EXCURSUS PAULINO
En la segunda mitad del siglo I, en particular desde el final del reinado de Claudio (54 d.C.), Hispania en paz era el mas floreciente y prometedor de los territorios occidentales del Imperio romano. Se alababan sus riquezas, considerables para aquellos tiempos y aquella civilización, y se conocía y apreciaba el nivel cultural y social de amplios sectores de la población de sus principales centros urbanos. Había algunas “colonias” importantes anteriores a Cesar, como Gades, Itálica y Corduba. Cesar elevo a esa condición a veinte ciudades mas y Augusto a otras veinte. También llamaba la atención la rápida construcción de obras publicas y monumentos de la capital de Lusitania (Emerita Augusta) donde se habían asentado en poco tiempo los soldados licenciados del los ejércitos de Augusto.
Hispania estaba plenamente integrada en el Imperio y en Roma había hispanos en los principales y mas influyentes círculos sociales de la vida publica. Junto con los narboneses eran los primeros “provinciales” que alternaban con los itálicos en la ocupación de los mas destacados lugares de la política, la cultura y el mundo de los negocios, e incluso entre los mandos militares. En estas circunstancias es razonable que los cristianos se interesaran ya en la edad apostólica por unas provincias tan atrayentes y a las que había que hacer llegar su mensaje. Se puede dar por seguro que en esos años 50, y quizá en los 60, no había cristianos —o comunidades cristianas— en la Península Ibérica. Más bien lo que escribe Pablo en su Epístola a los Romanos parece indicar que en Hispania nadie había dado a conocer a Cristo. Era preciso, pensaba Pablo, hablar allí de Cristo. Su experiencia de apóstol le animaba a hacerlo el, como antes en muchas otras ocasiones y lugares, “por todas partes hasta Iliria, teniendo cuidado, sin embargo, de predicar el Evangelio donde no era conocido el nombre de Cristo, Para no construir sobre los cimientos puestos por otro, sino conforme esta escrito: los que no han recibido anuncio de el lo verán y los que no oyeron lo comprenderán”.
El propósito de no trabajar sobre sementeras ajenas había retenido a Pablo en los limites de la mitad oriental del Imperio: “hasta Iliria”, o sea la península volcánica. Pero a principios del 58, cuando, según la opinión predominante entre los exegetas, escribe desde Corinto la Carta a los Romanos piensa que ya puede o debe dirigirse a las sierras y pueblos de Occidente.
A estos efectos, no parece que Italia entrara en el pensamiento de Pablo, como territorio para su acción apostólica, por considerar que la predicación de Cristo y del Evangelio en ella era responsabilidad de la Iglesia de Roma, la Iglesia de Pedro. En Italia ya estaban puestos por otros “los cimientos” de la expansión e implantación de la religión cristiana. Y la Iglesia de Roma era para aquellos tiempos y aquella situación una realidad tan establecida y floreciente como prueba la treintena de nombres de amigos, conocidos o parientes suyos que enumera Pablo en el capitulo final, o de “los saludos”, de la Epístola a los Romanos. Varias de esas personas son mencionadas junto con sus familias o sus “casas”, que quizá fueran lugares de reunión de los cristianos de la Urbe , a todos los cuales dirige sus fraternales memorias el apóstol de las Gentes.
Escribiendo a los cristianos de Roma sobre sus proyectos apostólicos en tierras donde antes no se hubiera enseñado el Evangelio ni establecido comunidades o iglesias cristianas la primera opción, en alguien que conocía el mundo del Imperio y sus pueblos tan bien como Pablo, estaba clara: Hispania. Las frecuentes y estrechas relaciones de todo orden —político, económico, comercial, humano y los numerosos parentescos familiares entre itálicos e hispanos— podrían dar lugar a que desde Roma y su comunidad cristiana se colaborara con la empresa apostólica que el se proponía realizar en la otra península esperita, como el mismo expresamente dice en la Epístola a los Romanos pidiendo su ayuda. “Como ahora, escribe, no tengo ya campo de acción en estas regiones y desde hace muchos anos siento un gran deseo de ir donde vosotros, cuando me dirija a Hispania espero veros al pasar y —tras haber disfrutado algún tiempo de vuestra compañía— que me ayudéis a ponerme en camino hacia allí”.
Pero ahora, prosigue el Apóstol ha surgido una novedad. Antes de ese viaje el tiene que ir a Jerusalén para prestar un servicio a los cristianos de aquella Iglesia. “Pues Macedonia y Acaya han tenido a bien hacer una colecta en favor de los pobres de entre los santos que viven en Jerusalén. Les pareció bien, ya que son deudores de ellos, porque si los gentiles participaron de sus bienes espirituales deben también servirles a ellos con los bienes materiales. Cuando haya terminado esto, y les entregue este fruto marchare hacia Hispania, y de paso estaré con vosotros; pues se que al llegar donde vosotros lo hare con la plenitud de la bendición de Cristo”.
