....Y
de mi entrañable Diana, nunca jamás se supo 10
A
partir de aquel accidente del que, gracias a la buena estrella de mi
Diana, no sólo escapó de la muerte, sino que quedó como el lujo de
perra de caza que siempre fuera, decidí llevármela a casa,
definitiva e inapelablemente, procurando evitar con ello un nuevo
desaguisado, en el que, tal vez, no pudiera correr el mismo y tan
feliz desenlace. Lo hice, no obstante, con todo el dolor de mi alma,
después de habérsenos ofrecido, como en bandeja de plata, tan
cómodo y acogedor aposento, pues sabía que para aquel explosivo
ciclón, que era la perra, una terraza con tan escasas dimensiones
como la de mi Piso, tenía que resultarle, necesariamente, un
permanente martirio, ya que ni punto de comparación podía tener,
bajo ningún aspecto, con aquel alegre, luminoso, arbolado y tan
espacioso patio del "Almotamid." Pero aún así, lo
preferí, pues no quería ni sospechar siquiera que a mi queridísima
perra me la pudiera matar uno de los muchos coches que solían pasar
lamiendo, prácticamente, las mismas vallas del Colegio, por el ramal
que, saliendo de la Carretera General de Cádiz, conducía a las
zonas de recreo que había a orillas del Río Guadaira, no sin antes
ramificarse en una red de complicados senderillos, que conducían a
las muchas Casas de Campo que por aquellos descampados se alzaban.
Recuerdo
con especial emotividad que, al día siguiente de haber sido operada
después de haber sufrido el amargo trago del atropello la que era
tan querida amiga para grandes y pequeños del todo El Grupo Escolar,
tan pronto como llegué al Colegio, los niños, en especial, a guisa
de una bandada de gorriones hambrientos, acudieron a mí y allí
arremolinados en mi entorno, comenzaron a porfiar preguntándome por
la Diana, y ante los que yo, todo eufórico y feliz, tuve que
levantar la voz para que me pudieran oír dentro de aquel guirigay de
voces atipladas que me tenían -Sigue tan cariñosa y alegre como
siempre.- Les grité.-
Como
si nada le hubiera pasado!. Gracias a Dios, no sólo se encuentra
totalmente fuera de todo peligro, sino toda ilusionada por
recuperarse del todo, para seguir jugando con sus amiguitos del
"Almotamid," así como para continuar queriéndolos con la
bondad y ternura que siempre los quiso.
Casi
ni me dio tiempo a terminar, pues, de repente, sonó un aplauso tan
atronador como explosivo, durante el que pude ver, incluso, cómo una
angelical chiquilla de los primeros Cursos, perdida entre aquella
bandada de gorrioncillos piones que, enternecedora y dulce, intentaba
esconder una lágrima que, rezaguera, le asomaba en sus ojos de
ángel.
La
amiga de los niños del " Almotamid," no obstante, no sólo
no volvió a pisar el soberbio y encantador patio del que también
podía considerar como su Colegio, pues, al margen de mis muy
temerosas precauciones, el Curso ya iba de paso y, al concluir,
después de haber estado dos años en él, pedí traslado al "Paulo
Orosio," allá en la Barriada del Cerro del Águila, con la idea
de ir acercándome, en lo posible y año tras año, a mi hogar.
Antes
de seguir adelante y aunque nada tenga que ver con la presente
Historia, me veo como obligado a hacer aunque sólo sea un pequeña
evocación de este mi nuevo Centro Escolar, y que más "de
obligado cumplimiento", lo es "de obligado sentimiento".
¿Que por qué digo eso de que nada tiene que ver con la presente
Historia...? Pues, sencilla y llanamente, porque la protagonista de
ella, lejos de lo que hiciera en el "Almotamid," en éste,
ni el honor le cupo de
pisarlo.
Este
Colegio - y en cuanto al edificio en sí me refiero – ya era harina
de otro costal en relación al que terminaba de dejar, porque además
de encontrarse materialmente atrapado por la densa selva de Pisos de
tan populosa barriada, se le podía ver con toda evidencia que, al
margen de estar bastante avejentado, también se encontraba un tanto
achacoso, si bien es verdad que estaba, paradójicamente, totalmente
aislado del "mundanal ruido" de la barahúnda que lo
atrapaba, por unas altas tapias, coronados con fuertes mallas de
alambra, y que circundaban todo sus espacio, que era de una extensión
más que respetable, en cuyo centro geométrico se erguían las dos
plantas de la larguirucha construcción de tejados a dos aguas y con
funcionales y vetustos ventanales.
