El Chepa
Un
Reclamo de Perdiz de Capricho y Caprichoso 18
Capitulo 24
Pensaba que mi Chepa, después del
largo periodo de inactividad que le esperaba hasta la llegada del nuevo celo –
la mayor parte de él en el terrero, con todo un “despelecho” por medio - le
sería más que suficiente para que olvidara el terrorífico susto que se pillara
en Antondía. Pero no fue así.
El Chepa, por lo visto, era
tremendamente rencoroso y visceral para todo, por lo que no era de los que
olvidaban fácilmente. Hasta esa su fea e indeleble costumbre de mostrarse tan
agrio y repelente ante la simple presencia, en especial, de alguna persona -
creo que ya lo he dejado más que repetido por ahí - siempre sospeché que tenía
sus raíces en algo que le debiera suceder, siendo aún un candoroso infante allá
en su pueblo de Villar del Rey, bien cuando campeaba libre por aquellos campos
o bien con el pastor que lo capturara o alguna otra persona, y que él creyera
un furibundo ataque a guisa del que “el águila perdiguera” le propinara en el
coto de mi buen amigo José Antonio Campoamor.
Pues bien, decía que El Chepa era
de los que no olvidan, porque, en efecto, el primer puesto que le diera en el
celo siguiente, lo dejó demostrado de forma tan patente como inapelable.
El Chepa, anteriormente a lo del
águila de Antondía, cierto que muy en faena tenía que estar metido, para no
mostrarse un tanto desapacible y molesto, si es que tenía ante la vista, más o menos cercano al pulpitillo, sencilla y
simplemente, algún inocente y juguetón "caramono" o alguna nómada "zíngara",
que pasara por allí de camino en su andariego nomadismo, y para qué decir que
si de lo que se trataba era de un zorro, "un meloncillo" o cualquier
otro individuo de esos que andan libres por esos montes y que de tan dudosa catadura
son, pero es que a partir del incidente de la rapaz, si es que no ante los
minúsculos pajarines forestales que, en su alegre jugueteo llegaban a posarse,
como tantas y tantas veces lo hicieron en su ya larga andadura de reclamo, en
las ramitas que camuflaban la jaula en el pulpitillo, si es que no en la misma
jaula, sí que se debió agigantar, hasta extremos insospechados, aquella su
endémica desconfianza, por no de decir que su actitud era la de un
vergonzosamente cagón, ante pájaros de cierta entidad corporal, como podrían
ser los rabilargos, los zorzales o las aves frías, ante las que, anteriormente,
aunque nunca fueron de su total agrado, pero nunca pasó la cosa de algún que
otro guiño, como diciendo que cuanto más lejos mejor, pero que si había que
tragar, pues adelante con los faroles, pero ya ni eso.
Quisiera concretarme, sin
embargo, en uno de los puestos de aquellos primeros días de aquel celo, en el
que, después de ver, en los pocos puestos dados, su nueva actitud ante cualquier
visitante en el campo, pudiera cerciorarme de una vez por todas, si se había
olvidado o no de aquel terrible incidente en “Antondía”, y así procuré buscar
un lugar que, por ser totalmente diferente a aquel de la feroz águila, no le pudiera
ayudar a recordarlo en nada, y así me fui en busca de unas barbecheras que, por
desnudas y despejadas, tenían todo el cielo y la tierra por delante, por lo
que, además, - dicho sea de paso - me las vi y me las deseé, para buscar un
lugar apropiado en el que poder hacer el tollo, ya que por allí no había, no ya
un rodal de maleza, más o menos denso, sino que
ni un maldito arbusto, tras el
que poder medio camuflarme.
Por fin, pude encontrar un
lindazo con crecidos y pujantes jaramagos y algún que otro cardo borriquero
entre ellos, y allí me las apañé como Dios me dio a entender. No me importó, no
obstante, porque lo importante y lo que yo pretendía era que aquel paraje,
tanto en su configuración como en sus entornos, no tuviera absolutamente nada
que ver
con aquel otro lugar de las
primeras y bellísimas estribaciones de la Sierra Norte de Sevilla, allá por
donde la Santísima Patrona de Lora del Río, La Virgen de Setefilla, tiene su Santuario,
y que, por bravío y montaraz, también lo tienen – con perdón - las más
indómitas rapaces. Y así, nada, absolutamente nada, podía haber allí que le
pudiera traer a la memoria, ni remotamente, aquel inoportuno y temible ataque de
aquella fiera alada, si es que no era su recalcitrante y visceral pavor.
