Alternativas
en la jurisdicción de la villa
III.-
REFORMAS EN LA ADMINISTRACIÓN DE LOS CONCEJOS EN TIEMPOS DEL MAESTRE DON
ENRIQUE DE ARAGÓN
La
democracia en el gobierno de los concejos santiaguistas sobrevivió hasta los
tiempos del maestre don Enrique, Infante de Aragón, quien sustituyó este modelo
por otro de carácter oligárquico (Establecimientos y Leyes Capitulares
aprobadas en el Capítulo General de Uclés en 1440). Por tanto, se instauró una
nueva fórmula para el nombramiento de oficiales concejiles, pasando de un
sistema de elección abierto a otro minoritario, con la exclusiva intervención
de alcaldes, regidores y algunos vecinos de los más influyentes (Rodríguez
Blanco, 1985). Complementariamente, para corregir las posibles arbitrariedades
de la nueva oligarquía concejil, en el seno de la Orden aparecieron dos nuevos
oficios: el gobernador y el alcalde mayor provincial, preferentemente asentados
en Llerena o en Mérida, aunque estaban obligados a visitar periódicamente los
concejos.
Las
Leyes Capitulares aprobadas por el infante-maestre también se ocuparon del
reparto de oficios concejiles, distribuyéndolos entre hidalgos y pecheros.
Sobre la idoneidad de estos últimos, se establecía una serie de
incompatibilidades, no pudiendo ostentar cargos concejiles arrendadores de
rentas y abastos, escribanos, clérigos, tejeros, carpinteros (...) y hombres
que anden a jornal y de otros oficios bajos. Por lo tanto, a partir de 1440 se
asentaron las bases para el desarrollo de la oligarquía concejil, ratificadas
posteriormente por Alonso de Cárdenas (último de los maestres de la Orden de
Santiago) y por los Reyes Católicos. Su carácter oligárquico quedó reafirmado
tras las Leyes Capitulares sancionadas por Felipe II, según se tratará a
continuación.
IV.-
REFORMAS DE FELIPE II EN LA ADMINISTRACIÓN LOCAL
Más
dramáticas, en lo que a pérdida de autonomía y democracia en el nombramiento de
oficiales del concejo se refiere, fueron las disposiciones tomadas en tiempo de
Felipe II. Por la Ley Capitular de 1563 se regulaba el nombramiento de alcaldes
ordinarios y regidores de los pueblos de Órdenes Militares, ampliando las
competencias de los gobernadores y anulando prácticamente la opinión del
vecindario en la elección de sus representantes locales. La Real Provisión que
autorizaba estos recortes decía así:
"Don
Felipe por la gracia de Dios Rey de Castilla, León, (...), Administrador
perpetuo de la Orden, y Caballería de Santiago (...) a nuestro gobernador, o
Juez de Residencia, que sois, o fueredes de la Provincia de León, a cada uno, y
qualquiera de vos; sabed, que habiéndose hecho Capitulo General de la dicha
Orden, que últimamente se celebró, en el que se hizo una Ley Capitular a cerca
del orden que se ha de tener en la elección de Alcaldes Ordinarios y Regidores
(...) habemos proveído, y mandamos, que aquello se guarde, cumpla y execute
inviolablemente, según más largamente y en la dicha provisión se contiene (...)
Por quanto por experiencia se ha visto, que sobre la elección de los Alcaldes
Ordinarios y Regidores de los Concejos de las Villas y Lugares de nuestra
Orden, ha habido y hay muchos pleitos, questiones, debates y diferencias, en
que se han gastado y gastan mucha cuantía de mrs., y se han hecho y hacen
muchos sobornos y fraudes (...): Por tanto, por evitar y remediar lo suso
dicho, establecemos y ordenamos, que de aquí adelante se guarde, y cumpla, y
tenga la forma siguiente (...)"
Sigue
el texto, ahora considerando otras disposiciones complementarias. Así, se
ordenaba al gobernador (el de Llerena, en nuestro caso) personarse en las
villas y lugares de su jurisdicción para presidir y controlar el nombramiento
de los nuevos oficiales. Para ello, en secreto y particularmente, este
representante real debía preguntar a los oficiales cesantes sobre las
preferencias en la elección de sus sustitutos. El mismo procedimiento lo
empleaba interrogando a los veinte labradores más señalados e influyentes del
concejo, y a otros veinte vecinos más. Recabada dicha información, también en
secreto dicho gobernador proponía a tres vecinos para cubrir los dos puestos de
alcaldes ordinarios y a otros dos más por cada regiduría, teniendo en cuenta
que no podían concurrir en esta selección un padre y un hijo, o dos hermanos.
Es decir, a partir de esta fecha el nombramiento de oficiales concejiles
(alcaldes y regidores) quedaba en manos del gobernador de turno, y no en la de
los vecinos más representativos de los concejos, la oligarquía concejil
instaurada desde los tiempos de don Enrique de Aragón en1440.
