Autonomías, Constitución y monarquía
1ª parteDesde la aprobación de la Constitución de 1978 que supuso la organización territorial española, ha habido algunos cambios. La reciente aprobación del nuevo Estatuto de Cataluña ha generado consecuencias que trascienden los límites geográficos y políticos catalanes.
Las dos mayores novedades institucionales de la Constitución del 78 son la monarquía parlamentaria y las comunidades autónomas. Para casi todos los demás títulos y artículos de su texto se encuentran precedentes en otras constituciones democráticas, también en las españolas desde 1812. Pero esos dos importantes y operativos componentes políticos del actual Reino de España no se habían enunciado nunca antes en esos términos, y menos encabezando los primeros párrafos de una ley tan principal. Desde entonces son los dos pilares sobre los que se asienta el arco del Estado español de los últimos treinta años.
Parlamentarias son todas las actuales monarquías europeas y las repúblicas no presidencialistas del continente y de otras regiones desarrolladas del mundo como India o Japón. Pasaron ya definitivamente a la historia el «antiguo régimen» y las soberanías compartidas que habían estado vigentes en algunos países europeos hasta después de la Primera Guerra Mundial.
La monarquía parlamentaria española es, oficialmente, una creación de la Constitución del 78. Pero la prudencia y el sabio realismo de don Juan Carlos se adelantaron a los cambios de la legalidad. Desde el principio el Rey quiso contar con las instituciones que operaban en el seno del Estado, actuando como árbitro y moderador entre ellas y las otras realidades sociales que de hecho existían, guiándolas a todas en el tramo preconstitucional del cambio político. Antes de terminar el año 75 se eligió un nuevo presidente de las «Cortes orgánicas» y se nombraron nuevos ministros. Poco después, en el 76, se cambió al presidente del Gobierno, se suscribieron con la Iglesia católica los acuerdos que sustituían al Concordato, se autorizaron partidos y sindicatos, y se adoptó y sometió a referéndum la ley para la reforma que daría paso a las primeras elecciones generales de las que saldría el Parlamento constituyente.
Años más tarde, el 23 de febrero de 1981, cuando en un intento de golpe de Estado los insurgentes secuestraron a los parlamentarios y a los ministros, el Rey, con la disciplinada asistencia de las Fuerzas Armadas y la colaboración de los subsecretarios, únicas instituciones centrales que estuvieron a su alcance, restableció la situación en pocas horas y repuso en sus funciones a diputados, partidos y gobierno.
La monarquía parlamentaria española goza de buena salud política como se suele reconocer dentro y fuera del país. Bajo ella se han sucedido ministerios democráticos de distinta u opuesta orientación y es la institución pública más apreciada por los españoles según confirman periódicamente las encuestas. El Rey es respetado por los políticos de los más diversos partidos y generalmente apreciado por la ciudadanía. Ni siquiera los que se declaran republicanos son antimonárquicos y mucho menos «antijuancarlistas». En algún jaleo de calles aparece un agitador que levanta bandera republicana, pero casi nadie le sigue ni se le toma en serio.
Crisis en las Autonomías.- No ocurre lo mismo con esa otra gran novedad política de la Constitución del 78 que es la organización territorial de la nación española. Crece la impresión de que, a menos de treinta años de la Constitución, su filosofía y su práctica empiezan a dar señales de una crisis que afectaría a los principios básicos que la sustentan. Esa sensación se ha extendido como una mancha de aceite por todo el país —instituciones, partidos, opinión pública— desde que el nuevo «Estatut» de Cataluña inició su tramitación en el Parlamento barcelonés generando una inquietud que no se calmó sino que culminó con la celebración del referéndum de 18 de junio, en que sólo fue apoyado con más pena que gloria por los socialistas catalanes, los nacionalistas liberal-conservadores y los rojiverdes o neocomumistas de ICV. Esa nueva y contradictoria también efímera— alianza tripartita «pro-Estatut», que en algunas elecciones generales o autonómicas había llegado a recibir, sumados los tres grupos, sesenta de cada cien votos, ahora apenas ha rozado un treinta y seis por ciento de «síes», mientras que más de la mitad del electorado optó por dar la espalda a las urnas y dedicarse a descansar o a sus asuntos particulares en el último soleado fin de semana de esta primavera. Con ello ha quedado demostrado que el nuevo «Estatut» no era necesario ni respondía a una demanda social de la ciudadanía de Cataluña.
Las consecuencias de su aprobación trascienden los límites geográficos y políticos catalanes. Desde que se anunció su presentación al Parlament de Barcelona ha dado lugar a una especie de carrera entre las asambleas, políticos y gobiernos de otras comunidades para alcanzar más altas cotas de poder en sus respectivas regiones y no quedarse atrás de lo que parece que podría ser un ventajoso privilegio de los catalanes. Lo cual no es bueno para España, como ese «Estatut» de 2006 tampoco es bueno para la misma Cataluña.
La organización territorial del Estado en comunidades autónomas es obra de la historia nacional, de la voluntad democrática de los ciudadanos interesados por estar cerca de la gestión de los negocios públicos, y del consenso constitucional de los partidos que en la Transición aspiraban a lograr un sistema político de convivencia nacional tras las dolorosas y dramáticas experiencias de las últimas épocas.
Antecedentes históricos de la Experiencia Republicana.- En la Constitución de 1931 se había diseñado un «Estado integral» en que «provincias limítrofes, con características históricas, culturales y económicas comunes» podrían acordar «organizarse en región autónoma para formar un núcleo político-administrativo dentro del Estado español» y «presentar un Estatuto» para su aprobación final en las Cortes. Esos artículos del 11 al 22 de la Constitución de 1931 sirvieron de pauta para el título VIII de la del 78, en la que incluso se reprodujeron literalmente algunos párrafos.
En aplicación de esos pasajes constitucionales se constituyó Cataluña en región autónoma recuperando para su gobierno el histórico nombre de «Generalitat». Después habría de vivirse allí una más que accidentada historia a lo largo de cuatro años —desde septiembre de 1932 a julio de 1936—, con una cierta prolongación nominal hasta septiembre del 37.
Ya en plena contienda y con más de la mitad del territorio de las provincias vascas ocupado por las tropas «nacionales», el gobierno y los diputados republicanos que pudieron reunirse en octubre del 3 6 aprobaron el Estatuto del País Vasco que apenas tuvo vigencia, sólo en una tercera parte del territorio y durante menos de un año. (En Galicia se inició el procedimiento previsto para ser región autónoma y se vivieron sus primeras fases, hasta la celebración del plebiscito regional que preveía la Constitución republicana, pero sin que al estallar la guerra fuera posible llegar a la discusión y eventual aprobación en el Congreso de los Diputados).
Antonio Fontán
Julio 2006 -
Nueva Revista
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