El Chepa
Un Reclamo de Perdiz de Capricho
y Caprichoso
Lógicamente y como la mayoría de
los mortales, siempre tendí más a lo poco y bueno, que a lo mucho y malo. Esto,
sin embargo, no siempre es así, en especial, en el peculiar mundillo de la
jaula, ya que hay muchos aficionados que nunca se ven hartos en eso de poseer
perdigones por muchos que estos sean, sin saber, en la mayoría de los casos, ni
por donde respiran la mayoría de ellos. Yo, no obstante y bajo este concreto
aspecto, siempre estuve en el extremo opuesto.
Nunca me gustó tener más de dos o
tres “pájaros”,
ya probados y en la brecha, y otro, (generalmente
pollo del año) en retaguardia y a la espera, esperanzado a que pueda superar
mis muy exigentes exámenes durante el primer y segundo celo y, en especial y
definitivamente, en el tercero, si es que a él llegaba, siempre y cuando fuera
viendo en él que me iba ofreciendo ciertas garantías en cuento a la madera de que
estaba hecho, y siempre anhelante - por
supuesto que sí - de que apareciera alguno de pura caoba, aún sabiendo que estos
neófitos suelen estar más escasos que los Padres Santos de Roma.
Con ello, cada celo, además de
satisfacer mi apasionada afición a cazar el pájaro, iba cribando la paja y
seleccionando el grano, con estas pruebas a los catecúmenos. Cribas estas, por
cierto, que, por tupidas y exigentes - ya
lo he dejado apuntado - difícil es que se me pudiera colar alguno como de matute,
por lo que la mayoría de los examinandos solían terminar “en los corrales como desecho de
tienta y para la carne”.
En esos días en que me llegara el
pigmeo de Villar del Rey, con la apertura de la veda - como ya dije en su
momento - a la vuelta de la esquina, sólo tenía tres pájaros: dos de ellos, viejos
guerreros de cuatro y cinco celos respectivamente, y tanto el uno como el otro
de un comportamiento meramente aceptable, siendo el tercero un pollito de un
celo que comprara, al final del Verano, en Medina Sidonia, pues me habían dicho
que, a pesar de ser de granja, de allí solían salir unos reclamos magníficos.
Quizás fuera verdad, pero, por lo
visto, éste había quedado en fuera de juego, pues, por lo que le venía viendo,
su permanente actitud era la de ser más "esaborío" que un guiso
de coles, que decía aquel, y así,
cada día que pasaba, me iba temiendo más y más, que "la absoluta"
la tenía, como una espada de Damocles, amenazándole inapelablemente la cerviz.
Uno de los susodichos guerreros
era natural de Las Sierras de Guadalcanal, concretamente de La Sierra del Agua
y el otro de allá de las sierras del Pedroso. Sierras estas, por cierto, de
enorme prestigio por la aguerrida raza de perdigones que se solían criar en
ellas, sin embargo estos debían haber heredado los genes a medias, pues tanto
el uno como el otro pasaron los exámenes de catecumenado “por los pelos” y casi
dejándose las plumas en la “gatera”, obteniendo en el
definitivo “tercer celo”, un Aprobado raspado, porque aunque solían ligar bastante
aceptablemente, sólo era en condiciones muy favorables, y aún así, una vez que,
más o menos, se llegaba al ecuador de cada puesto, se solían mostrar muy poco
voluntariosos, si es que no titilando como pabilo de candil, que se está
quedando sin aceite. Eran pues lo que los aficionados suelen llamar a los
Reclamos mediocres: dos auténticas "vaquillas de media obrá",
pero...¿a ver qué remedio, si ya llevaba dos o tres celos metido de lleno en
mis años de vacas flacas, ya que no tenía la suerte de que llegara a caer en
mis manos un Reclamo, que si no de "Sobresaliente cum laude",
por lo menos lo fuera de un "Notable", más o menos,
alto.