El
plantel de Profesores que me encontré en él, por el contrario, no
parecía sino que había sido seleccionados entre los mejores en la
más rigurosa de las votaciones. Tanto por su laboriosidad, por su
responsabilidad, su saber hacer e, incluso, por su tan vocacional
inquietud, hicieron que me sintiera orgulloso de mi profesión y, a
la vez, envidiable vocación de Maestro de Escuela. Magníficos todos
y cada uno de ellos, tanto como profesionales como por buenos
compañeros, lo cual no quiere decir que pudiera faltar el garbanzo
negro de siempre o casi siempre de la excepción que confirma la
regla. Y es que por allí andaba también un personaje, de sexo
femenino y con tipo de tubo de crema dental, de cuyo nombre, por
razones exclusivamente inconfesables, y nunca jamás personales, no
quiero acordarme.
Ni
uno solo era aficionado a la escopeta, por lo que, bajo este concreto
aspecto, con la iglesia habíamos topado, Sancho amigo. Pero como no
sólo del pan de la escopeta vive el hombre para distraer, entre
otros ratos, los del recreo escolar, como en el caso que nos ocupa,
pude dar con otro pan para darle vida a nuestros ratos de ocio en La
Escuela, cuál era el de la otra de mis grandes pasiones, la
Literatura, compartiéndolos con uno de mis nuevos compañeros en
especial que, como yo, también era un gran enamorado del arte de las
letras. Como si hubiéramos llevado estampada en la frente esta
nuestra común devoción, fuimos como delatados, mutuamente, ya el
primer día que nos conocimos.
Rafael
Borondo Espejo, que este era el nombre de pila del referido
literato, si de tejas abajo, era un celosísimo y amantísimo padre
de familia numerosa, de tejas arriba, era un convencido y ferviente
enamorado del fundamental Mandamiento de Cristo, o sea, el del
fraternal amor entre todos los hombres, que, por supuesto, no es "el
de dar", sino "el de darse", por lo que en ese su arte
del buen y del bien decir, era un auténtico poeta místico, y es
que, claro, no debemos olvidar aquello que dice que "de la
abundancia del corazón, habla la boca."
¡Qué
Sonetos, Santos Dios, los que escribía este excelente Maestro,
capaces todos ellos, no sólo por la belleza y armonía con que
estaban escritos, sino por la teología y profundos sentimientos que
en cada uno de los versos fluía, de conmover al más insensible de
los mortales en esto del arte de la pluma y hasta de obligar a mirar
al Cielo al más renegado y empedernido ateo en eso de las ideas
transcendentales!
Tres
años de mi vida que enterré en aquel bendito Colegio, y que me
dejaron marcado, por descontado, que para bien, en esto de mi
Magisterio para los restos de mi vida.
Y
esta es, así muy por encima, la referencia de aquel mi nuevo Colegio
y de los compañeros que tuve la suerte de encontrarme en él, y que,
aunque un tanto someramente, quede ahí dando fe de aquellos mis
Cursos como Maestro del "Paulo Orosio" y como ineludible
deber del hombre agradecido que creo ser.
Siguiendo
pues con la Biografía de nuestra excepcional Diana, hemos de decir
que durante mis años de Profesor en "El Paulo Orosio," por
supuesto que seguimos escapándonos, si es que en nuestro camino no
se nos cruzaba algún problema de fuerza mayor, allá a más de cien
kilómetros de la Capital, que es la distancia a que se encuentran
las bellísimas Sierras de Guadalcanal,
así como a algún que otro "cazadero" al que, más o menos
esporádicamente, éramos invitados por nuevos amigos, lógicamente,
sólo los fines de semana y los días "feriados", que es
como llaman los chilenos a los festivos. Y la perra - no lo duden -
excepcional como siempre. Digo más, después de encontrarse días y
más días, allá en casa como maniatada en la terraza, que ya no en
el soberbio patio del Colegio de Almotamid, teniendo como tenía la
sangre tan explosiva, cuando se veía en el campo, con todo el cielo
y toda la tierra por delante, más que un torbellino, era un
desmadrado ciclón con figura de perra "bracco alemán".
