El Chepa
Un Reclamo de Perdiz de Capricho
y Caprichoso
Cuarta parte.-
La llegada a la terraza del Chepa
- que es cómo yo empecé a llamar al corcovado de Villar del Rey, desde el primer
momento - fue toda una bendición, si bien es cierto que el apático e insolente
neófito de Medina Sidonia, no debía pensar lo mismo, pues consiguió
definitivamente que lo mandara al "carajo",
sin ni siquiera esperar a darle una
oportunidad en la ya inminente
apertura de la veda, ya que el muy "saborío",
como resucitado de su desesperante apatía por el muy cantarín y revoltoso
extremeño, no hacía sino “alambrear” y
"hacer la carrucha" con tal tozudez, que, al sumarse a lo "malage" que ya era de por sí,
se me hizo insoportable de todas a todas. Sin embargo, allí estuvieron al desquite
El Tarta y El Dulcinea del Pedroso, que aunque nopasando de mostrarse
medianamente voluntariosos, entraron en el juego del exultante y animoso
giboso, y así la terraza, de ser un lúgubre y luctuoso velatorio, comenzó a
transfigurarse en un jubiloso guirigay de gallinero.
Viviendo con el anhelo que estaba
viviendo aquella tan entusiasta algazara de mis pájaros en la terraza, no veía
la hora de la llegada del feliz advenimiento de la apertura de la veda “del pájaro”, de la que sólo faltaban
unos días. No fueron sólo albricias, sin embargo, lo que recibiera durante esos
días de vísperas, pues el muy bribonzuelo del extremeño de Villar del Rey, para
no hacer la gracia completa, me confirmó de forma totalmente inapelable y sin
opción al menor de los equívocos, lo que de él me dijera, tan sincera y honradamente,
su antiguo dueño. En efecto, el muy bribón, a pesar de que, al parecer, estaba
hecho de caoba, se solía mostrar la mar de inquieto, de saltarín y de
desagradecido, así como muy poco sociable y casi intratable. Era, en una palabra,
huraño y esquivo como él solo. No aceptaba, no ya mi presencia, a pesar de mi
presta predisposición a mimarlo siempre con las más cariñosas carantoñas, sino
que casi tampoco la de criatura alguna, que no perteneciera a su especie
perdiguera.
Ni siquiera la de la cariñosísima
y apacible perrita de mi entrañable hija Pepita Adoración, cuando acudía a
tumbarse plácidamente en la terraza a tomar el siempre tan clemente solito del
Otoño. De todas maneras esto de la perrita podía tener su explicación, porque
un perro y una perdiz jamás hicieron “buenas
migas”, pero es que era ver moverse, más o menos cercano a su casillero,
algún mirlo o paloma del cercano Parque de Los Príncipes, y se descomponía. No
parecía sino que veía a mismo Satanás en ellos. Y así se ponía a “alambrear”,
llegando, a veces, a picotear los alambres de la jaula como con rabiosa desesperación,
si es que no a dar saltitos hasta llegar a chocar la cabeza, en algunos de
ellos, contra la cúpula de jaula con cierta contundencia. Algunas veces,
incluso, se ponía a "hacer la carrucha", siguiendo con el pico el
abovedado de su celda con tal terquedad, que llegaba a perder pie y a caer
sobre el asiento, después de dar la voltereta de un malabarista.
Inadmisibles de todas a todas,
estas "pichinerías" en un enjaulado
que parecía tener madera de la buena, para llegar a ser todo un campeón, ya que
tal actitud sólo es propia de los que llevan camino de ser unos despreciables
maulas, o si no, que se lo pregunten al del Medina Sidonia.
Es que, incluso, llegaba a más,
pues si algún hogareño e inofensivo gorrioncillo se le posaba en el comedero,
para robarle - y siempre en la actitud del más timorato y receloso de los
furtivos - algún grano de trigo o cañamón, le caía tan mal, que si lo acepta,
era porque no tenía otro remedio, queriendo, a su vez, comérselo a picotazos.
Lógico pues que el que se
mostrara tan poco sociable, tan cascarrabias y tan desconfiado y huraño, me
cayera peor que una patada en "los
mismísimos", y que, incluso, me trajera a "maltraer". No obstante, siempre acababa por venirme a conformidad,
pensando que, con el pasar de los días, se iría acostumbrando a convivir con
todos aquellos lugareños que su sino le tenía destinados, poniendo de
manifiesto, donde fuere y ante el que fuere, la bizarría, la nobleza y la generosidad
de las que, paradójicamente, solía hacer gala estando a sus anchas y sin
incómodos testigos o visitantes, lanzando al aire con cautivadora galanura sus
reclamos de cañón, así como sus rítmicos y acompasados “cuchicheos”, sus piñones, pitas o titeos.
No terminaban aquí mis
preocupaciones, pues me perseguían otras bastante más inquietantes y de mucho
mayor alcance y trascendencia, porque, claro, era evidente que el pollo de
marras estaba hecho todo un valiente y apuesto gallito, habiéndose erigido,
asimismo, en el arrogante y engreído capitán de la reunión - así que,
indiscutiblemente, allí había madera y de la buena - pero aún quedaba la
valiosa y artística talla que en ella se pudiera esculpir. Quiero decir que las
verdaderas actitudes y virtudes que el neófito pudiera tener, donde realmente
tenía que demostrarlas era en el campo y sobre el pulpitillo, por ser la hora
de la verdad, a modo y manera de cuando el torero toma la espada para la muerte
del toro. No olvidemos además, que una cosa es predicar y otra, muy distinta,
es dar trigo.
Mis dudas, bajo este concreto
aspecto, llegaban a agigantarse cuando pensaba en las más que vituperables actitudes
del pájaro ante la simple presencia de su amo y de cualquier otro visitante, y
así mis sospechas de que en el campo se mostrara igual de antipático e
insociable, por no decir que igual de "gilipollas",
ante la sola presencia de algún que otro bulto, más o menos, sospechoso, de los
muchos que se nos podrían presentar “dando
el puesto”, como bien podría ser una simple oveja, una vaca o una yegua, si
es que no una simple liebre o un pobre conejo, y ¿para qué decir, si el sospechoso
visitante era un zorro o una rapaz?
Era esto algo que no quería ni
pensarlo, por lo que cuando acudía a mi mente, lo solía rechazar como una mala
tentación.
Y es que, como por otra parte, me
encontraba tan "escaecío" de
buenos reclamos y ya en las mismas puertas de la apertura de la veda, el solo
pensar que éste también me pudiera dar con la puerta en las narices, me ponía a
temblar. Porque, claro, El Tarta y El Dulcineo, sí, mientras las circunstancias
no fueran muy desfavorables, solían tener la suficiente vergüenza torera como
para "dar la cara" con cierta
dignidad, sin embargo, teníamos el problema que, cuando se presentaba alguno de
los muchos contratiempos que acechan a esta tan delicada modalidad cinegética,
ya los teníamos en el pulpitillo convertidos en auténticos mochuelos, si es que
no perdiendo el culo por escapar de la jaula, y al dueño, entre tanto, allá en
el tollo sobre el catrecillo, cabeceando, la soñolienta modorra que,
necesariamente, tiene que acarrear el estar esperando a que cante una
alpargata, si es que no echando fuego por los ojos con “el cabreo” de un elefante.
©José Fernando Titos Alfaro
Nº Expediente: SE-1091 -12
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