El Chepa
Un Reclamo de Perdiz de
Capricho y Caprichoso 17
Articulo 21
Eso de tirarle a un
reclamo una perdiz que esté fuera de plaza - sea macho o hembra,
para el caso da igual - es algo que le debe repatear las
entrañas, pues hay que ver la actitud de desasosiego, de disgusto y
de decepción que toma. Sin embargo, siendo esto tan grave, queda,
bajo este sentido, a la altura de una alpargata vieja, ante el
descomunal y pichinero desafuero - y nunca me cansaré de
reincidir en el tema – que le debe suponer a un Reclamo el que
una perdiz se le vuele de la plaza, por un disparo fallido. Y es que
esto le debe infundir una tan atroz humillación que, mucha casta y
no menos oficio ha de tener el tal Reclamo, para no resentirse en tan
alto grado, como para no quedar eternamente decepcionado, si es que
no "p´el arrastre" para los restos de su
vida.
Por eso yo, sabiendo esto
y, además, por propia experiencia, estaba que no vivía, cuando lo
del Cubillo, porque no era una, (como en el caso del bautismo como
pajarero del Catedrático) ni, incluso, dos, (que aunque nunca
me había sucedido cazando al Chepa, sí, por el contrario, con otros
Reclamos) sino que fueron, nada menos, que la friolera de seis
perdices las que el muy maleta del montero, marrando el tiro, dejara
volarse de la plaza o de donde sólo Dios y él pueden saber.
¡Qué fracaso tan
descomunal, Santo Dios! Y es que seis perdices en un mismo
puesto, manda cojones. Quizás se trate de un récord tan singular,
como para que pudiera entrar por la puerta grande del Libro de los
Guinness.
Yo conocía sólo un caso
- para mí, realmente, asombroso – de marrar tres perdices en un
puesto. Yo mismo y en persona, no ya el enorme pecado de fallar una
perdiz, sino que, alguna que otra vez, también llegué a fallar dos
en mi ya larga vida de pajarero, ya que de esto, creo, que no se
salva ni el "Tato", o si no, el que esté
libre de pecado que tire la primera piedra.
Yo, en concreto, como
termino de confesar, no la podría tirar.
Por otro lado, pensaba
que el tremendo fracaso del Cubillo,
tal vez, no hubiera
podido hacer demasiada mella en El Chepa porque, si bien, por una
parte, ya a esas alturas, por las muchas y muy memorables batallas
que llevaba libradas, y, por otra, sabiendo de la categoría del
Chepa, estaba casi seguro que el soberbio campeón no se debería
haber resentido ante tales “fallos”.
No obstante, como al día
siguiente del día de autos, era Domingo, dudé mucho si sacarlo al
campo o no, pues, a pesar de todo, no se me terminaba de ir de la
cabeza que, tal vez, si no en mucho, sí le pudiera haber afectado en
algo, por lo que, tal vez, fuera conveniente dejarlo de vacaciones
durante una semana, para que, olvidando tan atroz desaguisado,
quedara totalmente borrado de su cabeza y, sobretodo, de su corazón.
Fue el momento de coger
las sayuelas, para encapillar a dos de los tres reclamos que tenía,
cuando, cortando por lo sano y tan contundente como decidido, terminé
por decidirme por El Chepa y por el sustituto del pobre Tarta que,
por cierto, viendo las buenas maneras que venía demostrando, ya le
había bautizado con el nombre de "El Granaino", por
proceder del pueblecito de Los Montes Orientales de Granada, Pedro
Martínez, el pueblo de mi madre y en el que yo me criara. Pájaro,
por cierto, que, en una de mis esporádicas visitas a al pueblo, me
regalara mi primo “Pepico el de La Posá”.
