.- después de haberse
tirado allí su buen rato, replicando a su retador y sin dar, cobardemente, ni
un solo paso adelante....? ¿Agotado de tan beligerante discusión, estará enmascarando
su decepción, quizás, que no su falta de valentía, con esas melancólicas
cuitas, pensando que su contrincante le ha vencido, llevándose a su lado esa
imaginaria “Dulcinea del Toboso”, por la que ambos luchaban y que tan
ardientemente se han disputado con “sus reclamos, cuchicheos y titeos”...?
¿A qué esas tristísimos y
melancólicas quejas entonces...? ¿Estará añorando en ellas la vergüenza torera
que no ha tenido, para acudir a dar la cara ante aquel sorprendente galán, y
así debatirse con él en singular y desigual batalla....?
En casos como éste, nunca jamás
pude saberlo, al menos, con un mínimo de certeza. A lo más que llegaba, era a sospecharlo.
Por lo que sin querer montar cátedra, ni mucho menos, un servidor de Dios y de
ustedes, piensa que este enigmático y misterioso quejido, tanto en el caso de
los reclamos, allá en la prisión de su jaula, como en el de los
campesinos, allá en la libertad
del campo, no es sino un melancólico suspiro, que se les escapa incontenible de
lo más intimo de su ser todo, bien, cuando adormecidos, en las horas brujas del
atardecer, o en las siempre tan misteriosas horas de la noche, se ponen a
evocar o a soñar el amor que no termina de corresponderles, o bien, añorando
vayan ustedes a saber ahora qué nostálgicos recuerdos, aunque siempre sospeché
que los que fueren, debían ser tan dulces y evocadores como del más intenso y
poético bucolismo.
Muchos pajareros, cortando por lo
sano y sin querer meterse en complicaciones, creen que el maullido de los
perdigones es el signo más evidente de que están pasados de celo. Y sin más,
ahí queda eso.
Un servidor, con todos mis
respetos y después de lo que ya he dicho, de que los he oído maullar en sus
horas más bajas de celo, es decir, en pleno “despelecho”, no puedo estar de acuerdo.
Que tampoco sea lo que yo, sintiéndome poeta, termino de afirmar de tan
misterioso canto, de acuerdo también.
¿Entonces en qué quedamos en el
duro o los veinte reales...?
Pues sencilla y llanamente, que
es uno más de los muchos misterios que esconde el sugestivo, misterioso y
fascinante mundo del pájaro de perdiz, y que, por ahora, este tan
enigmático misterioso tenemos que
dejar ahí bailando en el aire y a su aire.
Nº Expediente: SE-1091 -12
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