Precesión Auto de Fe 1560 |
Capítulo IV del libro “El legado de Palium
Virginis”
Segunda parte del resumen del capítulo de mi libro inédito “El legado de Palium Virginis” (primera parte publicada en este blog 15 de Noviembre de 2017.
Este capítulo está construido en la historia y referencias a la cita de un libro que leí hace tiempo sobre los herejes de Sevilla que fueron quemados vivos en el Prado de San Sebastián en la víspera de la Navidad del año 1560, en la relación de herejes consta un tal Bassin Khadel Kashan (Joaquín de Atalaya), nacido en Guadalcanal sobre el año 1520. Fundada sobre hechos y lugares reales de la época, bien le pudo suceder a nuestro paisano por su condición de mozárabe y arriero.
Poco después cruzaron el único puente que había de madera en
varias leguas para cruzar el gran río, llegaron a las murallas y entraron por
la Puerta Real a la villa. Uno de los escuderos de D. Luján acompañó a
Nicolasillo al barrio del gremio de los alfareros de Triana y tras entregarle
una taleguilla con monedas al maestro alfarero Pedro Jaramillo y un escrito de
D. Luján se dirigió al zagal indicándole con voz ronca y autoritaria,
- Este es tú nuevo amo y hogar, procura no defraudar a mí señor o
yo mismo te ajustaré cuentas.
La vida de Nicolás con apenas catorce años había tomado un nuevo e
inesperado giro, era tratado como uno más de la casa del maestro Pedro
enseñándole un oficio, cerca de nuevo de su padre que se hallaba pendiente de
ser juzgado y gracias a la gestión de D. Luján con su amigo el juez inquisidor
D. Pedro Solsona podía visitarlo una vez a la semana llevándole un poco de
comida, mucho cariño y esperanza, así, todos los días primero de semana lo
esperaba un viejo carcelero en una angosta puerta lateral junto al río de
difícil acceso y escasa vigilancia para introducirlo por los oscuros y angostos
pasillos que conducían hasta la celda del reo.
Pasaron más de dos años y seguían las interrogaciones, torturas y
vejaciones, por el proceso iniciado contra Joaquín de Atalaya y muchos presos
más acusados por la Santa inquisición en las cuadras de la Torre de san
Jerónimo en el ala este del castillo.
Nicolás convertido ya en joven alfarero, se reunió con su madre y
hermanos en el verano del 59, de nuevo gracias a la intersección de su tío D.
Luján y vivían agrupados en una modesta casa choza de barro y paja cerca un
arrabal llamado “El Tardón” a unas cien varas del castillo.
El 25 de septiembre del año 1559 con motivo de los fastos
organizados en honor al nuevo rey D. Felipe, se organizó un Auto de fe en la
plaza de San Francisco, esta que salió desde el Convento de San Pablo, baluarte
y cuartel de los servidores de la fe y terminando en el Prado de San Sebastián,
donde fueron quemados junto con otros condenados varios frailes del convento de
San Isidro del Campo, entre ellos Fray Cirilo valedor en la primera época de
internamiento del reo Joaquín de Atalaya.
En un frío martes de 12 de diciembre de 1660, fueron visitados por
el Inquisidor D. Pedro Solsona y D. Luján en su modesta casa Nicolás y Teresa,
(su paciente madre), siendo informados del veredicto de condena a muerte de
Joaquín acusado de suministrar y portear textos prohibidos que incitaban a la
herejía y ser poseedor de un gran secreto no confesado contra la estabilidad y
buena moral de la única y verdadera fe.
El 21 de diciembre fue anunciada por las campanas, sermones,
plegarias de todas las parroquias, pasquines pegados en sus puertas y las de
otros lugares públicos de Sevilla y muchas leguas de alrededor el Auto de Fe a
celebrar el día siguiente en el que serían ejecutados los llamados herejes de
Sevilla. Aquella noche la procesión salió del convento de San Pablo hasta la
Plaza de San Francisco, los frailes portaban la exuberante cruz verde de madera
que presidiría encima del gran tablado construido para albergar a nobles,
hijos-hidalgos, inquisidores, clérigos y cabildo de la ciudad, estos, vestidos
con sus mejores galas para mejor gloria y realce del evento a celebrar el día
siguiente. A esa misma hora, otra procesión, ésta más humilde llevaba otra cruz
al quemadero del Prado de San Sebastián, el lugar por la gran cantidad de haces
de leñas apilados y custodiados por los hombres de orden de la Santa
Inquisición, presagiaba que al día siguiente tendría un gran acto para depurar
Sevilla de herejes y ateos con un castigo ejemplar.