Quiero
recordar un caso con el que, por estos años, me topara de una forma
tan curiosa como inesperada, estando el periodo hábil de caza en sus
postrimerías, y en el que, por esquilmados los "cazaderos"
ya a esas alturas, nuestras correrías cinegéticas empezaban a
gotear, por lo que nuestras escapadas al Parque de Los Príncipes se
hacían más asiduas, con la idea de poder suplir en algo, al menos,
nuestro entrenamiento campero. Pues bien, en una de estas nuestras
salidas de retozo y recreo, dentro de nuestras limitaciones, claro,
por las glorietas, jardines y el césped del Parque, al mismo
desembocar de la ajardinada plazoleta, que se extiende ante nuestro
bloque de pisos, y llegar a la acera de la calle, un coche de gran
lujo y que parecía espejear su flamante estreno, de pronto, pegó un
frenazo y paró justo a nuestro lado, en tanto el conductor, un señor
ya algo maduro y con aspecto de caballero de los de la antigua
usanza, asomando la cabeza por la ventanilla, me llamó la atención
con protocolos de caballero, diciéndome que la perra, nada más que
por la estampa que presentaba, debería ser un encanto para la
escopeta. Y yo, sorprendido y fingiendo una humildad más falsa que
el mismo Judas, me limité a contestarle con un gesto indefinido de
cara que, como mucho, reflejaba una indiferencia, que ni fría ni
caliente, sino todo lo contrario.
Se
debía tratar - pensé en un principio - de un buen aficionado a la
caza, pero es que, aún no siéndolo, seguro que cualquiera podía
haber quedado impresionado igualmente, si es que no hipnotizado, por
aquella incontenible vigorosidad, aquel frenético poderío y aquella
armoniosa elegancia con que perra tan agraciada solía aparecer
tirando impaciente de mí, cogido a la correa de su collar, en la
acera, y es que después de tirarse horas y más horas, tal vez días,
conteniendo el volcán de su sangre como en una pequeña jaula,
debería llevar aquel su tan elegante y señorial poderío elevado a
la enésima potencia.
Impresionado
o no, el caso fue que aquel desconocido señor, aparcó de mala
manera el flamante y lujoso automóvil y como si de una emergencia se
tratara, y, escapando de él, me invitó a acudir a tomar una copa en
el Bar que teníamos exactamente a lado. Indeciso, le insistí que si
se trataba de sólo una copa y con el tiempo justo para que pudiera
ver y admirar a la perra, que se la aceptaba, pero que sólo una. Que
perdonara, pero que llevaba el tiempo más que contado, para que el
animal pudiera desahogar en el Parque el incontenible vicio de
corretear que, innatamente, le recorría por las venas, ya que
llevaba dos o tres días, prácticamente, encarcelada en la jaula que
para ella debía ser la terraza, aunque, como bien podía ver, el tal
recreo, lógicamente, lo tuviera que hacer atada al collar, ya que
las palomas la enloquecían y que, de dejarla a sus anchas, menuda
ensalada podía organizar cazando palomas, incluso al vuelo.
-Pida
usted por ella.- Se
me dejó caer de pronto, ya ante la barra y con nuestra respectiva
copa de manzanilla sobre el mostrador.
Era
lo que menos me podía esperar, por lo que, totalmente sorprendido,
me quedé sin saber qué decir. Entonces se metió la mano en el
bolsillo y, sacándose una billetera que, a modo de cepo de alambre,
atrapaba un buen manojo de billetes, y la dejó, totalmente decidido,
sobre el mostrador, al tiempo que me decía que fuera contando y que
lo que hubiera. Que, en aquellos momentos, se había quedado sin
ahorros y que aquello era de cuanto podía disponer, puesto que venía
precisamente de recoger y pagar el coche que terminar de aparcar, y
que, como bien podría haber observado, se trataba de un coche nuevo
flamante.
-No,
no.-
Me apresuré a contestarle.- En el mundo no podría haber dinero que
me la pudiera pagar, y más que por lo que la perra pudiera valer por
sí misma, por el valor que, sentimentalmente, representa para mí.
Se trata del regalo de uno de mis mejores amigos, además del
inconmensurable cariño que le he cogido en los muchos años que ya
lleva a mi lado. Por favor, guárdese el dinero, rogándole además
que no se vuelva a molestar en reiterarme su oferta ni una sola vez
más.
Mi
desconocido comprador vio que la cosa iba totalmente en serio, y
entonces, poniendo cara de resignación, parece ser que se conformó
con agacharse sobre la perra, al tiempo que la acariciaba y la miraba
con la delicadeza y admiración del que está ante una obra de arte
de incalculable valor.
