El Chepa
Un Reclamo de Perdiz de Capricho
y Caprichoso 11
Catorceava parte.-
Durante el segundo celo, tuve al
Chepa al pie del cañón todos cuantos días podía salir a colgar, que, como ya
tengo dicho, sólo podían ser los fines de semana, y siempre con permiso, claro
está, de su majestad “doña atmósfera”. Para ello decidí que sustituyera al
“Dulcineo” en el puesto de luz del Sábado, y al Tarta en el de la tarde del
Domingo. En este sentido pues, dejándome de recomendaciones y demás zarandajas
de los “sabelotodo” en esto de los catecúmenos, rompí con todos sus cánones.
El campo, ese celo, estuvo fatal
desde principio a fin, por lo que fueron muy pocas perdices las que pude tirar.
No me importó en absoluto, pues para un pajarero de mi filosofía, esto de matar
perdices en el puesto, no pasó nunca de ser, cuanto más, la guinda que adorna
el pastel. El auténtica pastel para mí fue siempre disfrutar de la Naturaleza,
al ritmo de la emotiva tensión del siempre tan incierto desenlace de cada lance,
culminado con éxito o no, y, por descontado, viendo el comportamiento de los
reclamos, siempre y cuando, claro está, éste comportamiento fuere, al menos,
aceptable, como, en este concreto celo me sucediera, pues si bien, tanto “El Dulcinea
del Pedroso” como el Tarta fueron más "vaquillas de media obrá" que
nunca, por lo poco que se “les corrían las campesinas” y las muchas
dificultades que ofrecía el tiempo, El Chepa, por el contrario, en todos y cada
uno de los puestos que le daba, demostró, inequívocamente, que, en efecto, llevaba
todas las papeletas para ser un "fuera-serie". Y digo esto de que
"llevaba todas las papeletas”, porque todos sabemos que, por lo general,
hasta el tercer celo, un reclamo no nos garantiza lo que, realmente, lleva
dentro y ya para toda la vida, por lo que, no antes, no debemos ilusionarnos en
demasía, y asimismo, irnos un tanto de ligeros, para entregarles las
credenciales. Y es que, como decía aquel viejo y sabio pajarero, maestro mío,
llamado El Tío Bastián, " hasta el tercer celo, un pájaro no está fuera de
“culero".
No fueron demasiados interesantes
ni atractivos los puestos que di en ese celo, no obstante, sí quisiera
detenerme en un puesto de mañana, que le diera a este fenomenal y muy despierto
alumno - miren ustedes por donde - allá por nuestros ya conocidos parajes de
"Las Cochineras".
Ese día, por contra a aquel
espléndido día, desbordado de luz y bonanza, y que podríamos recordar como el
de la infiel y redomada viuda, fue un día de cielo cenizoso y “panzaburrero”,
aunque sereno, si bien, por la tarde, se le acentuó una neblina, un tanto
“meona”, con aquel su menudo y casi imperceptible chirimiri, y que, no por
tratarse de una tan suave lluvia, dejara de poner a uno como una sopa, así como
para poner a gotear las ramas de los chaparros.
El Chepa, como siempre, tan
pronto se vio despojado de la sayuela, salió con aquellos sus
"engallaos" reclamos de cañón, que, por lo común, solían ser de siete
u ocho golpes, y que, por la virilidad y bizarría que en ellos ponía, parecía
inverosímil que pudieran escapar de aquel cuerpo tan menudo del liliputiense,
como ya he dejado dicho por ahí en alguna que otra ocasión.
No tardó en "ponérsele al
aparato" un macho, con vozarrón como enronquecida por el tabaco, por allá
perdido entre las jaras de la ladera de una repinada colina, que se alzaba,
justamente, frente al apacible corono en que tenía ubicado el tollo. La
beligerante porfía de retos y “contrarretos” no se hizo esperar, y en ella
comenzaron a pasarse minutos y más minutos, entre "un me acerco y un me retiro"
del enronquecido campesino. Lógicamente, no tardé en sospechar que el puesto
iba a transcurrir como la mayoría de los que, a esas alturas, ya llevaba dados:
"mucho cantar, pero poco acudir". No fue así, sin embargo, pues
cuando más desanimado me encontraba, ya que el campesino parecía haber hecho mutis por el foro, al
no contestar a los insistentes “reclamos, cuchicheos y piñoneos” del trovador
del pulpitillo, pude ver, de repente, al muy cantarín trovador del Chepa que,
embolado y “enmoñado”, dejaba escapar unos apagados reclamos de embuchada.
-Ya está aquí el muy cabrón del
retrancón, después de haber entrado de "callandillas".- Me dije, a la
vez que me apresuraba a buscar con avidez al posible visitante, a través de la
tronera, entre el clareo de la maleza que rodeaba al “entronizado” trovador.
Sólo unos instantes después, pude ver, no a uno, sino a tres invitados, que por
allí merodeaban un tanto recelosos. En efecto, se trataba de un macho con dos hembras.