En esta ocasión, además, ni
conejos, ni liebres, ni tampoco rabilargos o avefrías, y, por descontado, ni
zorros, ni otras sospechosas alimañas, sino que fueron dos urracas las que fueron
a posarse por aquellos barbechos, que aún no encontrándose demasiado cercanas
al pulpitillo, necesariamente tenían que hacerse visibles al que en él predicaba,
por tratarse de un lugar tan desnudo y abierto. Y he aquí entonces a nuestro
rencoroso Chepa, por no reiterarme en calificarlo de cagón, que, aterrorizado,
se pegó a la esterilla como una lapa y como intentando esconderse en los mismos
centros de la tierra. En esos instantes, mis dudas quedaron totalmente
despejadas. El Chepa aún tenía grabado en lo más profundo de su alma, a aquella
feroz águila que si no es por los alambres de la jaula, se lo zampa de dos
bocados.
Las inoportunas y
circunstanciales visitantes, sin embargo, no se hicieron pesadas en demasía,
pues no tardaron en marcharse de allí en la misma forma y manera en que habían llegado.
Sin moros en la costa, el atemorizado reclamo se fue incorporando como a cámara
lenta, y de nuevo comenzó a marchar como "un longines". Y es que este
Chepa, a pesar de los pesares, tenía mucha casta como para quedar en ridículo, se
dieran las circunstancias que se dieran. El Chepa, a pesar de los pesares, era
mucho Chepa.
Le tiré tres, dos machos y una
hembra, que muy bien podrían haber sido cinco, si es que no me voy un tanto de ligero,
dándomelas de listillo. Y es que esto de la caza del reclamo es algo tan tenso y
vibrante como frágil y delicado, ya que, al menor error, te puedes
quedar “a la luna de Valencia”.
Capitulo 25
He vivido insólitos casos en mis
muchos años de pajarero, pero, tal vez, el más sorprendente de todos sea el que
me sucediera - por supuesto que con El Chepa en el pulpitillo, y ya en los
últimos años de su larga vida - en El Barranco de las Zorreras.
Era este barranco como una
horripilante y descarnada cicatriz que, como suturada por un pésimo cirujano,
bajaba de la cima de una de las cimbras que un cumbrero cerro tenía en su
cresta, y que, en tanto que, en su nacimiento, se encañonaba a modo de
desfiladero entre paredes, más o menos verticales, si bien es cierto que no
demasiado profundas, conforme iba descendiendo, por el contrario, se iba
ensanchando y perdiendo profundidad, aflorando en algunos tramos, ya cercanos a
su desembocadura, algún que otro islote con descomunales y anárquicos
“peñascotes” en su interior, a cuya providencia parecían crecer inexpugnables zarzales
en promiscua convivencia con pujantes adelfas y madroñeras.
Fue en uno de estos islotes,
precisamente, donde yo ubicara el tollo aquella tarde, buscando resguardarme
del gélido norteño del atardecer, que si bien, por su escasa fuerza, apenas si
se dejaba notar en la copa de los arbustos, no así por su malas “jindamas”, ya
que se solía colar hasta la misma médula de los huesos.
Conforme fue avanzando la tarde,
el frío se fue intensificando, y como yo mismo había hecho, las perdices también
se fueron resguardando, amojonándose en el primer recodo que se les ofrecía, si
es que no tras algún tomillo o piedra, olvidándose de campear y aún más de
buscar “jarana” con el que no dejaba de retarles desde el pulpitillo.
El Chepa insistía e insistía con
sus reclamos e, incluso, “picheándose” de vez en vez, con la idea de “despertar
el campo de aquel su silencio y apatía”, pero por allí no había cristiano que diera
señales de vida.