En aquellos días, Sevilla se encontraba abarrotada de gente de
todas las clases sociales procedentes de cercanos y lejanos lugares, que
buscaban los cuarenta días de indulgencia, estos, dormían en soportales de
iglesias y parroquias, casa labriegas y cualquier otro sitio que sirviese de
cobijo para mitigar aquel frío que invadía la ciudad y la peligrosidad nocturna
de asaltos, los víveres empezaron a escasear a pesar de que los forasteros
venían previstos de animales, frutas y otras viandas, la gran cantidad de
basura acumulada aumentaron los malos olores, enfermedades y el aire se hacía
irrespirable, durante el día todo era distinto, el bullicio llenaba las calles
y las tabernas del puerto y los tratos y truques eran visibles en cada esquina
o plaza.
Aquel martes del invierno del 22 de diciembre, día de San Demetrio
amaneció gélido, el cabildo de la ciudad había vetado carruajes y caballerías
en el interior de la muralla para evitar y controlar mejor que el gran tumulto
de gente colapsaran el paso de la comitiva, gente que se desperezaba al lado de
calderas y candelas mantenidas durante toda la noche para evitar el frío y la
negrura de la noche, carrillos de mano a semejanza de puestos ofrecía por unas
monedas buñuelos, pastelillos, masa frita, calderillos de hidromiel, leche
mezclada con esencias y otras viandas para saciar a los transeúntes que se
aglomeraban en plazas y vías de tránsito.
Más mediada la mañana, la muchedumbre se dirigía a las abarrotadas
iglesias y capillas a recibir los cuarenta días de indulgencia junto con los
gratuitos panes y peces arenques, como eran de rigor, prometidos durante días
desde los púlpitos para el ansiado día de Auto de Fe.
Por fin, inicio su marcha la solemne procesión desde la puerta
principal del castillo de San Jorge en el populoso barrio de Triana con más de
70 condenados, más de trescientas varas por delante en ceremoniosa comitiva
hasta llegar a la plaza de San Francisco, en la plaza de San Pedro se uniría a
la comitiva los frailes dominicos, después bordeando la de Pajarería para hacer
los preliminares del camino más largo, continuaba el séquito cada vez más
numeroso con la incorporación de frailes, clérigos de las parroquias cercanas y
todos ellos escoltados por los soldados de fe, enzarzando el desfile victorioso
y de gran colorido.
El retumbar de los tambores de los alabarderos y el confuso clamor
que iba llegando del gentío anunciaban cada vez más cercano el momento de aquel
apocalipsis, por fin el gran río, las barcas que componían el puente temblaban
ante los pies de la comitiva, abierta por una decena de soldados a caballo,
único grupo que eran autorizados a llevar sus cabalgaduras, el resto de la
comitiva lo hacía a pie, si exceptuamos los condenados más significados que
iban montados a horcajadas en famélicos jamelgos llevados del ronzal por
moriscos a modo de escuderos ataviados con turbantes para formar jinete y
escudero el más esperpéntico cuadro que cualquier pintor realista pudiera
pensar, allí entre ellos, se encontraba Joaquín de Atalaya, montado en su viejo
amigo, su rucio Canastero, con las manos atadas atrás, muy menguado, apenas
pasaría cuarenta kilos, en lamentable deterioro físico, resto de hambres y
torturas, barba y pelo largo, cubierto su cuerpo de resto de trapos de lo que
fueron las calzas y el jubón con los que fue detenido, aun así, le quedaba la
mirada limpia y altanera de aquel orgulloso arriero que había salido con su
hijo de Guadalcanal aquella primavera del 57.
Detrás la gran cruz verde y tras ella el enorme séquito formado
por los justicias de hijosdalgo y de plebeyos, nobles, clero mayor y nobleza de
visitantes invitados a los fastos, todos ellos lucían su mejores armas,
sombreros adornados y galas, dando colorido a aquella comitiva de hombres
ilustres que contrastaban con los miserables ropajes, gorras o caperuzas de la
gente humilde encaramadas en balcones, azoteas, bohardillas, poyetes o muros y
que se destocaban ante el paso de la gran cruz, entre ellos, engullidos por la
multitud, la familia de Joaquín asistían al último acto de aquel “circo romano”.
