Amadeo I |
Capítulo XVII
Hacia los citados escombros
En esto Amadeo de Saboya llegó a convencerse
de que regir España sin vocación de cómitre es labor dolorosísima. Y abdicó como
un hombre honrado, marchándose como un turista aburrido. Las Cortes, reunidas
en Asamblea Nacional, proclamaron la República por doscientos cincuenta y ocho
votos contra treinta y dos.
Pero si hubiesen podido votar
quienes carecían de representación parlamentaria, las papeletas contrarias al
implantamiento del régimen republicano habrían sido treinta y tres. Pues que
Ayala se pronuncia opuesto a la República, puede darse por seguro, considerando
que cualquier régimen le sería tolerable mejor que régimen tal.
Porque para Ayala todas las
formas de gobierno eran buenas, a condición de poder entrar -él en la comunidad
gobernante; mas con la República esta condición no se había de dar. Y no a
causa de que él tuviera escrúpulo ninguno en hacerse republicano, que comunista
se hubiera hecho de haberse inventado entonces la fórmula de los Soviets y
juzgar posible ser nombrado comisario del pueblo. ¡A causa de que los
republicanos de entonces, menos transigentes que los de ahora, no le admitirían
como correligionario!
Tuvo Ayala, pues, que meterse en
lo privado de su hogar. Y allí debió de pasar horas angustiosas. La República
cambiaba de ministros y hasta de presidente todos los días.
¡Qué fácil, en ella, volver al
banco azul y aun para sentarse a la cabecera! Cuando así se sucedían
las crisis parciales totales y totalísimas, a Ayala se le debía de hacer la
boca agua. Más que agua: espuma. Pues espumajeando debía decirse: "¿Por
qué, señor, pronunciaría yo aquel discurso contra el puebla soberano?"...
Efectivamente... Aquel discurso fatal le costó salir de un Ministerio y le
costaba, no poder entrar en otros, ¡en tantos otros! Había para
desesperarse.
Y Ayala se desesperó. Se
desesperó hasta el punto de no escribir siquiera. Contra su costumbre cuando
las cosas le iban mal en política, ni pudo buscar consuelo con la literatura.
Del período republicano no se conserva una sola línea de Ayala, ni trazando
siquiera el plan de alguno de esos dramas que luego no escribía.
Estaba muerto. Más que muerto,
pues pronto sabremos que estaba putrefacto. Aunque el título de este capítulo
ya os lo habrá hecho oler. Eso sí, lectores.
El golpe de Estado del general
Pavía, si no acabó con la República, la puso en trance de ser ya asequible para
Ayala. Bajo la presidencia del general Serrano se formó un Gobierno al que
nuestro biografiado hubiera podido pertenecer. El Duque de la Torre no era
Figueras, ni Pi y Margall, ni Salmerón, ni Castelar, y hubiese acogido amoroso
a su por duplicado ex ministro. Acaso le ofreció otra vez una cartera. Pero
Ayala no podía entrar en el Gobierno. Estaba ya conspirando a favor del
Príncipe Alfonso.
Se encaminaba a los
"escombros de lo caído", en busca de más que "un refugio".
El mismo, cuando aseguró que no la cometería, calificó tal conducta de "indignidad".
Y nosotros no vamos a ser menos duros en la calificación que el propio
interesado.
Cometió, indudablemente, una
indignidad Ayala contribuyendo al entronizamiento del hijo de Isabel II. Pero,
no obstante... Los anteriores biógrafos del indigno confeso, y desde luego
convicto, se han vuelto en este punto locos tratando de defenderle. Y no logran
su piadoso propósito, porque para ello emplean razones de altura. Descendiendo,
en cambio, podría encontrarse, si no excusa, explicación.
Dejemos aparte la apetencia del
Poder que Ayala siempre tuvo. Ese afán de gobernar, constante en su carrera
política, y exacerbado, desde que la República lo hizo imposible, por el rencor
que los republicanos le guardaban. Y aun sin ello, que con ello no podríamos
transigir, nos. explicamos la última y definitiva caída de Ayala.