De
todas maneras quedamos en que, antes de que se cerrara el periodo
hábil de caza, me invitaría a echar un rato y sólo un rato, ya que
al único "cazadero" que me podía llevar, no daba para
más, y que era una pequeña finquita de su propiedad, que tenía en
el término municipal de Burguillos, pues, desde el mismo instante en
que le echara el ojo a la perra, se le había metido entre ceja y
ceja el capricho de verla rastrear, y, si había suerte, parar y
cobrar, ya que perra de tan electrizante mirada y de tan bella
estampa, tenía que ser para un buen aficionado a la caza, como él
era, el no va más. Que la finquita, además de pequeña, tenía muy
poca caza y aún menos encontrándonos a final de temporada, pero que
lo de menos, en este caso, era lo de poder echar alguna que otra
pieza al zurrón, sino que, como terminaba de decirme, ver cómo
cazaba animal de tal fogosidad y de tan preciosa estampa.
El
hombre, por lo menos, había sido sincero, pues a los dos días tan
sólo de aquel nuestro casual encuentro, me llamó por teléfono, a
esto del anochecer, recordándome lo que me había prometido, y que
si yo lo quería y no tenía otros compromisos, me recogería por la
mañana, sobre las nueve, en la puerta del Bar.
Y,
en efecto, al día siguiente, mi desconocido amigo me recogió en su
flamante coche, todo puntual, donde habíamos quedado, y allá nos
presentamos en su pequeña finca de Burguillos, con la escopeta y,
por supuesto que con la Diana por bandera.
"El
cazadero",
como bien me confesara su dueño, era muy poca cosa, por lo que no
hubiera dado para mucho más del “ratejo” prometido, aparte de
que la impresión que, a primera vista me diera, era la de que allí,
casi ni “el
ratejo”
siquiera, puesto que se veía con toda evidencia que allí todo el
pescado estaba más que vendido. Cobramos un solo conejo, y sin
disparar ni un solo tiro, pues la perra, como se dice por ahí de un
tal "Juan Palomo", ella se lo guisó y ella se lo comió.
Quiero
decir, traduciendo el famoso dicho popular, que la perra venteó el
tal conejo perdido allá en las profundidades de unas espesas y
resecas junqueras que estaban hechas un agostado “emplasto” en
una de las márgenes de un arroyo reseco, y que para poder dar con
él, hubo que entrar bajo ellas "a
rastra barriga"
hasta quedar materialmente enterrada. Mi anfitrión, cuando vio salir
a la perra de aquella parva de juncos resecos con el conejo en la
boca, me miró y, como en un su perra, como yo le dijera, no había,
en efecto, oro que la pudiera pagar, sentimentalismos o sentimientos
al margen.
El
último año de los tres que pasara en "El
Paulo Orosio",
casi no pude salir de cacería por razones profesionales que no
vienen al caso, y pensé que mi perra, ya con más de diez años
encima, no le debía importar en demasía, ni le debía afectar
tampoco tanto, como si hubiera estado en sus años mozos, eso de
tirarse encerrada tan largos intervalos sin salir a patear esas
sierras y a desfogar toda la lava que en su sangre hervía.
Desde
luego que los años no pasan en balde y que, por lo mismo, la perra
ya no era aquel volcán en erupción que fuera siendo más joven,
pero casi, casi. La perra nació para ser un incontenible torbellino
y un torbellino incontenible seguiría siendo mientras viva, pero,
claro, a pesar de todo, tanto los volcanes como los torbellinos los
hay de distintos grados, aunque sin dejar de ser nunca, por
descontado que sí, volcanes o torbellinos. Traigo tales metáforas a
colación, porque confiando por ese tiempo, en que la perra,
acostumbrada al escaso espacio de la terraza, por un parte, y de que
ya estaba en las mismas puertas de la tercera edad, por otra, casi ni
la sacaba al Parque, y si la sacaba, era más por pura devoción, que
por una obligación de obligado cumplimiento. Y héteme aquí que un
día, en que, tocado por esa especial devoción mía, me acercara a
recogerla a la terraza, para que disfrutara, a mi par, allá
rastreando y retozando en nuestro ya más que repateado Parque,
noté que, de pronto, comenzó a tiritar de muy fea catadura y que se
dejaba caer en el suelo como si estuviera mareada. Aquello le duró
sólo unos instantes, pero a mí se me antojaron toda una eternidad,
y aunque me tranquilicé, viendo cómo, al momento, se incorporaba
como si tal cosa y como si aquello no hubiera pasado de ser un
espejismo mío, la procesión siguió por dentro, por lo que no dejé
de pensar en aquel extraño "patatú", que bien podía
haber sido una especie de congestión que, asomando las orejas, de
momento, nos daba un importante toque de atención.