El bígamo, ante la insistente y
engañosa invitación del fariseo, se coló en la plaza, “curicheando”, engreído y
amenazante, comenzando a darle vueltas al pulpitillo, buscando decidido el
lugar más estratégico por el que encaramarse al retador y osado intruso, con
las malas “jindamas” de asarlo a picotazos. Las hembras, entre tanto, como
meras observadoras y en su papel de simples comparsas, allí permanecían al
margen, sobre una praderilla de margaritas silvestres que, estando en su
esplendor, daban la sensación de ser un apretado servicio de huevos fritos de codorniz
sobre un verde y limpio mantel. Sentí la tentación, por la muy adecuada
posición que tenían las dos pajarillas, de dispararles con la idea de hacer una
carambola. Tentación en la que no caería, porque además de que siempre fui un
gran enemigo de tales “pichinerías”, en aquella ocasión, se me estaba
ofreciendo en bandeja de plata, una de las más codiciadas oportunidades, para
poder analizar la verdadera valía de aquel empollón examinando, intentando
cautivar y rendir a sus pies, nada menos, que a dos damas por separado, una vez
que quedaran viudas, abatiendo al bígamo amante.
Fue, exactamente, lo que sucedió.
Olvidándome totalmente de las amantes, esperé, con la escopeta ya encarada, a
que el bígamo apareciera de detrás del pulpitillo, en una de sus vueltas. Le
centré entonces el punto de mira en uno de los costados, y quedó fulminado y
sin mover ni una sola pluma.
Las hembras, lógicamente, a la
explosión del tiro, se volaron despavoridas. Viendo que el común esposo no
acudía a ellas, comenzaron a llamarlo a lo lejos y como a porfía. Sus llamadas,
ya de por sí tan desesperadas, llegaron a hacerse realmente patéticas, al
comprobar que el amante, no ya sólo no acudía a su lado, sino que ni siquiera
les contestaba. Y, entre tanto, el intruso galán, tras "una
mortuoria" como de emergencia al recién abatido, acudía a lanzarles
requiebros y más requiebros, con desbordada euforia y galantería, a las que tan
fieles esposas parecían ser, reclamando al común esposo con aquellas tan
sentidas y desesperadas cuitas de amor, y, por descontado, sin hacerle “ni puto
caso” a aquel osado galán, que se les colara en su territorio como de matute, por
más que el susodicho no desistiera ni se desanimara ante tan evidente desprecio
y aún más descarado despecho.
Ninguna de las dos tuvo, por el
contrario, la simple curiosidad de acercarse por allí por donde vieran, por
última vez, a su común esposo, aunque sólo fuera con la intención de poder saber algo del
desaparecido, si es que no, atraídas por la amorosa serenata del juglar.
En constante movimiento e,
incluso, en desesperadas “volatas” rasantes de acá para allá, aunque siempre a
más que prudencial distancia, no desmayaron en aquella su desesperada cantinela
durante toda la santa tarde. Yo, por mi parte, sin embargo, tampoco llegué a
perder en ningún momento las esperanzas de un posible lance, ni aún viendo que
el día estaba dando las últimas “boqueás” con la noche ya en las mismas
puertas. Y es que no era para menos, viendo el entusiasmo y la sabiduría con
que aquella preciosidad de pollo de dos celos estaba intentando trajinárselas.
Si es que aún no lo tenía claro,
esa tarde me quedó absolutamente despejado que la astucia más taimada es algo inherente
a la propia naturaleza de toda fémina, pues ambas
esperaron a que el día estuviera
entre dos luces, para acercarse a ver, protegidas por la penumbra del
anochecer, lo que había pasado con el esposo, y fue entonces cuando apenas si
pude ver a las dos damas relampagueando entre la maleza que rodeaba al
pulpitillo, como dos misteriosas y escurridizas sombras. ¡Qué bien sabía yo
que, tarde o temprano, tenían que acudir allí adonde vieran por última vez al
amante! ¡Qué recibimiento el del Chepa! ¡Ya no sabía qué hacer, aún estando
haciendo encaje de bolillo en su recibimiento! Tuve la oportunidad de tirar a
una de ellas a la carrera y como a traición, pero...¿para qué...? No merecía la
pena, además de que no estaba donde ni cómo debía estar. A partir de ese momento
y con la noche, prácticamente, encina, la perdí definitivamente de vista y ya
nunca jamás se supo de las apenadas y fieles viudas.
-Si este excepcional reclamo.- Me
dije en esos entonces, a la vez que salía del tollo.- no ha reventado en el
largo y arduo puesto que ha dado durante toda la santa tarde, ya no
reventará jamás. Con la poca cosa
que es.- Pensé.- y los "peazos de güevos" que tiene el muy bribón. Fue
este un puesto como para quedar grabado en el alma de cualquier aficionado por
los siglos de los siglos, amén.
©José Fernando Titos Alfaro
Nº Expediente: SE-1091 -12
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