En gratitud a mi muy estimado
amigo Isidro Escote Gallego, (que Dios
tenga en su Santa Gloria) guadalcalanense de pro y excelente escritor de
temas cinegéticos, así como cazador de muchos quilates (que de raza le venía al galgo), quiero dejar constancia que el
guerrero de La Sierra del Agua me lo regaló él, que capturó con sólo unos
días a dos pasos de la magnífica casa de campo, que construyó en la misma cima
de esta empinada Sierra y colindante con el famoso Repetidor de la incipiente
TVE, y que él con tanto orgullo llamaba “La Ponderosa”.
A éste lo bauticé con el nombre
de "El Tarta", pues el muy "joío" tartamudeaba tan
sensiblemente en sus reclamos, que parecía atragantarse. En un principio
sobretodo, llegué a sentir cierta nostalgia al oírlo, pues me recordaba a otro
de tal calaña en su canto que, siendo yo niño, tenía uno de mis maestros en
esto de la escopeta, allá en el cortijo del término de Alicún de Ortega, donde
me criara. Se lo había mandado un hijo que emigrara a Cataluña y que capturó,
después de alicortarlo, cazando por los entornos del Monseny. Recuerdo, dicho
sea de paso, una coplilla que le dedicara uno de los cortijeros con vocación de
juglar, y que por ahí debe andar perdida en alguno de mis libros. Más o menos
venía a decir así:
Con tu cantar tartajoso, al más
avispado lías, parlando, so entrañas mías, ese parlar tan lioso, de “las
catalanerías”.
El de Las Sierras del Pedroso me
lo regaló mi gran amigo Antonio Blandez, dueño, junto a sus hermanos y
hermanas, de la valiosa y fértil finca de “La Venta”, que se extiende a los pies
de otra de las sierras de Guadalcanal, en dirección al extremeño
pueblo de Fuente del Arco, llamada La Sierra del Viento.
Muy por el contrario al Tarta,
tenía este Perdigón un reclamo tan sumamente afeminado y melodioso que más que el
de un aguerrido guerrero de la jaula, parecía ser el de un consumado sarasa.
Tanto era así que, en un principio, llegué a dudar, incluso, si el tal,
colándoseme como de rondón, era una "perdigalla" o, como mucho, una "lesbiana
vicaria", pues para mayor "Inri", tenía un pequeño
espolón en solo una de las patas. De todas maneras, no hubiera sido el primer pajarero
que, después de estar cazando un perdigón como reclamo macho, durante dos o,
incluso, tres celos, éste se presentara "con la sopa-ensalá" de
dejar caer, sobre la esterilla del asiento de la jaula, un huevo - un huevo,
por descontado, que en su sentido más académico, que no “metaforeado” - . Un día
le oí “titear”, y, por fin, pude salir definitivamente de mis dudas,
por ser este canto absolutamente exclusivo de los machos. No obstante no pude escapar
de la tentación de bautizarlo con el nombre de “El Dulcineo del Pedroso”
a guisa de satírico juego de palabras con aquel otro de “Dulcinea del Toboso” con
el que evocara Don Quiote al amor de sus amores.
Pues bien, en resumen, esta era
la cuadra con la que contaba por aquellos entonces en que llegó a mi poder El Chepa,
y que dicho sea de paso, sin ser para echar las campanas a vuelo, tampoco era
para que doblaran con la triste cadencia de cuando doblan a muerto.
Opté por colocar al recién
llegado junto al "sosote" y apático pollo granjero de Medina Sidonia,
pensando que, al menos, los nervios del extremeño pacense pudieran despertarle
de su desvergonzada apatía y permanente indolencia, si bien es cierto también
que, por especial recomendación de su donante, le dejé la sayuela a media jaula,
pues siendo tan nervioso y saltarín, lo podía ser aún más al extrañar tanto a
su nuevo dueño, como a sus nuevos cofrades, e, incluso, aquel su nuevo hogar
que, por otra parte, no podía ser otro sino la terraza de mi piso, bajo la que,
por cierto, los viandantes por las aceras, por un lado, y los coches por la
calzada, por otro, eran una ruidosa y caudalosa riada, y más a esas horas, en
que la mañana se encontraba en su plenitud.
