Ni una perra gorda
Dedicado a mi fraternal amigo Rafael
Torrado Agujón, con todo mí afecto.
Este relato no tiene nada que ver con
la novela, ni siquiera con la literatura; es un hecho rigurosamente
histórico, contado a su manera por el protagonista.
Iba tocando a su fin el mes de
septiembre de 1937 y nada dejaba presagiar lo que al final sería
la más grande catástrofe vivida por el autor de estas
líneas.
Era, exactamente, el día 24, que
amaneció bajo una tranquilidad absoluta, pero apenas el sol
apuntó por el Oriente y pareciendo que sólo esperaban
este momento, se desencadenó un ruido infernal, preludio de
grandes acontecimientos Aviación de un lado, los otros cañones
y morteros componían una trilogía como para enloquecer.
Hacia las once de la mañana y como por arte de magia, todo quedó
en el silencio más absoluto. Miedo infundía esta
tranquilidad; sin embargo, nada pasó de inmediato hasta ya
pasada la noche, que hubo una escaramuza sin importancia. El día
25 transcurrió con toda normalidad, pero al día
siguiente, a las cuatro de la mañana, desencadenaron una
ofensiva tan terrible, que parecía como si el cielo fuera a
hundirse. Artillería, aviación y morteros no cesaron
durante todo el día: Allí estaban los queridos amigos
Ramón Torres Aguilar y Carlos Baeza, éste tocado desde
las primeras horas de la mañana, aunque levemente. Baeza
estaba en una avanzadilla que dominaba la margen derecha del río
Tajo, ¿te acuerdas, Ramón? Nada hay tan angustioso como
el silencio que se opera después de un combate; este silencio
lo aprovechó Carlos para tratar de saber la razón.
Con muchas precauciones y arrastrándose
como pudo, llegó hasta la «trincherita».
Petrificado se quedó al ver a un grupo de moros parapetados en
la esquina norte del Palacio de las Islas, a unos cuarenta metros de
la trinchera principal. No perdió su sangre fría; sin
embargo, la situación era difícil. Con mucha suerte y
algo de habilidad, consiguió alejarse, metido y cubierto por
el bosque que cubren los Montes de Toledo. Así llegó
hasta unos dos metros de la trinchera, pero había que
descubrirse para llegar a ella, y eso era lo difícil, pues se
sabía vigilado.
Descansó. Reunió todas
sus fuerzas, saltó como un felino cuando se ve acosado y en el
aire lo cazaron. Una maldita bala explosiva la atravesó la
pierna izquierda. Anduvo cuanto pudo; salió de la trinchera,
rodó por la ladera, volvió a andar hasta la
extenuación. No sentía dolor y sí cansancio.
Tendido boca arriba, veía cómo los soles jugaban a.
escondite entre los árboles, ajenos a su tragedia. Poco a poco
cerró los ojos y entonces vio cómo unos farolea se
encendían y se apagaban lucecitas a lo lejos que cada vez se
hacían más pequeñas.
¿Cuánto tiempo estuvo
así? No lo sabe.
Lo que sí sabe es que abrió
o le obligaron a abrir los ojos y se encontró con el querido
amigo Ramón Torres, que, como Ángel Salvador, y cargado
de fusiles, estaba por aquellas laderas en unión de dos sus
soldados, un poco perdido. Nunca alegría ninguna fue, quizás,
tan intensa y tan reparadora.
Entre los tres lo cogieron, y,
enlazando su tabardo, lo llevaron hasta una noria, distante de allí
¿cinco metros?, ¿cien metros? No lo sabe. Lo cierto es
que sacaron agua, se la arrojaron a la cara y ello fue un remedio
instantáneo.
Si en aquella época hubiera
existido Diógenes y hubiera sabido que en el mundo existía
un país que se llama ESPAÑA, hubiera venido aquí
a buscar los hombres que necesitaba. Y no hubiera tenido que andar
por las calles de Atenas a las doce del día con un farol
encendido buscando lo que no encontró.
Lo recogieron en un carro y lo llevaron
a Burguillos, distante dos kilómetros de la noria, en donde le
aplicaron inyecciones antitetánicas y antigangrenosas.
Cuando se despertó, estaba en la
estación de Mora de Toledo en viaje a Alcázar de San
Juan, en cuyo hospital estuvo varios días; de allí a
Quintanar de la Orden. Cuatro meses después a Bétera
(Valencia), en donde se incorporó .a una nueva unidad militar,
y de este lugar a Tarrasa.
En el verano de 1938 fue condecorado y
sus amigos le ofrecieron un aperitivo.
Sorprendido —no lo esperaba— y
emocionado, dio las gracias como pudo, y dijo: «Si alguien
hay que merezca esta distinción, es mi amigo Ramón
Torres Aguilar, que siendo casi un niño, se portó como
todo un hombre». Alguien tomó nota y le prometió
que lo seria.
Pasó mucho tiempo, anduvo dando
bandazos por la vida: campos de concentración en Francia y
otros lugares, en donde puso de moda una canción que, entre
otras cosas, decía:
«España, qué
lejos estás.
Yo te llevo en mi memoria,
no volveré a verte más;
Pero yo he escrito un renglón,
con sangra en tu historia,
luchando por tu libertad».
Hay quien dice que el andaluz es el
español que más malamente soporta el exilio, y yo creo
que es verdad, por dos razones: Los que por cuestiones excepcionales
tuvieron que abandonar la Patria, llevaban una vida de inseguridad
que les hacían añorar el bien perdido y, por esta
razón, no eran nada más que trasplantados, los otros,
los que por cuestiones económicas tuvieron que dejar sus
hogares pensaban y siguen pensando, que si las mismas condiciones se
dieran en su país, regresarían de inmediato.
Cuarenta años después,
Carlos volvió a su Patria. La primera visita que recibió
fue la de su amigo Ramón Torres. Se fundieron en un abrazo
interminable, hablaron de muchas cosas, se contaron sus viras
mutuamente Y llegaron a la cuestión de las condecoraciones. En
efecto, el amigo Torres obtuvo la suya, por la cual cobraba una
pequeña cantidad. El pobre Baeza nunca cobró ni una
perra gorda…
Revista de Feria 1981
No hay comentarios:
Publicar un comentario