El Chepa
Un Reclamo de Perdiz de
Capricho y Caprichoso 19
Ariculo 23
Transcurría el último
día del periodo hábil de la caza de la perdiz con reclamo, por lo
que "el enano saltarín" terminaba de cumplir -
quiero recordar - el octavo o noveno celo. No obstante y a pesar
de su ya avanzada edad, aún seguía manteniendo la arrogancia, la
gallardía y la generosidad que demostrara haber tenido siempre,
aunque también debemos decir, para ser sincero al completo, que
seguía siendo, asimismo, tan saltarín como siempre y, obviamente,
tan enano.
Ese día, un incidente
que, no por repetido con cierta frecuencia con los predican desde el
pulpitillo, dejara de cogernos en ropas menores, hizo que El Chepa
terminara con la cabeza, no ya como la de un Santo Cristo, coronado
de espinas, - que era además como solía terminar cada celo -
sino como la de cualquier lapidado, que muriera con la cabeza
machacada a peñascazos.
Había sido invitado, ese
día, como fin de fiestas de ese celo, a cazar el pájaro a
“Antondía”, por mi estimadísimo amigo José
Antonio Campoamor en su compañía, tan grata siempre para mí,
porque es que Campoamor además de ser todo un caballero, con
gigantes mayúsculas, y la más buena y mejor persona del mundo
entero, siempre supo ser, como nadie, un fiel y buen amigo de sus
amigos.
Copropietario de la
preciosa finca de Antondía, junto a dos de los hermanos Martínez
Legaz, Alfonso y Antonio, conocidos en Lora del Río, donde vivían,
con el apelativo de
"Los
Murcianos", no pasaba ni un solo celo que no me obligara
prácticamente, que no ya sólo eso de invitarme, a acudir a cazar el
pájaro en su compañía, aunque sólo fuera un día.
Se encuentra ubicado este
coto en las primeras estribaciones de la bellísima Sierra Norte de
Sevilla, allá por la carretera que conduce al muy montaraz como
bello paraje, en el que está ubicada La Ermita de la Patrona de Lora
del Río, La Santísima Virgen de Setefillas. Cierto que Antondía,
en sus arranques, a corta distancia del legendario Guadalquivir,
tiene una afable y extensa entrada, que llanea ondulante en suaves
lomas, y que había sido roturada, haciendo de ella un verdadero
jardín, con cientos y cientos de
melocotoneros tempranos
que, por cierto, en la época del pájaro, al estar en flor, hacía
de él un idílico paraje del paraíso. A partir de ahí, y conforme
se va adentrando en dirección a la fincas colindantes de La Minilla
y Las Francas, las estribaciones se van haciendo más y más bravías
y abruptas, así como más y más enmarañadas de impenetrables por
el promiscuo matorral en total libertinaje, entre el que, en más o
menos cantidad, sobresalían impresionantes y centenarias encinas,
así como la verde y vivificante llamarada de gigantescos y briosos
pinos piñoneros.
El día, ya en las
últimas boqueadas del Otoño, prácticamente era un luminoso y
templado día de la envidiable Primavera de Andalucía, por lo que
las panorámicas, que a la vista se ofrecían, ante aquellas
lontananzas inalcanzables, eran las de un bucolismo tan impresionante
como de agreste primitivismo.
Iba junto a mi anfitrión
y excelente amigo José Antonio Campoamor en su "todoterreno"
en busca del puesto, que no cabía de felicidad en el coche.
Felicidad esta que se me agigantaba, haciéndoseme aún más
esperanzadora, a su vez, cuando veía a tramos, más o menos largos,
alguna que otra collera de perdices, apegadas a las cunetas del
carril, y que al paso del coche, ni siquiera se volaban, sino que, un
tanto huidizas, eso sí, repentizaban una carrerilla, hasta alcanzar
una prudencial distancia, para continuar en su apacible campeo.
-Están muy
acostumbradas a ver “carrilear” los coches
por aquí.- Me comentó Campoamor, cuando le dije que, siendo por
lo común tan bravías y espantadizas las perdices de sierra, las de
aquellas sierras, sin embargo, me parecían demasiado mansas.
En eso estábamos, cuando
mi anfitrión paró el coche y, señalándome, a través del
parabrisas, dos impresionantes pinos bastante cercanos, me dijo que
buscara por aquellos entornos el sitio que me pareciera más
apropiado, porque el lugar, además de ser muy querencioso para las
perdices, estaba prácticamente virgen, ya que sólo se había dado
un puesto en él y allá a principio de celo.
-¡Vale!.- Asentí,
echándome fuera del coche sin pensármelo.
Me quedé mirando el
paraje, y me pareció, en efecto, la mar de atractivo.
