El Chepa
Un Reclamo de Perdiz de
Capricho y Caprichoso 18
Capitulo 22
Recuerdo aquel puesto que
le diera al Chepa, aquella tarde de cielo gris y tristón en el
codiciado coto de caza menor de "Judío", en especial,
porque se me hizo eterno. Todas las circunstancias del mundo - unas
reales y otras creadas por aquella, al parecer, mi enfermiza
imaginación, empujadas por las circunstancias que parecían haberse
confabulado para que las creara.
¡Vaya un martirio
psíquico que, tan absurdamente, me creé!
Me había invitado mi
buen amigo y excelente aficionado a la jaula, Paco Ahillones. Optamos
por ir en su "cacharreta", que era como él le solía
llamar a su "2CV", ya que había llovido bastante el día
anterior, y los carriles debían estar infernales, y este coche, por
ser tan poco pesado y ágil, se “carrileaba” por
caminos embarrizados como los propios ángeles.
Una vez que dejamos la
carretera asfaltada de Alanís de la Sierra, para coger uno de los
carriles que se adentraban en el coto de marras, empecé a espiar a
través del parabrisas, buscando un lugar para mi puesto que, por lo
menos, medio me gustara. Y así, al no mucho de nuestro “carrileo”,
pude ver, aledaño al carril y frente a nosotros, un montículo que
me pareció bastante apropiado, por su afable estampa y por el clareo
que en sus laderas ofrecía entre los tomillos y romeros que en ellas
crecían. Una vez que nos encontramos a su altura, le pedí al chofer
que parara, diciéndole que aquel “morrete” me gustaba bastante
para un puesto de tarde. A mi amigo Paco, por el gesto que, de forma
tan espontánea, reflejó en la cara, también le debió gustar. De
todas maneras, ayudándome a sacar el pájaro y los bártulos del
coche, me dijo que él tampoco se iba a retirar mucho de allí. Que
cuando calculara que se encontraba a la debida distancia, para que no
se pudieran escuchar los reclamos entre ellos, haría el tollo por
allí por donde mejor viera. Que en "Judío"
había muchas perdices, y que cualquier sitio era bueno para colgar.
Me deseó suerte, y allá endilgó con su “Citröen”,
carril adelante.
Era temprano aún, y
como, por otra parte, allí había matorral y broza como para hacer
un tollo en "un decir amén", me tomé la
cosa con cierta parsimonia, pero aún así, me pareció que era
demasiado pronto, para que el disparo que oí, fuera de mi amigo
Paco, ya que llegó a mí en el momento de emboscarme en el tollo.
Tiro, por cierto, que retumbó como un desatentado trueno.
-¡Qué tiro tan
extraño!.- Pensé, oteando, instintiva e inútilmente, a través
de la tronera.- Demasiado tempranero para ser de Paco. Y si de él
no, ¿de quién si no? De todas maneras, sea de quien sea, ¿a cuenta
de qué ese misterioso zambombazo, que más que un tiro de escopeta,
me ha parecido como un bombazo de ultratumba?
Aquí arrancó,
precisamente, aquel mi estúpido e increíble martirio. Me dio por
reinar en ello, conduciendo mi imaginación por los peores y más
pesimistas caminos, y empecé a sentirme, dentro del tollo, más
amargo que la retama, por la preocupación, en que me había sumido
aquel tiro, no sólo por lo tempranero, sino por aquel tan descomunal
sonido para ser de una simple y vulgar escopeta.
¿Dónde estaba aquella
mi tan jubilosa felicidad, que yo siempre sentía, por el solo hecho
de estar metido en un tollo...? Intentaba, una y otra vez, quitarme
de encima aquellos tan feos auspicios de mi imaginación, como si se
tratara de una mala pesadilla, pero...¡qué va! Aquello era como una
cansina y molesta “mosca cojonera”. No veía la
hora de que se acabara el puesto, para saber qué es lo que realmente
había sido aquello.
A partir de entonces, no
me encontré a gusto en ningún momento, a pesar de que, tan pronto
como El Chepa abrió el pico, ya tenía una collera de perdices en la
plaza. Ni un minuto tardó. Se presentó, además, sin previo aviso.
A la carrera y sin lanzar al aire ni un solo reclamo, ni por parte de
él, ni por parte de ella. Abatí primero a la hembra y, al
disparo, el macho apenas
si dio una cortísima “volata”, tras la que entró
ciego de celo y como "un miura", comenzando a dar vueltas y
más vueltas en torno al pulpitillo, respondiendo, como un valiente,
a los “cuchicheos” y pitas del juglar. En una de
ellas se quedó con “las ruedas p´arriba” junto a
su ya difunta esposa. Era todo el pescado que había que vender por
allí, así que, una vez despachado en sólo unos breves minutos,
estábamos pintando allí menos que un gato en una matanza.
Y no era esto lo peor,
pues la desazón de mis imaginarios y torpes auspicios, acarreados
por aquel no ya tempranero, sino extemporáneo disparo y su extraña
y un tanto anómala
explosión, no teniendo
más lances en que distraerla, me recomía más y más como una mala
carcoma.
