de Carme Riera
Para bien o para mal, hay muy pocas cosas de la vida de
Carme Riera que no tengan su punto de partida en la infancia. Por eso tira del
hilo de la madeja trenzando recuerdos en el calidoscopio del pasado. Objetivo:
“Resucitar a la niña que maté para tratar de ver de nuevo el mundo con sus
ojos, dejando constancia escrita de su mirada”. Una niña tímida, temerosa,
asustadiza y feúcha cuyo “Tiempo de inocencia” duró hasta los once años.
¿Acaso no inventamos la literatura para escribir sobre
cuanto hemos perdido? Riera se acerca al agujero de la cerradura de la puerta
del alma, y mira en su interior, consciente de que “el alma de las personas
consiste en su memoria”. Tiene claro que “no quiere enmendarle la plana a la
niña que fui”, y aunque “nuestra niñez no fue demasiado feliz, por lo menos la
mía”, le gustaría “volver a ser niña”. Ser niña en aquella Mallorca de los años
cincuenta que en nada se parece a la de hoy en día. El libro absolutamente
libre de Riera es un inventario de extrañezas y hallazgos, de encuentros y
desencuentros. Dulce como cerezas enlazadas. Amargo como lágrimas ocultas. Tan
real como los sueños de volar. “El futuro no es nuestro, nuestros son
únicamente los años y los días que hemos dejado atrás”. Claro, y por eso se
nutren de esa sensación de pérdida (la primera) de un paraíso privado: su
infancia era un paisaje de olores y de sonidos desaparecidos para siempre.
Un mundo poblado de rostros. De rastros. “Mi madre era
muy guapa. Yo, por el contrario, fea y muy parecida a mi padre”. Su padre
llevaba bigote: por eso su hija odia los bigotes. La niñez está llena de claves
de la vida adulta. Claves y sonrisas enmarcadas. Risas de agua. La mano del
padre que protege. Y las memorias ajenas habitadas por amores frustrados. El
tiempo nos toma el pelo. El tiempo lo manda todo a pique. Naufragios, y también
escenas que navegan por el placer de los demás: aquellas orquestas de cruceros
tocando un vals mientras los camareros de charol servían cócteles multicolores.
La memoria del escritor siempre está escribiendo páginas del futuro.Y cuántos sueños. Despierta y dormida. Por ejemplo, que a
la casa sobre el acantilado le brotara una escalera para llegar a la orilla.
Tocar las olas. Un sueño eterno. O poder volar: tocar el cielo… Escribir es
hereditario y Riera lo lleva en el ADN, como lleva las historias del
hombrecillo del sueño con un saco de arena que la ayuda a dormir grano a grano,
latido a latido.
Sabores, olores, sensaciones: dicen que quien ha tenido
frío de pequeño tendrá frío toda la vida. “Por eso sigo teniendo frío”.
Sabañones en la memoria, y miedos recalcitrantes: a las tormentas. Palabras
prohibidas que suenan por primera vez (“democracia”), monjas fantasmas, relojes
iniciáticos en la muñeca y muñecas Gisela.
La princesa está triste, sí. Cuentos llenos de palabras
con alas que le permitían volar. Bibliotecas cerradas con llave que abrían la
puerta a la necesidad de entrar en ellas, abrazos a olivos de ramas dulces,
tiempos felices de junio con días largos, la ropa ligera y el vivir a placer.
Sueños de ser ángel, ángel travieso que “pinta” una pared tirándole huevos o
finge cojeras. Y los tambores de la memoria invitan a entrar en la gran memoria
Ram, mientras suenan voces seductoras que entran en el túnel de la literatura
que embruja, esa mezcla de emoción, magia y simulacro que la mirada del alma de
Carme Riera observa en su escalera hacia el cielo que toca las olas.
La mirada del alma TINO PERTIERRA
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