-Un lugar,
ciertamente, tan bravío como encantador.-
Añadí, dispuesto a
recoger el pájaro y los bártulos del coche.
-Yo voy a seguir ahí
un poco más adelante.- Me dijo mi anfitrión.- Me pasaré a
recogerte a esto de las doce o doce y media.-
Nos deseamos - ¿cómo
no? - mutua suerte, y hacia los pinos me dirigí, atrochando por una
pequeña y selvática ladera de jaras.
Como en la cimbra entre
las jorobas de un camello, había una afable y elevada plazoleta, que
clareaba entre anárquicas y desperdigadas matas de jaguarzo,
sirviendo como de unión a las dos redondeadas colinas de escasa
entidad, cuyas laderas eran una prieta jungla de libertino matorral
de monte bajo, entre el que se elevaba, con impresionante señorío,
algún que otro pino de lujurioso verdor.
Una vez dentro del tollo,
me sentí tan feliz como, según se dice, deben sentirse los que van
al Cielo, pues todas las circunstancias parecían haberse puesto de
acuerdo para contribuir a ello. Aquel inmaculado azul de un cielo que
daba la sensación de estar regalando luz a manos llenas. Aquel
inmenso remanso de quietud, paz y silencio que reinaba por doquier.
Aquellos minúsculos pajarillos forestales jugueteando, caprichosos y
candorosos, entre la primitiva maraña de tan libertina maleza. Aquel
misterioso e idílico rumor de lontananzas infinitas que, por
imperceptible, más que oír con los oídos del cuerpo, había que
intuir con los del alma. Todo hacía que, siendo, ante todo y sobre
todo, un apasionado amante de la Naturaleza más indómita, me
sintiera como un emperador en su trono.
En mi místico éxtasis
me encontraba, al tiempo que mi corazón palpitaba al ritmo que le
marcaban los encantadores cantos de mi Chepa, cuando veo que, de
repente, “un águila perdicera”, con las pérfidas
intenciones del mismo Satanás que escapara de los infiernos, caía
en un picado de vértigo sobre la jaula del trovador, quedando con
las garras aferradas a los alambres de su cúpula y arropándola con
sus diabólicas alas, al tiempo que intentaba arrancarla de allí,
para llevársela por los aires, Dios sabría donde, anhelando el
sabrosísimo bocado que tal ave debía tener.
Con las angustiosas
premuras que el caso requería, salté del tollo, acudiendo
desesperadamente para espantar de allí a tan temible y feroz rapaz,
pero tan encelada estaba sobre su presa, que aguantó temerariamente
hasta que sintió mi mano sobre sus plumas. Dando desatentados y
alocados aletazos por el suelo en su precipitada huida, por fin, pudo
arrancar vuelo, perdiéndose por aquellos transparentes e infinitos
horizontes como alma que lleva el demonio.
Fue cosa de unos
instantes tan solo, pero los suficientes para que el pobre del Chepa,
aterrorizado, diera tan espantosos saltos, que cuando fui a ponerle
la sayuela, allá estaba jadeante y abatido sobre la esterilla y
sangrándole la cabeza como si se la hubieran lapidado impíamente. Y
es que ya llovía sobre mojado. A lo de la cabeza me refiero.
De momento, mi huraño y
díscolo, pero entrañable Chepa salvó el pellejo, pero a buen
seguro.- Pensé.- que, a partir de tan macabro incidente, el
que tan poco dado fue siempre a recibir visitas, no las querría ver,
en adelante, ni a mil kilómetros a la redonda. La cosa, en adelante,
para él.- Llegué a sospechar.- eso de llegar a ver algún bulto
sospechoso, bien en tierra o en el cielo, ya sería mucho más que
eso de mentar la cuerda en la casa del ahorcado.
Un incidente este,
ciertamente, desafortunado, en un día que tan felices me las
prometía, y que, a su vez, puso el punto final a aquella tan
vibrante temporada de la caza de la perdiz con reclamo, ya que no
quedé con ánimos como para salir por la tarde con “El
Granaino”. Claro que, por otra parte, el ágape que me
organizaron en el cortijo Los Murcianos y Campoamor, cuando a esto
del mediodía, todos los pajareros fuimos confluyendo a él desde
nuestros respectivos “puestos”, nos dejó a todos,
más que para salir al campo, para amodorrarse en un sillón, a
cabecear a aquel vinillo “pailón” (del pueblo
extremeño de Ahillones) que, junto al cordero y demás
exquisiteces, nos dejaron "espatarrangaos",
que dicen los castizos hijos de Andalucía.
©José Fernando Titos
Alfaro
Nº Expediente: SE-1091 -12
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