El
proceso terminaba el día en el que cada concejo tenía por costumbre efectuar la
elección anual de sus oficiales, por aquellas fechas generalmente fijadas para
la Pascua del Espíritu Santo. En dicha fecha, en presencia del escribano se
hacía llamar a un niño de corta edad para que escogiese entre las bolas que
habían sido precintadas por el gobernador en su última visita, custodiadas
desde entonces en un arca bajo tres llaves. La primera bola sacada del arca de
alcaldes correspondía al alcalde ordinario de primer voto y la otra al del
segundo, quedando en reserva un tercer vecino para cualquier eventualidad que
pudiera presentase, escogiéndose igualmente y por el mismo procedimiento a los
regidores. No obstante, la Ley Capitular respetaba la costumbre que ciertos
concejos tenían en la elección de sus oficiales entre hidalgos y pecheros, por
mitad de oficios, como ocurría en Guadalcanal, por lo que en este caso era
necesario disponer de cuatro arcas: una para la elección de alcalde por el
estamento de hidalgos o nobles, otra para el alcalde por el estado de los
buenos hombres pecheros, la tercera para regidores por el estamento de hidalgos
y la última para la elección de regidores representantes de pecheros o pueblo
llano.
Siguiendo
con las reformas de Felipe II, las restricciones en la autonomía municipal se
incrementaron por otra Cédula Real, ésta de 1566, que limitaba las competencias
jurisdiccionales de los alcaldes, al entenderse que la justicia ordinaria o de
primera instancia no se administraba adecuadamente. En efecto, hasta 1566 los
alcaldes ordinarios de los concejos de la Orden de Santiago tenían capacidad
jurídica para administrar la primera justicia o instancia en todos los negocios
y causas civiles y criminales que se presentasen en su término, quedando las
posibles apelaciones en manos del gobernador de turno. Esta primera justicia
era próxima, rápida y poco gravosa para las partes, pero también es cierto que
podía ser arbitraria, máxime cuando generalmente los alcaldes, aparte no ser
entendidos en leyes, solían sentenciar declinándose en favor de los más afines
o allegados. No obstante, las partes litigantes podían recurrir ante el
gobernador en el caso de que una de ellas no estuviese de acuerdo con la
sentencia de sus alcaldes, poniendo en manos del gobernador la revisión de la
misma. En definitiva, se podía recurrir, aunque la apelación conllevaba
cuantiosos gastos administrativos y otras costas añadidas, que hacía casi inviable
el recurso de los vecinos con escasa hacienda, especialmente si tenemos en
cuenta que los acusados, para librarse de las penas o sanciones impuestas por
los alcaldes, quedaban obligados a demostrar su inocencia, a hacerse
representar por procurador y abogado, así como a asumir las costas de
escribanos, notarios y otros actos de justicia.
Las
anomalías anteriores debían estar generalizadas en los concejos de los
territorios de Órdenes Militares, por lo que Felipe II, mediante la citada Real
Provisión de 1566 pretendía cortar con ellas. A modo de resumen, tres son los
aspectos más importantes a considerar en esta Real Provisión:
- En
primer lugar, se determinaba que en las cabeceras de partido -en el caso de la
Provincia de León de la Orden de Santiago establecidas desde 1563 en Llerena,
Mérida, Jerez, Hornachos y Segura- no se nombrasen alcaldes ordinarios,
quedando sus funciones asumidas por los gobernadores o alcaldes mayores
nombrados en dichas villas cabeceras.
- Por
otra parte, serían los gobernadores y sus alcaldes mayores quienes en adelante
entenderían en la administración de todo tipo de justicia, bien de oficio o a
requerimiento de las partes.
-
Finalmente, se advertía que si las partes no se dirigían en sus litigios al
gobernador o alcalde mayor, o éstos no la asumían de oficio, los alcaldes
ordinarios podrían intervenir en primera instancia, dejando, si procedía, la
apelación en manos de los gobernadores y alcaldes mayores.
Estas
decisiones fueron acatadas por los súbditos de las Órdenes Militares, aunque no
de buen grado, pues estimaban que si bien se subsanaban ciertos vicios locales
en la administración de justicia, la intervención de los gobernadores, alcaldes
mayores y del séquito de funcionarios del que solían acompañarse (alguaciles, escribanos
y procuradores) elevaban las costas de justicia generalmente muy por encima del
daño que se pretendía subsanar. En definitiva, también era arbitraria, dado que
la mayoría de los vasallos no disponía de los recursos económicos para afrontar
las correspondientes apelaciones.
Por
ello, durante los años que siguieron a la promulgación de la citada Real
Provisión de 1566, los concejos –en especial los vecinos más influyentes-
mostraron su disconformidad, reclamando nuevamente la jurisdicción suprimida a
sus alcaldes. No parece que fuese el clamor del pueblo la circunstancia que
indujo a la Corona a considerar dichas peticiones. Más bien encontramos en los
agobios financieros de la Hacienda Real la causa de esta falsa merced, cuando
Felipe II, volviendo sobre sus pasos, firmó en 1588 otra Real Provisión, ahora
devolviendo la primera justicia o instancia a los alcaldes ordinarios de los
concejos, por el “módico” precio de 4.500 maravedís por vecino. Para esta falsa
merced el monarca utilizaba los mismos argumentos que en 1566, pero ahora justo
en el sentido contrario.
Revista
de Feria y Fiestas 2009
Manuel
Maldonado Fernández
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