No sé por qué insondable
misterio, pero “el Cuasimodo” de Villar del Rey me entró por el ojo desde el
primer momento en que le vi, a pesar de todos los pesares, por lo que, una vez en
su casillero, no hacía sino espiarlo - y siempre a hurtadillas, por aquello de
las recomendaciones de Don Vicente - para ver sus reacciones y, asimismo, poder
analizar todos y cada uno de sus movimientos y actitudes.
Durante los primeros minutos y
con gran sorpresa para mí, ni se inmutó siquiera. Y lo cierto era que yo no
llegaba a saber, por más que lo observaba, si esta su actitud era la del que se
encuentra desorientado y como perdido en un lugar que desconoce totalmente, o
la del que, desconfiado y receloso, estudia con todo tacto y astucia el
oportuno instante, para escapar de la manera que fuera de aquel tan extraño
lugar para él. Pero he aquí que, inesperadamente, "El Tarta", que
ya llevaba unos días entrando en celo, le dio por dedicarle, de repente, al
recién llegado - ¿a quién si no? - un
reclamo de
embuchada que, por su evidente
timidez, bien parecía haber sido emitido con mucho más miedo que vergüenza.
Nunca lo hubiera hecho, pues el forastero, como el que despierta, de súbito, de
un enigmática letargo, se engalló y, con insolente descaro y como queriendo
humillarlo atrozmente y sin la menor piedad, acudió a replicarle, como con
urgencia, con una reclamada de siete u ocho golpes, perfectamente enlazados y
con tal poderío y sonoridad, que parecía imposible que aquellos reclamos tan
pletóricos de pundonor, de bizarría y de señorío pudieran emanar de un cuerpo
que era tan poca cosa.
"El Tarta",
como el que se ve sorprendido, miró como atónito para un lado y para otro, pero
ya no tuvo la vergüenza torera de volver a decir ni este pico es mío. "El
dulcineo del Pedroso", por su parte, como despertando, a su vez,
de una apacible apatía, apenas si se reaccionó como en un simulacro de
desperezo. El insulso gaditano de Medina Sidonia, tal vez aterrorizado por la
sorprendente bizarría de aquel “pequeñazo” corcovado, que terminaba
de llegar, se puso a alambrar con tal poderío y tozudez que, seguramente, debí exclamar
algo así como: ¡Santo Dios! ¿quién lo diría? Por fin, te veo moverte
con la energía del que es un ser de sangre caliente, pues siempre creí que, de
tener alguna sangre, sería de esa que llaman de “sangre de horchata”.
El recién llegado, no obstante, insistió
con una nueva reclamada, tan engallada y egregia como la primera. Y yo, de forma
tan espontánea como incontenible, hasta inconsciente, tal vez, debí dejar
escapar un "¡olé ahí los tíos con reaños!" o algo parecido, con
tal fuerza, que debió retumbar en todo el piso, pues oí a mi adorable esposa
que, sorprendida, me gritaba por allí perdida en sus quehaceres hogareños, que
si me había vuelto loco o qué. ¿Que a quién le jaleaba con tanto sentimiento
y entusiasmo....?
-¡Ocho golpes, ocho, de un tirón.- Me apresuré a decirle, acudiendo a
ella como con premura carrera.- ¿Tú sabes lo que son ocho golpes de un tirón en
un catecúmeno...?
Y mi esposa se limitó a
gesticular el atornillarse una de las sienes, en tanto difuminaba una tan
misteriosa, como socarrona sonrisilla.
-¡Pues te lo voy a decir.- Agregué imparable.- ¡Ocho golpes de un
tirón, seguro campeón!
Y “la parienta” volvió a
contestarme con otra sonrisilla tan misteriosa y de perfiles de tan clara
socarronería como la primera, y por supuesto sin dejar atrás, a su vez, aquel
su
simulacro de atornillarse una
sien.
©José Fernando Titos Alfaro
Nº Expediente: SE-1091 -12
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