Desde que triunfó en el comienzo
de su vida, Ayala había entrado en lo que por antonomasia se llama la Sociedad.
Era un hombre de moda, bien visto en los salones y favorito de las damas, que
las leyes de la elegancia tenía que cumplir. Y el buen tono siguió hasta al
hacerse revolucionario, pues conspiró con la hermana de la Reina y el esposo de
la Infanta Luisa Fernanda, que era Príncipe francés e hijo de Soberano. Siempre
así estuvo entre los aristócratas, encantado de alternar con ellos.
Y ocurrió que la aristocracia
española, reacia a acudir a las gradas del trono de Amadeo, se pronunció
furiosa contra la República. A Ayala lo desdeñaban los republicanos; pero
aunque le hubiesen considerado, ¿podría irse con ellos?... Unirse a aquellos
plebeyotes, a aquella gentuza, fuera separarse de los hombres escogidos. Y las
mujeres selectas, sus amigas y admiradoras, hubiesen abominado de él. Esto,
menos todavía que no ser ministro ni diputado siquiera, resultaría irresistible
para el mundano señor.
Ahora bien; el gran mundo se
inclinaba reverente ante el Príncipe Alfonso, y quien del gran mundo no
quisiera separarse tenía que seguir la misma inclinación. Cierto que el citado
Príncipe era hijo de Isabel II; pero los hijos no heredan las faltas de los
padres, y bastante es que hereden sus dolencias. El futuro Alfonso XII ya
sufría la tuberculosis que ser engendrado por el teniente coronel Puig Moltó le
ocasionara, resultando excesivo culparle de que su madre hubiese tenido otros
amantes además. Así, aun cuando Ayala hubiera creído que Isabel II no merecía
reinar por su incontinencia sexual, podría creer que merecía el trono aquel
producto de esta incontinencia. Con esto, quien redactó el manifiesto de Cádiz
se puso a conspirar en favor del Puigmnoltejo.
Verdad que el hijo de la mujer
tan cruelmente injuriada en el documento referido demostró una benevolencia grande
admitiendo la amistad del autor de esas crueles injurias; pero esto podrá ser
un mérito de Alfonso XII, mas no un demérito de Ayala, que es lo que nos
interesa a nosotros.
Con lo dicho, dicho queda todo lo
que para hacer entender la razón de la sinrazón por nuestro biografiado
cometida ha de decirse. Y decir otras cosas es querer que sienten plaza de
tontos los que leen o escuchan, y esto sólo se consigue si a los lectores o
auditores les conviene. Por ejemplo, como ocurrió cuando Ayala hubo de explicar
su conducta en las Cortes de la Restauración y desde el banco azul... Pero ya
llegaremos a eso en el próximo capítulo.
El capítulo presente se dedica a
la marcha de Ayala hacia los escombros donde aseguró que no se refugiaría. Ya
se ha visto lo que en tal camino le puso y sólo hay que añadir que, por él iba
triunfalmente.
Le acompañaban sus buenas
amistades: los aristócratas de la sangre y del dinero y los políticos
conservadores. Y que arribaría a la tierra; de promisión era no sólo indudable,
sino inminente también. La República había, fracasado; la interinidad del trono
vacío no podía sostenerse, y el hijo de su madre había de reinar.
Sin embargo, la restauración de
la Monarquía borbónica en la persona de Alfonso XII y la propia restauración
dentro del Ministerio pillaron a Ayala de sorpresa. Puede decirse que, cuando
marchaba hacia eso, en eso cayó, en eso fué arrojado, cumpliéndose de forma lo
que por fondo merecía. El encumbramiento, aun cuando fuese tal, debía ser
porrazo, y porrazo fue, pues que de golpe llegó.
Luís de Oteyza
Vidas Españolas e Hispano-Americanas del Siglo XIX
Madrid, 1932
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