Empecé a aburrirme solemnemente,
y tuve que entretenerme, por no ponerme a cabecear mi modorra, mirando y
observando los conejos que, desde el primer momento, no dejaban de “gazapera”
por los entornos del pulpitillo, totalmente felices e inocentes de todo. La
mayoría de ellos eran gazapillos de pocos días, si es que no recién salidos de
la gazapera, por lo que más que conejos, parecían orejudas ratas de grácil
rabillo respingón y hociquillo chatungo, que jugueteaban con la ternura,
inocencia y encanto, que toda criaturilla suele espejear en la primorosa estampa
de su más tierna infancia.
El Chepa, por su parte, a pesar
de sus muchos años y ya como de vuelta de todo, sólo toleró a regañadientes la presencia
de tan inocentes criaturas, llegando, incluso, si es que veía que se
entrometían demasiado en su terreno, a “rinrearles”, mirándolos como de soslayo
y un tanto molesto.
En aquel mi grato entretenimiento
me encontraba, cuando vi, que el trovador se abría, de repente, como una piña, comenzando
a “titear” suave y delicadamente, picoteando la
esterilla. Señal inequívoca de
que, aunque allí no había habido advertencia previa, debía haber visto no muy
lejano a algún visitante.
Rápidamente, me puse a otear a
través de la tronera, y, en efecto, pude ver como una pajarilla avanzaba en
busca del galán, que, por su sensual caminar y femenino coqueteo debía estar,
más que como un higo maduro, con la gotita de miel en el culo, como ya he
dejado escrito por ahí que solía decir el muy tarambanas de Pepiyo “El Caenas”,
diré ahora – por cambiar - lo que decía el desvergonzado de Manolo "El Calandria",
que era eso mismo, pero tergiversando los términos, es decir, que debía estar
con el higo maduro y con la gotita de miel en su pertinente sitio.
Parsimoniosa, sensual y rendida
entró en la plaza “cuchicheando”, - cosa poco común en las hembras - en tanto que
El Chepa la recibía como transpuesto en no sabría decir que éxtasis y como
cerniéndose como en leves estertores de un soñado espasmo sexual.
¡Qué estampa tan indescriptible,
Santo Dios! Tardío fue el lance, cierto que sí, pero, por sí solo, hubiera
valido toda una temporada de fracasos y decepciones.
Aguanté el disparo cuanto pude y
más, no sólo por seguir gozando de tan encantador y fascinante cuadro, sino
también por no “rebañar” en el tiro algún que otro gazapillo que, en sus
constantes e inquietos jugueteos, se interpusiera en el letal camino de la
munición. Con la escopeta pegada a la cara, me tiré no sabría decir cuánto
rato, gozando del cuadro y, a su vez, esperando el oportuno momento, hasta que,
por fin, con el tacto y la prudencia que el caso requería, apreté el gatillo, y
vi, un tanto sorprendido, como la perdiz, en vez de quedarse seca en el tiro,
repentizaba una corta y zigzagueante carrerillla, quedando, de repente, como
clueca que se echa sobre los huevos.
Dispuesto a rematarla con un
segundo disparo, seguí apuntándola con la escopeta encarada, pero viendo que no
se movía, desistí, pensando que estaba más muerta que un terrón.
El Chepa, después de su siempre
tan elegante “mortuoria”, siguió trabajando con su proverbial entusiasmo, pero
allí todo lo que había que hacer, ya estaba hecho, si es que no era seguir
contemplando aquellos tan gráciles gazapillos, que si bien desaparecieron al
disparo, como un puñado de moscas, pronto volvieron a aparecer por uno y otro
lado. Como, por otra parte, el frío arreciaba, pues...¡manta y carretera!
Como siempre que daba por
concluido un puesto, lo primero que hice también en este, ante todo y sobre
todo, fue dirigirme a encapillar al enano saltarín con toda urgencia, para
evitarle en lo posible sus crónicos botes, pues aunque ya bastante viejo, los
seguía dando, si bien es cierto que, conforme se iba cargando de años, con
menos fuerza y mayor torpeza.
Una vez encapillado, me dirigí a
recoger la muerta, pero... ¡oh, sorpresa!, pues cuando me incliné para cogerla,
la que parecía estar más muerta que una momia, arrancó veloz y raudo vuelo, y
por allá se perdió, por aquellos cerros, como si tal cosa, en tanto que yo me
quedaba mirándola con una cara de bobalicón que ni la del más bobalicón de los
bobalicones.
©José Fernando Titos Alfaro
Nº
Expediente: SE-1091 -12
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