Aquellos maravillosos kioskos
Sinopsis del libro.-
Volver a la infancia... ¿A quién no le gustaría,
aunque fuera por un instante, ser otra vez el niño o la niña que fuimos? Tener
de nuevo nuestros juguetes, correr por la calle tras un balón con el bocata en
la mano y la camisa por fuera, lleno de chorretes y de costras en las rodillas.
En definitiva, viajar en el tiempo y ver cómo era nuestro mundo entonces,
cuando éramos inocentes y absorbíamos ávidamente la vida, que era aquello que
pasaba a nuestro alrededor mientras estábamos ocupados en completar la colección
de cromos de turno. Ven, entra en nuestra máquina del tiempo de papel y vuelve
a sentirte como entonces. Échale un vistazo a aquellos juguetes con los que
tanto disfrutaste, únete a la pandilla para vivir unas cuantas aventuras de
descampados, cole y kioscos y contempla aquellos viejos anuncios que te hacían
pegarte a la pantalla embelesado confeccionando tu lista de los Reyes Magos.
Mira cómo era la vida cotidiana cuando éramos pequeños... Te aseguramos que vas
desempolvar un montón de recuerdos dormidos. ¿Preparado? Bájate a jugar a la
calle con nosotros y pídele de paso a tu madre unas cuantas monedas para el
kiosco, unas chuches no nos irían mal. ¡Ah!... y ¡no te olvides de la merienda!
Biografía de los autores.-
Juan Pedro Ferrer es uno de los mayores
coleccionistas de recuerdos infantiles de nuestro país. Exexplorador, y
funcionario en una concejalía del Ayuntamiento de Alicante, este rescatador de
material de kiosco y juguetes de los años 60 y 70 administra desde hace 8 años
el conocido y aclamado blog El kiosco de Akela (uno de los más importantes de
su género). Miguel Fernández. Martínez es un afamado ilustrador y diseñador, y
guionista profesional, trabaja para Disney, Mattel, Fox y Dreamworks.
Nostalgista vocacional de las mismas décadas, Miguel creó hace cinco años el
blog Those were the days, donde se relatan recuerdos de infancia de una forma
documentada y socialmente descriptiva. Miguel lleva dibujando para Disney desde
que terminó la mili, tocando todos los personajes estándar de la casa (Mickey,
Donald, Winnie the Pooh y todas sus respectivas familias de personajes).
Foto del autor |
Mis recuerdos.-
A veces llega a nuestras manos un libro que como buen lector y
observador te introduce en su historia, empiezas a leer con atención y te
das cuenta que tú eres protagonista directo de esas historias que te relatan
sus autores.
Así me ha sucedido con este libro, “Aquellos maravillosos
kioskos”, esta lectura me retrotrae al final de los años cincuenta y siguientes
años sesenta, en aquella España en blanco y negro con su enseñanza y libros que
trataban de impregnarnos de color, la nostalgia, esa añoranza por lo que ya no
vuelve, tiene un caladero sin fondo para los que fuimos niños en
aquellos maravillosos años y me hacen viajar a los quioscos del barrio
de Ventas de Madrid para comprar chicles bazoka, pistolas de agua, indios y americanos de
plástico, yoyós de Fanta, cromos o chucherías, recuerdos, recuerdos.
Mis primeros años en Guadalcanal en la escuela de Dña. Paquita
(escuela de los cagones) en la que mis padres me dejaban en mí más tierna
infancia los fríos inviernos para irse a coger aceitunas, aquellos primeros
juegos y primera cartilla de letras grandes que juntas se convertían en
palabras “e-s-c-u-e-l-a”, ”c-a-b-a-l-l-o”, el catón… aquel
colegio de la calle Camacho de D. Francisco Oliva Calderón, en la que empecé a
entender aquellas letras juntas y convertirlas en frase y sumar o restar
números, a empaparme con la Enciclopedia del Álvarez “Intuitiva, Sintética y
Practica” que se leía en la portada y que me enseñó los primeros conocimientos
de la vida y la historia, enciclopedia que conservo como un tesoro encontrado
en mi niñez, recuerdos, recuerdos.