Seguidos por otro grupo de simples condenados, estos pintados con
aspas o medias aspas, condenados, a pie, descalzos y semi desnudos que eran
objeto de los insultos, junto a ellos los pocos frailes que restaban vivos del
monasterio de San Isidoro.
Vejaciones, insultos, canciones alegóricas y fruta podrida
arrojadas por los buenos cristianos que apenas le dejaban espacio para avanzar
hacia el patíbulo redentor hacían más angosto el camino. Seguían a estos
condenados unas figuras de cartón que presentaban burdamente a los herejes
huidos, pero que habían sido juzgados y condenados y serían igualmente pasto de
las hogueras, así como unas cajas de huesos y restos de los que durante el
periodo de interrogatorios habían sido llamados por el Señor o Satanás que
igualmente serian quemados como último acto de pureza y salvaguardia de la fe
llevada por la Santa Inquisición.
Cerrando la gran comitiva acompañados por los soldados de cristos
con alabardas y arcabuces iban los inquisidores, oficiales seculares y los
llamados familiares del Santo Oficio, entre ellos con la mirada perdida y
sintiéndose observados con sus lujosos ropajes D. Pedro Solsona y D. Luján de
Atalaya.
Por fin la siniestra comitiva llegó al Prado de San Sebastián
donde dos púlpitos atestados y abundantes hogueras alimentadas de leña apilada
a sus orillas, esperaban a los actores principales de aquellos actos. Subido en
uno de los púlpitos un fraile de la Orden de los Predicadores que una vez que
las masas sucumbieron en un intrigante silencio iría leyendo una a una las
sentencias de los condenados en orden de más livianas a las más graves para
permanecer en actitud atenta a los asistentes.
Después de más de una hora de despachados castigos más veniales y
cuando la multitud pedía a voces sentencias ejemplares, el dominico que ocupaba
la parte central del púlpito tranquilizó a la masa y empezó a leer los
pecadores que más habían ofendido a la santa iglesia, empezando por los monjes
jerónimos de San Isidoro incluido su prior fray Dámaso Alcolea y siguiendo por
otros condenados como Joaquín de Atalaya, acusado de suministrar y portear
textos prohibidos que incitaban a la herejía y ser poseedor de un gran secreto
contra la estabilidad y buena moral de la única y verdadera fe, los doctores
de mala praxis Edigio y Constantino y el arriero de Guadalcanal, fueron
quemados en la hoguera del prado de San Sebastián aquel frío día 22 de
diciembre de 1560, otras gentes acusadas de actos horribles contra la fe por el
tribunal de la Santa Inquisición, las monjas Dorotea Cháves, y Dolores Atienza,
Leonor Núñez por practicar la brujería y medicina esotérica que fue viuda de
Gonzalo de Rivera y sus tres hijas mayores, el inglés Nicholas Burton que
proclamó su ateísmo en bodegas de Sanlúcar y en las tabernas del multitudinario
puerto de Sevilla y a otros ciudadanos que tuvieron la mala suerte en su vida
de cruzarse con la inquisición.
También se quemó en aquel acto la esfinge de cartón de Juan Pérez
huido pero condenado a la hoguera por el santo tribunal y los huesos de los que
no aguantaron las torturas como Juana Bohórquez el portugués Joao Pereyra.
Mediada la tarde, poco a poco los actos ejemplares tocaban a su
fin, entre vítores de los buenos cristianos que empezaron a abandonar lentamente
el Prado de San Sebastián. La masa se dirigió entre las angostas calles que
rodeaban la casa del Almirantazgo y La Puerta de Jerez calle Génova arriba para
entrar por la Puerta del Perdón y el patio de los naranjos a la Catedral de la
Sede de Santa María de Sevilla y oír la misa última de la tarde.
Dos fechas después, día de la Natividad del Señor, un sirviente de
D. Luján se presentó en la modesta casa de los Atalaya con un carro tirado por
dos acémilas, la familia de Joaquín al completo emprendieron en él su regreso
a Guadalcanal, tras varios días de penurias y frio llegaron a la villa entrando
por la puerta del Jurado, se establecieron en extramuros en un pequeño huerto
con vivienda que poseía la familia de Bassin, el hereje de Guadalcanal en el
camino del Convento de San Francisco y Nicolás empezó a trabajar en la calle
Olleros junto a su tío abuelo Kayden Abdel Rahim ayudándole en la alfarería y
haciéndose cargo de la misma a la muerte de este.
Rafael Spínola R.
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