El día estaba que si no
para echar las campanas a vuelo,
tampoco como para
ponerlas a doblar a muerto, así que salí para allá, en busca de
los encumbrados olivares de La Sierra del Agua, con los anhelos de
siempre bailándome en los ojos, por supuesto, que también en el
corazón, si bien era cierto también que un tanto mortecinos, a
veces, por aquel preocupante pellizco de dudas que, sobre El Chepa
llevaba por los seis - ¡nada menos que seis! - que, el día
anterior, el muy petardo de mi anfitrión marrara en El Cubillo.
Por lo pronto, en el
puesto de luz, “El Granaino”, aunque no le tiré,
se portó como los buenos, no dejando de salir de reclamo, durante
todo el tiempo que duró el puesto, aunque haciendo calladas, más o
menos, largas. Pero el campo no estaba por la labor, y no
correspondió en ningún momento.
Por la tarde, pensando
buscarle a mi hipotético decepcionado, El Chepa, el sitio más
propicio, y aún más, encontrándome tan escamado, después de
comprobar, en el puesto de la mañana, la pésima actitud en la que
estaba el campo, decidí hacer el tollo, arriesgando al máximo, en
un lindazo de prietas y frondosas adelfas, que servía, precisamente,
de linde entre el Coto de la Sociedad de Cazadores de Guadalcanal,
del que yo era socio, y del que, por ser un coto comercial, era casi
sagrado e intocable.
De todas maneras, se
trataba de una linde cinegética, por lo que, según la ley, tenía
que estar distanciado de ella, cuanto menos, quinientos metros, y no
estaba ni a un centímetro, porque si el pulpitillo no, el tollo sí
estaba en la misma linde.
Claro que, por otra
parte, procuré estar tan astutamente camuflado en él, que aquello
bien podía ser lo de la famosa aguja en el pajar, aunque, claro, por
muy invisible que allí
pudiera estar, los tiros
me podrían delatar ante alguno de los “jurados”,
necesaria e ineludiblemente. Pero bueno - Pensé - como contra
siete vicios, hay siete virtudes, todo sería cuestión de pegar un
solo tiro, ya que mi único objetivo era ver si el presunto resentido
lo estaba en realidad, y así, una vez comprobado cómo le podría
afectado lo del Cubillo, pues pies para qué os quiero.
De momento, el bueno del
Chepa comenzó como de costumbre. Sus consabidos saltitos - esos
jamás podían faltar - mientras me apresura a emboscarme en el
tollo, después de
quitarle la sayuela,
para, de inmediato y sin la menor pérdida de tiempo, salir de
“reclamo de cañón”.
La cosa pues, empezaba
bien. No tardó mucho "en ponérsele al aparato"
un macho del paraíso prohibido, que no de nuestro colindante coto de
La Sociedad de Cazadores, el que, presto y sin demora, allá acudió,
quedándose al otro lado del lindazo. El Chepa, presintiéndolo, que
no viéndolo, se lió con él, con el poderío y el talento del gran
campeón que era, pero el sagrado cotista no atravesaba el lindazo ni
a la de tres.
No parecía sino que, no
teniendo el pasaporte en regla, no se atrevía a pasar la frontera.
Sangre, sudor y lágrimas
le costó al que, intacto de todo resabio, seguía siendo el
insuperable artista que siempre fuera, para que el cotista traspasase
aquella tan prohibitiva frontera de tupidas adelfas por una especie
de portillo que se abría, unos metros más arriba de donde nosotros
nos encontrábamos, y desde donde entró, directamente, en la plaza,
acompañado de su hembra y celosamente embolado, al tiempo que,
arrastrando el ala y emitiendo amenazantes “cuchicheos”,
le presentaba cara al que, con el pico sobre la esterilla, le estaba
recibiendo engolado y representando, como todo un insuperable actor
de comedias, el fraudulento papel del más enternecedor y cariñoso
amigo.
-¡”Olé ahí los
tíos bragaos”!.- Me faltó gritarle a mi entrañable
Chepa, viendo cómo, en aquel instante, se me borraba mi obsesiva
preocupación, al tiempo que derramaba júbilo hasta por los pocos
pelos que ya me iban quedando en la cabeza.
