2ª parte
Hacia el estado.- El primer Parlamento de la
restablecida democracia, siguiendo en esta cuestión el espíritu y la letra de
lo que se había propuesto la
República del 31 incluyó como elemento principal de la nueva
Constitución la organización territorial del Estado en comunidades autónomas.
Antes de la actual Constitución,
en cuanto hubo un Parlamento nacional elegido democráticamente, el 29 de
septiembre del 77, el Gobierno de Suárez, con la aquiescencia de «la mayoría de
las fuerzas políticas parlamentarias» que habían reconocido la conveniencia de
«proceder urgentemente al restablecimiento» de la Generalidad de
Cataluña, dispuso por decreto-ley que así se hiciera, con carácter forzosamente
provisional, mientras España no tuviera su nueva «Ley Magna». Se derogaba la
ley del régimen anterior de 1938 que la había abolido y en seguida un real
decreto firmado por don Juan Carlos, nombraba presidente de la restablecida
institución al «honorable Josep Tarradellas», que ostentaba ese cargo, más
nominal que real, en el exilio, al renunciar a él el antiguo presidente del
Parlamento catalán de la república, Josep Irla, que había sucedido al
infortunado Luis Companys.
Pocos meses más tarde, con una
fórmula legal distinta se creaba el Consejo General del País Vasco y se
aprobaba el régimen preautonómico que desde enero del 78 disfrutaría esa
comunidad. Seguidamente, y sin que las respectivas regiones y territorios hubieran
poseído nunca antes una autonomía política o administrativa, el Gobierno, meses
antes de la Constitución ,
entre marzo y octubre de ese mismo año 78, aprobó, siempre por decreto-ley, los
regímenes preautonómicos de Galicia, Aragón, Canarias, Valencia, Andalucía,
Baleares, Extremadura, Castilla y León, Asturias, Murcia y la región
castellano-manchega. Cuando el Rey, el 27 de diciembre de 1978, promulgó la Constitución estaba
ya de hecho casi ultimada de trazar, y aceptada por la nación, la nueva
organización territorial del Estado que con ese diseño u otro la República no había sido
capaz de llevar a la práctica.
(Es curioso el hecho de que, casi
sin excepción, las provincias se juntaran en «preautonomías», y después en las
nuevas comunidades, tal como las distribuía en «regiones» el famoso decreto del
ilustre político y humanista, y también antiguo «afrancesado» Javier de Burgos
en 1833).
La creación de las comunidades
durante la legislatura constituyente de 1977 fue posible gracias al consenso
político, responsable y constructivo, de lo que se llamaba «las fuerzas
políticas parlamentarias»: UCD, socialistas, comunistas, Alianza Popular y
nacionalistas vascos y catalanes. Con ese mismo espíritu de acuerdo entre
partidos, se crearon más tarde las comunidades de Cantabria, Rioja y Madrid,
las de Ceuta y Melilla, y se reforzó el peculiar e histórico régimen de Navarra
con «el amejoramiento del Fuero», que hizo del antiguo Reino una autonomía más,
sin especiales privilegios políticos.
Novedad en Cataluña.- El nuevo «Estatut» es largo y
fastidioso de leer en castellano y en catalán. Está cargado de reiteraciones y
no exento de contradicciones, y en él se dedican páginas y páginas a repetir,
no siempre con fidelidad ni lealmente, párrafos de la Constitución y de las
Declaraciones de Derechos Humanos y tratados internacionales que la Constitución ya había
incorporado al ordenamiento jurídico general de toda España. Basta considerar
que los cincuenta y siete artículos y quince disposiciones adicionales del
Estatuto de 1979, que lleva ya veintisiete años funcionando y desarrollándose
progresivamente con bastante aceptación, son sustituidos por un nuevo documento
que comprende doscientos cuarenta y cinco preceptos entre artículos y
disposiciones complementarias.
Ya en los preámbulos de los
Estatutos del 79 y de 2006 se trasluce una diferente filosofía política en
relación con «esa Nación española, patria común e indivisible de todos los
españoles», que se define así en el artículo 2 de la Constitución de 1978.