Fue
el principio del fin de mi entrañable Diana, y no es a su muerte a
lo que me refiero precisamente, pues la solución que se me ocurrió
fue trasladarla a un lugar, donde ella pudiera expandirse libremente
y sin ataduras ningunas de espacio, pero, amigos míos, como si la
hubiera llevado "al Castillo de irás y no volverás," pues
de aquella tan envidiada diosa de la caza, al no mucho tiempo, nunca
jamás se supo.
Cuento
lo que pasó.
Creí
yo e, incluso, hasta llegué a autoconvencerme de ello, que aquel
amago de congestión, ataque epiléptico o lo que fuere, podía haber
sido ocasionado por aquellos largos periodos de inactividad y que,
como comprimida en aquel reducido aposento de la terraza, aquel año,
en especial, se tirara. Pensé entonces llevármela a Guadalcanal
para confiársela a un gran amigo mío que, según yo, me ofrecía
total garantía para cuidarla como ella se merecía y para que, a su
vez, se pudiera sentir libre y feliz, viviendo a sus anchas y como en
su propio medio, los años de vida que aún le tuviera reservados el
Señor, pues este amigo, gran terrateniente de antaño, además de
ser un empedernido campero y cazador, vivía prácticamente solo en
una de aquellas casonas agropecuarias de la Andalucía de otrora, en
la que bien podría haber acampado todo un Regimiento de caballería,
caballos incluidos. Dicho y hecho, así que allá me presenté con mi
perra, sin previo aviso, por lo que el "sorpresón"
que se pilló el fulano, fue "mayúsculo”,
y que por lo grato, más que por lo inesperado, le debió poner el
corazón a cien por hora en eso de palpitar de gozo y felicidad, y es
que siendo un buen amigo mío y compañero en alguna que otra
cacería, sabía del valor de aquella joya, y claro….
Con
la condición inapelable e incondicional.- Le dije.- que el único
dueño de la perra siempre era yo y nadie más. Que ni le pasara
rozándole la frente la simple tentación de pensar, ni por un sólo
instante, que la perra le pudiera pertenecer, aunque lógicamente, no
acudiendo yo a por ella para mis cacerías, podía disponer de ella,
cuando y cuantas veces lo deseara, aunque siempre personalmente, ya
que tampoco valía prestarla a nadie bajo ningún concepto.
Se
lo repetí tantas veces, que si no me "mandó
a tomar por culo,"
fue - pienso yo ahora - que me llegara a cabrear y que el valioso
como inesperado regalo que se le pudíera ir de las manos. El caso
fue que el viejo terrateniente, no tuvo ningún inconveniente a
responder con sus promesas, tantas veces cuantas le repetí mis
reiterativas y machaconas condiciones.
Y
así quedó la cosa como entre los dos grandes amigos que, al menos,
yo siempre creí que éramos.
Sucedió
esto recién cerrada la Veda, así que, durante el largo periodo que
hube de esperar para "la
apertura"
de la del siguiente año, no me pude resistir el tener que hacer
alguna que otra esporádica y circunstancial escapada, con el sólo y
único objetivo de poder estar junto a mi entrañable Diana, aunque
sólo fueran unas horas. Todo, al parecer, transcurría a las mil
maravillas. Incluso, cada visita que le hacía, se me antojaba que
tenía mayor lustre y que, cada vez, se encontraba más y más feliz.
El
primer día de la apertura de La Veda General, al mes o poco más de
la última visita que le hiciera, sería la última vez que yo
pudiera gozar de la gratísima compañía de aquella bendición del
cielo que siempre fue mi Diana. No volvería a verla jamás, pues
como se le confiara tan valiosa y entrañable joya, cuando, a los
pocos días de aquella mi diciendo - eso sí, con el hipócrita y
artificial gimoteo de una de aquellas plañideras de antaño, que se
contrataban, previo
pago,
para que llorasen y lanzasen al aire sus más doloridos lamentos de
dolor en los entierros de los poderosos, - "que
si no sé qué y que si no sé cuantos," total,
que no tuvo que ser ningún "Séneca"
para poderme leer, diáfanamente además, en la cara, que nada de lo
que me decía, ni me lo creía entonces, ni me lo creería aún
viviendo toda una eternidad.
Mi
Diana había cumplido por aquellos entonces doce años.
Vida,
Obras y Milagros de una Excepcional Perra de Caza
©José
Fernando Titos Alfaro Nº Expediente: SE-1091 -12
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