Pablo, que conocía bien a sus judíos de entonces, pensaba que iba a enfrentarse con dificultades y graves problemas personales en Jerusalén, como en efecto ocurrió. Previendo esas posibles dificultades, el Apóstol de los Gentiles terminaba su epístola diciendo a los fieles de Roma, que le acompañaran con sus oraciones.
“Os suplico, hermanos, por nuestro Señor Jesucristo y por el amor del Espíritu, que luchéis juntamente conmigo, rogando a Dios por ml, para que sea liberado de los incrédulos que hay en Judea y mi ministerio en favor de Jerusalén sea aceptado por los santos, y llegando donde vosotros con alegría por la voluntad de Dios, pueda descansar con vosotros. El Dios de la paz este con todos vosotros. Amen”.
Después de la Epístola a los Romanos durante un largo periodo, por lo menos de cuatro años o quizá cinco, san Pablo no podía ni siquiera pensar en el iter hispanicum de que hablaba a sus hermanos de la Iglesia de Roma. No le fue posible realizar su proyectado viaje a Hispania en los primeros anos siguientes a su última visita a Jerusalén.
Hubo de sufrir en ese tiempo persecuciones por parte de fanáticos judíos que querían asesinarle o que le condenaran a muerte, encarcelamientos, castigos corporales y tortura, prisión atenuada en su propia casa, encadenado o por lo menos acompañado siempre por los soldados que le custodiaban, procesos ante autoridades romanas y finalmente ante el tribunal del Cesar al que se vio obligado a acudir en use de sus derechos de ciudadano romano para salvar la vida y obtener la libertad.
Parece que fue finalmente absuelto por la autoridad del Cesar y probablemente vivió con libertad quizá entre dos y cuatro años, hasta que tras un nuevo procesamiento en la persecución neroniana contra los cristianos se le condeno a muerte e hizo ejecutar en las afueras de Roma, no se sabe exactamente cuando pero seguramente entre los años 64 y 67 d.C.
No son pocos los estudiosos de los textos y los heclios de la época que piensan que en esos años de libertad tuvo lugar el deseado iter hispanicum que Pablo anunciaba a los cristianos de Roma en su famosa Epístola del año 58.
El autor de este ensayo, que ha estudiado con atención las escasas noticias que ofrecen los textos y la tradición de los primeros siglos de la era cristiana, se une modestamente al ilustre plantel de sabios que son de la opinión de que el viaje tuvo lugar y que san Pablo vino a Hispania. A mi juicio, y al de no pocos especialistas de la historia del “paleocristianismo”, hay numerosos indicios que abonan la opinión de que el apóstol cumplió el propósito de que con tan enfática reiteración había informado a sus amigos y hermanos de la Iglesia de Roma, cuando les contaba sus planes de viaje y les pedía la asistencia de sus oraciones.
La colección de escritos paleocristianos conocida desde el siglo XVII con el nombre de “Padres apostólicos” se abre en las ediciones modemas con la llamada Primera Epístola de Clemente a los Corintios. Esta compuesta en griego, Como el resto de los escritos de los “Padres apostólicos”, y es un documento oficial, una carta de “la Iglesia de Dios que reside en Roma a la Iglesia de Dios que reside en Corinto”. No aparece en los manuscritos griegos ni en los de las versiones latina, siríaca y copta el nombre del autor. La tradición y los estudios de los especialistas, unánimemente atribuyen su autoria a Clemente, o Clemente Romano, el tercer sucesor del Apóstol Pedro como cabeza de la Iglesia de Roma, cuyo pontificado se extiende entre los años 88 y 97 (o, según Tertuliano entre 92 y 101). De Clemente, este obispo de Roma, el tercero después de san Pedro, dice Eusebio de Cesárea que fue compañero de trabajo y de luchas de Pablo.
Diversas circunstancias de la historia general de Roma, de la Iglesia y de los cristianos permiten fechar el escrito Clementino en el ano 95 (o en el 96) d.C. También existe un consenso generalizado entre los estudiosos, desde Orígenes (siglo III), en la identificación del autor de la carta con el Clemente, colaborador y compañero del Apóstol San Pablo, al que este menciona como alguien próximo a el y muy querido en la Epístola a los Filipenses, que es muy probablemente del año 58 d.C., y que, según distinguidos exegetas, fue escrita en Roma.
La ocasión de la Epístola clementina era una especie de sedición que se venia arrastrando desde algún tiempo y que amenazaba seriamente la unidad espiritual y la caridad de la histórica y admirada Iglesia de Corinto. El autor de la epístola, con toda la autoridad de la Iglesia de Roma, se excusa de no haber intervenido antes, a causa de la atención que fue preciso dedicar a enfrentarse con las desgracias y calamidades que habían sufrido los cristianos de la Urbe en momentos muy difíciles. Lo cual, unido a otras implícitas alusiones a problemas religiosos y políticos, invita a situar el texto de Clemente cuando, bajo el emperador Domiciano (81-96 d.C.) se produjeron, actos de persecución contra la Iglesia en la Urbe.