En esos momentos, un mar
de dudas comenzó a acudir a mi frente. ¿Qué hacía en
circunstancias tan comprometidas...?
¿Abatía primero a la
hembra, sabiendo que, por lo bravucón que parecía estar el macho,
un segundo tiro iba a ser cosa de un suspiro, puesto que el valiente
y celoso esposo, si es que llegaba a volarse al tiro de la hembra,
estaría de vuelta en menos que se santigua un Cura loco...?
¿Tirar primero el macho
y dejar al Chepa que siguiera disfrutando del lance con la hembra por
allí merodeando taimada y sin decidirse a entrar, aún con el riesgo
que podía suponer seguir allí a la espera, después de la explosión
de un primer disparo...?
¿Cometer el pecado
cinegético, que para mí era la tan odiada y despreciable carambola,
y tras el tiempo justo de que el trovador cargara el tiro, coger
manta y carretera....?
¿Cometer la imperdonable
tontería de dejar allí al matrimonio hasta que, aburrido y
hastiado, se marchara, dejando, a su vez, al trovador con la miel en
la punta del pico....?
Por lo menos, de esta
última posibilidad, ni hablar del peluquín. La deseché como un mal
pensamiento, si es que no como una perversa tentación. Tal memez,
por otra parte, dejaba en evidencia a un artista de tan alta
categoría, como era El Chepa, despreciando su tan valiosa obra de
arte, de una forma tan injusta como grotesca, y eso ya se pasaba un
mucho de castaño oscuro.
Lo de abatir primero e
indistintamente al macho o a la hembra, tenía que suponer, en
cualquier caso, dos disparos, más o menos espaciados, pero dos, y
esto sí que era meterse en la boca del lobo, aunque no tan de lleno,
optando por la hembra en primer lugar como optando por el macho.
Me decidí, por fin, por
el pecado de la carambola, por muy despreciable “pichinería” que
fuera para mí, pero es que en aquella ocasión, las circunstancias
mandaban. Y así, con un solo disparo, el lance quedaba totalmente
solucionado, y todos tan contentos, ya que el protagonista, por su
parte, quedaría, absolutamente, satisfecho, y su escudero,
totalmente fuera del peligro de caer en manos del guarda, así que mi
decisión se me hizo irrevocable, pues eran muchos pájaros lo que
caían en aquel tiro: los dos pájaros de perdiz; el de la
satisfacción del reclamo, y, por fin, el mí salvación, que tampoco
era moco de pavo, al quedar como perro al que le quitan pulgas,
pudiendo tomar rápidamente “las de Villadiego”, y así quedar
libre de una posible captura. ¡Fuera pues cualquier elucubración o
remordimiento, ya que muerto el perro, se acabó la rabia!
Todo decidido, había que
esperar el momento oportuna.
De momento, cuando me
quise dar cuenta, tenía al sagrado “cotista” encima de la jaula,
en descomunal y desigual batalla con El Chepa, pegándose,
mutuamente, picotazos y más picotazos a través de los alambres de
la cúpula de la celda del prisionero.
Viendo que no desistían
de su encarnizada lid, pensé despachar a la hembra de un tiro, pero,
claro, tan encelado estaba en su pelea el campesino, que estaba
seguro que, no ya
volarse al tiro, sino que
ni se enteraría de él.
Tuve suerte, pues
pensándomelo estaba, cuando lo vi como que se escurría de aquella
tan incómoda postura en que se encontraba peleando en su atalaya,
yendo a caer, precisamente, junto a su esposa, que seguía tan
insulsa e impávida, como cuando lo observaba peleando. No había
pues tiempo que perder. Era el momento. Así que, la “carambola”
en un certero tiro, y aquí se acabó la presente historia, y, sin la
más mínima pérdida de tiempo, a huir por allí como gato que
escapa sobre brasas.
©José Fernando Titos
Alfaro
Nº Expediente: SE-1091 -12
No hay comentarios:
Publicar un comentario