El Chepa, no obstante,
tan generoso y animoso como siempre, siguió lanzando al aire sus
bizarros cantos, buscando y comprometiendo a otros posibles
invitados, esperanzado en nuevos lances, pero allí ya no había más
“personal” disponible. Cierto que nos llegaban,
aunque muy espaciados y un tanto lejanos, algunos reclamos, pero
desangelados y sin ninguna convicción, por lo que, en vez de irse
acercando a las invitaciones del cantor, muy por el contrario, cada
vez se comenzaron a oír más y más remotos. La de veces que el muy
voluntarioso del Chepa, cansado de que no le hicieran ni “puto
caso”, lanzó al aire "la engañifa" de
“pichearse”, para levantar al campo. Pero ni así.
Y a todo esto, toda la santa tarde por delante. Así que, por si
éramos pocos, parió la abuela, pues esta era una nueva
circunstancia que se sumaba, para contribuir a hacerme más
interminable aquel tan aciago puesto de mis culpas.
Miraba y remiraba el
reloj, y cada minuto me parecía un siglo. Así que un puesto que,
por lo general, se suele ir en un suspiro, en esta ocasión, me
pareció una eternidad. Cada vez más impaciente y nervioso, con
aquel maldito tiro aferrado a mis sienes como un indómito halcón,
decidí echarme fuera del tollo cuando aún faltaba medio siglo para
que el sol llegara a sus encames, y allá me fui a orillas del
carril, dispuesto a esperar, con infinita avidez, que "la
cacharreta" llegara por dónde y cómo quisiera, pero
que llegara. Y es que no se me iba de la cabeza aquel disparo que me
hacía sospechar lo peor y siempre pensando que mi amigo Paco hubiera
tenido un terrible accidente. La cosa empezó a pasarse un tanto de
rosca, si es que aún no estaba lo suficientemente pasada, cuando,
prácticamente anochecido, el "2CV" no
aparecía ni vivo ni muerto por ningún sitio. Aquello ya no era como
una falsa o infundada pesadilla, es que ni los chaparros más
cercanos, por la caída de la noche, se podían ver, si es que no era
como bultos sospechosos. La cosa pues se ponía demasiado fea. Sabía
que había pajareros que aguantaban en el puesto lo indecible, pero,
por Dios bendito, es que la penumbra del anochecer ya estaba
saludando a la misma noche en sí.
Tembloroso como un flan,
decidí caminar, carril adelante, con la esperanza de, cuanto menos,
dar con el coche por allí aparcado a orillas del camino, pero otra
nueva contrariedad acudió a engrosar la suma, y ésta además de ser
real y tangible, era tan patética como peligrosa.
Dos mastines, auténticos
ejemplares de exposición ambos, me salieron al camino con roncos y
amenazantes ladridos.
Seguir adelante con
aquello guardianes ante mí, por descontado, que no, pero es que, por
otra parte, cada paso que yo daba hacia atrás, el mismo que los
perros daban hacia adelante. Menos mal que tuve la providencial
precaución de coger la escopeta, en tanto que al pájaro y a los
bártulos los dejaba escondidos por allí, al pie de un chaparro, y,
por si las moscas, me la eché a la cara mientras retrocedía.
Gracias a Dios que, por fin, todo se vino abajo como un castillo de
naipes, en un solo segundo, ya que los faros del coche relampaguearon
de pronto entre la oscuridad de aquellos tan solitarios lugares. No
tardó el tan pacienzudo pajarero en enfocarme allá en mitad del
carril, encañonando a los perros.
Sorprendido, pegó un
frenazo, y, bajando el cristal de la ventanilla, fue a pararse junto
a mí, no ocurriéndosele otra cosa, sino la de soltar una
estruendosa carcajada. Era lo único
que me faltaba para que
mi “cabreo”, que ya era de elefante, se agigantara
hasta lo indecible. De todas maneras me mordí la lengua, para no se
me escapara algún “palabrón” que debía tener en
la punta de la lengua. ¿Para qué, si mi cara lo decía todo? Claro
que, con la oscuridad, Paco no me la debió ver, porque si me la
llega a ver, queda electrocutado en el acto.
De todas maneras, "el
tozudo moroso" se me excusó, diciéndome que dio con un
tollo ya hecho y que por no molestarse en hacer otro nuevo, lo
aprovechó, limitándose sólo a retocarlo un poco, y que al primer
reclamo del pájaro se le vinieron a vuelo una collera y que, viendo
que no podía coger la hembra, le disparó al macho, y que, a la
espera de le
entrara la hembra, que
escurridiza y desconfiada no hacía sino “ratonear”
por los alrededores del pulpitillo, esperó hasta última hora,
sabiendo que estas astutas viudas suelen entrar al oscurecer, y de
ahí que se levantara un poco tarde.
Que, por cierto.-
Concluyó diciéndome.- había que ver como retumba un simple
disparo de escopeta, cuando revoca en las paredes de un tajo, ya que
estuvo puesto, exactamente, en la base del Tajo de La Torcaz, que
bien sabía él que se encontraba allí un poco más allá.
©José Fernando Titos
Alfaro
Nº Expediente: SE-1091 -12
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