Aquel maestro de repaso, Antonio “el cojo” que por las
tardes iba a mi casa de la calle Minas para darme repaso y enseñarme a leer y
comprender el significado de lo leído con sus interminables dictados, a sumar y
restar como solo el sabia y a perfeccionar la escritura con las libretas de
Rubio…, mi padre que me dejaba copias con su impoluta caligrafía y que nunca he
conseguido igualar, la academia de D. José Tito a la que me enviaba mi abuela
Aracelis en verano cuando mis padres me mandaban al pueblo y que gracias a
él aprobé el Ingreso, aquel Septiembre en mí regreso a Madrid, recuerdos,
recuerdos.
Aquella triste despedida de mis compañeros y amigos de la
calle Camacho y mi traslado con toda la familia emigrando a Madrid, mi
etapa en el colegio Onésimo Redondo, antiguo hospital de la guerra civil
en el barrio de la Elipa, aquel internado en los Salesianos de Madrid, gracias
a no ser muy mal estudiante y conseguir una beca y de paso quitarse una boca
que alimentar de lunes a viernes mis padres, aquel salesiano D. Cirilo,
de triste recuerdo para mí, que me tuvo una semana repitiendo la
frase “Joze zaca el zaco al zor para que ze zeque”, pobre
ignorante, quería quitarme aquel bonito seseo que traía de Guadalcanal y solo consiguió crearme un trauma cuando salía al recreo y mis compañeros se
reían de mí, luego pensé, gracias Cirilo, solo conseguiste que amara
más mi acento que practicaba en familia por rebeldía y mi procedencia
serrana, claro que esta mala experiencia solo duró un año, al curso
siguiente no me renovaron la beca o simplemente me echaron por pobre, dejé de
limpiar las aulas y habitaciones, de rellenar la estufa de leña para que se
calentaran mis compañeros de pago y volví a mi entrañable colegio del barrio de
la Elipa, con mis amigos andaluces, gallegos, extremeños, castellanos viejos…,
allí sí que D. Cirilo lo hubiese tenido complicado para quitarnos el acento de
procedencia, recuerdos, recuerdos.
Aquel quiosco de chapa y techo de uralita de la Av. de Daroca,
centro y lugar litúrgico para comprar, vender y cambiar cromos de futbol o de
aquellas fabulosas colecciones: Vida y Color, Ben Hur o Maravillas del Mundo y
otra sobre pájaros que era mi preferida, en las que invertía el duro, si, cinco
pesetas que me daba mi madre de paga semanal y que yo convertía aquella vida en blanco y negro
de un barrio de emigrantes y casas bajas en el colorido de los cromos, para
después durante toda la semana trapichear con los repetidos o jugármelos a los
montones, recuerdos, recuerdos.
Quiosco donde empecé a comprar cigarrillos de chocolate
“Lucky” para impresionar a las chicas y luego con mis amigos de fechorías,
nuestros primeros cigarros Rocío mantelados de verdad que nos fumábamos furtivos
debajo del puente del cementerio…, el bachiller, mis primeras conquista, mi
primer jersey de terlenka y pantalón vaquero Wangler que sustituían los
domingos a los jersey de punto y los pantalones de pana o tergal que me hacía
mi madre, recuerdos, recuerdos.
Que inolvidables años, los niños podíamos jugar en la calle a la
pelota, a tu la ligas, al patín hecho con una tabla y cuatro piñones metálicos
como ruedas, calles con olor a pueblo y vecindad, sin apenas coches, esas
calles que nos enseñaba casi todo de la vida, algunas sin asfaltar. Más tarde,
la adolescencia, los billares, lugar sagrado para confesiones a los
amigos de adolescentes amoríos, Isabel, mi primer amor secreto y platónico y juegos a
peseta, cuya mayor competición era quemar la testosterona que nos emergía
a flor de piel, recuerdos, recuerdos
Todo esto son recuerdos de los que habitamos ya en la tercera fase, es decir, en el resto de la etapa que nos queda por vivir y que según dice un amigo comienza cuando cumples sesenta y… años, aquella oscura época de poco pan y muchas carencias, de amigos y fechorías inolvidables, fueron años difíciles para la mayoría de mi generación, pero a pesar de ello, son recuerdos de una feliz niñez.
Rafael Spínola Rodríguez
Teruel, Octubre 2016
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