Cánovas del Castillo |
Capítulo XX
En la cúspide política
Encontrándose Ayala en tan grata
situación, dispúsose que abrieran las Cortes su segunda legislatura del año 78.
Y Cánovas del Castillo, árbitro
absoluto de la política, aprovechó tal circunstancia para colmar las
aspiraciones de su antiguo amigo y nuevo correligionario. Este había confesado
que ningún puesto público le atraía como la presidencia del Congreso.
La verdad que sobre cargo tan
elevado sólo existe la jefatura del Gobierno. Y aun, aun..., pues que las fórmulas parlamentarias, dentro de las
Cámaras, colocan a quienes las presiden por encima del mismo presidente del
Consejo de ministros, siendo más numeroso y más popular el Congreso que el
Senado, y, por tanto, más presidente el del primero que el del segundo. Pero,
aparte de esto, para hombre como Ayala, lugar ninguno existe mejor que aquel
donde quien preside nuestro Congreso se sienta.
Porque no hay sitio más apropiado
para colocar en él un fantoche. Alto estrado, larga mesa y en el centro
empinado sillón. De frente los escaños y las tribunas pero dominados los
primeros, y las segundas, sólo más levantadas para contemplar. El banco de los
ministros tan por bajo que hay que inclinarse para mirarlo. La mesa de los
pobres taquígrafos como en el fondo de un estanque. Los maceros detrás, en
arcaica guardia de honor. Y por arriba, únicamente, el dosel y la claraboya: palio y cielo.
Un hombre que en lo físico sea
vulgar y corriente, aun cuando en lo espiritual constituya excepción, allí no
luce por exceso de escaparate. Pero ¡qué
adecuadamente se exhibirá allí quien esté dotado de excepcionales condiciones
físicas y tenga humor para hacer que resalten! Imaginaos, lectores, a
Ayala, ocultas sus piernas cortas bajo la mesa, y enseñando su torso de
gigante, coronado por su testa de guerrero y trovador a la para imagináoslo, y
os sentiréis niños, otra vez en el Guiñol de vuestra infancia, admirados ante el
muñeco formidable.
Ayala se debió de considerar allá
subido, y encontrarse muy bien. Su presencia impondría. Y luego, su vozarrón
encauzando los debates... "Ahí
quiero ir", se diría a sí mismo, primero. Después, animóse hasta
decírselo a los demás. Cánovas, que gustaba de servir a su gente, le complació.
Algún trabajo hubo de costarle
esto al que todo lo podía entonces en España. La cosa resultaba un poco fuerte
para los diputados, entre los que habíalos de las diversas facciones políticas
abandonadas, sucesivamente, por el campeón de la inconsecuencia, en sus
múltiples cambios de partido. Los antiguos moderados no asistieron a la sesión
del 16 de febrero de 1878, día en que había de .votarse a Ayala. Y de los 282
diputados que tomaron parte en la votación, si bien 177 dieron sus votos al
candidato ministerial, 81 se los otorgaron a Sagasta, uno a Posada Herrera y 21
depositaron las papeletas en blanco. También recibió la urna dos papeletas "desechadas para los efectos del
escrutinio", según el Diario de Sesiones. Esto, en el eufémico lenguaje
oficial, quería decir que contenían burlas crueles.
No obtuvo, pues, una votación
brillante Ayala en su elevación a la presidencia del Congreso. Este cargo suele
proveerse de acuerdo mayoría y minorías y se acostumbra a votar por unanimidad
casi completa. Sin embargo, hasta diputados ministeriales omitieron dar sus
votos a Ayala o los dieron en contra. No tenían razón, empero. Es decir, razón
y aun razones sobraban en abono de su conducta, por la conducta del candidato de
Cánovas. Con todo, procedieron los opositores equivocadamente.
¡Jamás había tenido ni tendría el Congreso un presidente tan
decorativo! Insistimos en mantener esta opinión nuestra. Pero, además, no
fué Ayala un mal presidente, ni muchísimo menos. Y todavía, por ser presidente,
Ayala pronunció lo que se ha llamado "el
más bello discurso que oyó el Congreso". De ambos extremos nos
ocuparemos después.
Por el momento hemos de
consignar, en apoyo de que los contrarios en el Congreso a que les presidiese
Ayala se equivocaron, las opiniones emitidas sobre el caso por los periódicos.
Son interesantes no sólo como muestra de que ya la Prensa iba tomando la
costumbre de apoyar al Gobierno, sino también porque dieron lugar a un gran
suceso literario. Entendemos nosotros que, inspirado por tales reseñas
.periodísticas, se lanzó Ayala a escribir Consuelo y a estrenarla en seguida.
Los articulistas "sacaron el caballo”, según frase
del oficio tomada del arte... taurómaco, prodigando elogios al literato, ya que
no era posible dedicar ninguno al político. Así quedaban bien con Cánovas, que
dispensaba mercedes a los chicos de la Prensa, sin demostrar que traicionaban
las idealogías de sus diarios. Y son de leer —para reírse, claro está—
los piropos que Ayala recibió como dramaturgo con motivo de su subida al sillón
presidencial congresil. Ni cuan- do pasó a ocupar el otro elevado sillón, el de
la Academia de la Lengua, se alabó tanto su literatura.
Así, El, Imparcial decía haber
sido nombrado presidente del Congreso "el
eminente poeta don Adelardo López de Ayala"; El Mundo Político hablaba
del "talento sin igual del laureado
autor de El tanto por ciento"; Los Debates no creyeron posible dejar
de aludir a "su fenomenal
inteligencia, la entereza de su genio, su profundo conocimiento de las pasiones
humanas", y hasta El Globo, el periódico de más sañuda oposición, tras
de censurarle por "sus
contradicciones e inconsecuencias como hombre de partido", dijo que
alzaba su voz "para ponderar las
glorias y grandezas literarias del más inspirado y vigoroso dramaturgo".
Y aun quedaban "los chicos de la Prensa", los
humildes gacetilleros, que juzgaron deber hacer algo por el "maestro de periodismo". Y lo
hicieron, según la noticia que copiamos de El Diario Español: "Los redactores de los, periódicos que
asisten a la tribuna para reseñar las sesiones felicitaron ayer, por medio de
una carta, que firmaron todos, al Sr. Ayala con motivo de su elección de
presidente del Congreso."
De este modo, al verse Ayala
culminando políticamente, comprendió lo que allí podía sostenerle, y se apoyó
con firmeza en la literatura, tomándola al fin como puntal.
Luís de Oteyza
Vidas Españolas e
Hispano-Americanas del Siglo XIX
Madrid, 1932
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