En confirmación de los bienes de la concordia y de los males que traen consigo las disensiones y enfrentamientos, el autor de la Epístola aduce varios episodios históricos del Antiguo Testamento. Pero, abandonando enseguida los ejemplos de tiempos viejos, Clemente, a las pocas paginas, pasa a “los nobles ejemplos de nuestra generación>>. Es decir de «nuestros contemporáneos” y esos ejemplos son los de Pedro y Pablo. Clemente había conocido y tratado a los dos apóstoles, que probablemente eran treinta o cuarenta años mayores que el, pero a los que considera contemporáneos suyos, y, a los que, con la autoridad del que habla de cosas que ha vivido, propone a los revueltos fieles y presbíteros corintianos, Como modelos de caridad, paciencia y de conducta de hermanos.
En relación con Pablo, Clemente dice algo que muy bien puede ser leído como la confirmación de que el Apóstol de los Gentiles había hecho el anunciado viaje a Hispania. Son unas palabras que están avaladas por la autoridad del testimonio de alguien que había convivido con el cuando estaba escribiendo, probablemente desde Roma y quizá en el ano 58 (treinta y siete antes de la Carta clementina), su Epístola a los Filipenses.
Tras ponderar la fortaleza de san Pablo y su paciencia en las persecuciones y torturas a que le sometieron los enemigos de la Fe , dice Clemente lo que sigue: Pablo “fue el heraldo (kerux) de Cristo tanto en el Este como en el Oeste y ganó gran fama por su Fe. Enseno la justicia a todo el mundo y después de haber llegado hasta los limites del Occidente, dio su testimonio (marturesas) ante los gobernantes (o sea sufrió el martirio) y así salio de este mundo y fue llevado al Lugar Santo, ofreciendo el mayor de los ejemplos de paciencia (hupomones)”.
El autor de la epístola conocía bien los espacios del Imperio —de la ecumene—. Estaba en Roma cuando mataron a Pedro y a Pablo y escribe desde Roma. ¿Cuales podían ser para el esos limites extremos del Occidente?, solo Hispania.
Según algunos estudiosos (entre los que me encuentro yo mismo) estas palabras del tercer sucesor de Pedro, no solo dicen que Pablo cumplió su propósito de viajar a España sino que después —y quien sabe si mas o menos inmediatamente— hubo de ser sometido a un nuevo proceso quizá de (“ateismo” por no rendir culto a los dioses o a la maiestas del emperador) y a dar “testimonio ante los gobernantes” y ser “llevado al Lugar Santo, ofreciendo el mayor de los ejemplos de paciencia”. 0 sea sufriendo el martirio.
Estas palabras de Clemente parecen apuntar a que entre su regreso de Hispania a Roma donde tuvo lugar el último proceso de Pablo y su martirio, no es probable que transcurriera mucho tiempo. Lo cual invita a pensar que una visita a Creta que menciona algún ilustre biógrafo no seria posterior al viaje a Hispania, y que no es probable que este se realizara nada menos que desde Efeso, sino mas Bien por el Mediterráneo occidental, si fue navegando, o saliendo de Roma por la vía Aurelia y luego por Arles y Narbona hasta Tarraco, capital de la mas extensa provincia de Hispania, la Citerior o Citerior Tarraconensis.
Las “tradiciones locales” de visitas del apóstol a localidades hispanas muy alejadas de la región nordeste que cita Holzner, no parecen probables, salvo la de Tarragona, que es mas consistente. San Pablo prefería llegarse a las ciudades importantes y Tarragona lo era, no solo por residir en ella la administración de la provincia mas extensa de Hispania, sino porque allí y en las comarcas costeras mas próximas habría de seguro mas personas —comerciantes, marinos, quizá “edagogos” familias pudientes— que sabían griego con los que al apóstol le seria mas fácil y cómodo entenderse. Aunque no este probado histórica o epigraficamente, es posible que en Tarragona o en la vecina colonia de Faventia (Barcelona) existiera alguna comunidad judía. En Hispania las había. Y Pablo solía empezar su acción apostólica en los lugares que visitaba por primera vez reuniéndose con las comunidades judías, que en lugares tan occidentales como Hispania, serían hebreos de la diáspora y prosélitos.
No hay pruebas documentales o arqueológicas de un Pablo en Hispania. Pero el apóstol solía cumplir sus promesas aunque en no pocas ocasiones no pudiera hacerlo ni cuando, ni como había pensado. Por todo ello, y apoyado en la carta de Clemente, el autor de este ensayo es de la opinión de que el apóstol de las Gentes vino a Hispania y que es razonable y oportuno recordarlo en estos meses del ano en que, siguiendo las instrucciones de Bendicto XVI, los cristianos celebran un “año paulino”.
Antonio Fontán Marques de Guadalcanal
NUEVA REVISTA de política, cultura y arte
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