Aunque, como decía hace casi dos mil años el filósofo y político hispano Lucio
A n n e o Séneca, en carta a su amigo y discípulo Lucilio, no habría que hacer
mucho caso de los preámbulos, ya que «no hay nada más soso ni más tonto que una
ley con prólogo», esos párrafos no imperativos de un texto legal ayudan a
entenderlo correctamente y revelan el espíritu y la intención con que se ha
elaborado.
En el Estatuto del 79 se hablaba
de «un marco de libre solidaridad con las restantes nacionalidades y regiones
«del Estado». Porque «esta solidaridad — se afirmaba— es la garantía de
auténtica unidad de todos los pueblos de España». En el actual se dice que se
quiere hacer posible una sociedad «solidaria con el conjunto de España», pero
sobre todo «incardinada en Europa». (El contexto de estas ambiguas y no
comprometidas expresiones parece apuntar a que se aspira a una «incardinación»
directa de Cataluña en Europa).
Esta interpretación de las
confusas palabras prologales es avalada por algunos de los primeros y más
definitorios artículos del «título preliminar». En el tercero de ellos se dice
que las relaciones de la «Generalitat» con el Estado (se supone que el español)
«se rigen por el principio de autonomía (sin duda la de Cataluña), por el de
bilateralidad (se entiende que de igual a igual, Estado y
"Generalitat") y también por el de multilateralidad», «en el Estado
español y en la Unión
Europea » que son, según el artículo cuarto, «su espacio
político y geográfico de referencia».
Un lector atento y con cierta
experiencia política encuentra que en numerosos lugares del Estatuto no parece
una «ley orgánica» sino un reglamento administrativo, de carácter
intervencionista, en la vida social, en el régimen de la economía, en el de las
corporaciones de derecho público y profesiones tituladas, de las actividades
artísticas y culturales, etc. Al mismo tiempo en el Estatuto, pero no en la Constitución
española, se da por creada una «Comisión bilateral
"Generalitat"-Estado que sería el marco general y permanente de
relación —se supone que en pie de igualdad— entre los gobiernos de Cataluña y
del Estado». Esa Comisión tendría incluso funciones de política exterior, por
ejemplo, mediante «el seguimiento de la política europea para garantizar la
efectividad de la participación de la "Generalitat" en los asuntos de
la Unión Europea ».
Un deseable y nuevo consenso.- No es propio de un comentario
periodístico extenderse en más asuntos concretos, aunque sí deba subrayarse en
estas páginas la tajante expresión de que en las escuelas de titularidad
pública «la enseñanza es laica», si bien se asegura que se ha de respetar el
derecho que asiste a madres y padres «para que sus hijos reciban la formación
religiosa y moral que esté de acuerdo con sus convicciones». O lo que en el
artículo 20 se titula como «el derecho a vivir con dignidad el proceso de la
muerte», que significa una especie de subrepticia legalización de la eutanasia.
Con todas esas objetables
extralimitaciones de lo que para todos los españoles reconoce como derechos y
deberes la Constitución ,
el Estatuto revela la voluntad de sus redactores de sustituir al Estado
nacional en el «espacio catalán», como gustan de decir ellos, en el ejercicio
de los que suelen llamarse los «cuatro ases» del poder político de las
naciones, que son irrenunciables para el gobierno de un Estado, si ha de
preservarse la unidad de la nación. Son el as de espadas (defensa y política
exterior), el de bastos (justicia y orden público), el de oros (hacienda,
dineros y mercado) y el de copas (cultura, libertades personales y sociales).
Pese a lo que se lee en el nuevo
Estatuto catalán y a la avalancha de «realidades nacionales» que amenazan la
paz política y la solidaridad ciudadana, España no se va a romper. Nuestra
nación y su monarquía tienen una historia de siglos y no se ponen en riesgo
fácilmente. Pero el «Estado de las Autonomías» se resquebraja con grave daño de
los intereses políticos y sociales, incluso culturales y económicos de los
españoles.
Hace falta un nuevo consenso
nacional como el de hace casi treinta años, aunque no hay que olvidar que aquél
lo propició el Gobierno, y el «poder» de ahora parece preferir la
confrontación. Pero al final la última y definitiva responsabilidad es de todos
los ciudadanos; no sólo de «ellos» sino también de nosotros.
Antonio Fontán
Julio 2006 -
Nueva Revista
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