"El diseño de utopías o la
recreación de lugares y seres conocidos son los caminos que se
ofrecen al creador de realidades imaginarias"
Quien quiera inventar una historia tendrá que
figurarse, consciente o inconscientemente, un mundo en el que
situarla. Puede que ese mundo exista como España o, lo que no
es lo mismo, como el País de Nunca Jamás. Puede ocupar
espacios terrestres, celestes o mentales, el reino del deseo o el de
la abominación, el ámbito de los recuerdos o el de las
profecías. Hay mundos bidimensionales, como la Planilandia del
reverendo Edwin A. Abbott, donde se demuestra que las clases sociales
son inevitables en cualquier dimensión: en Planilandia los
trabajadores y los soldados son triángulos, los profesionales
son cuadrados y pentágonos, y la nobleza se hereda a partir
del hexágono. Las mujeres serían segmentos. Abbott era
un círculo, es decir, un clérigo.
Igual que describimos pinturas que solo existen en
la mente, cabe pintar o describir un país soñado, e
incluso buscarlo en la realidad: Kublai Kan imaginaba territorios y
le pedía a Marco Polo que viajara y verificara su existencia,
y en Las ciudades invisibles, de Italo Calvino, Marco Polo
describe a Kublai Kan lo descubierto en sus viajes, aunque los dos no
hablen la misma lengua y, para decir “cuarzo”, el explorador
saque de la bolsa un trozo de cuarzo, como si se expresara en el
idioma que mucho después proyectarían los sabios de
Balnibarbi, una de las islas que Gulliver visitó en el
Pacífico. La sustitución de las palabras por las cosas
que nombran ahorraría aire y evitaría el desgaste de
los pulmones, alargando la vida.
Supongamos tres modos de generar mundos fantásticos.
El primero consistiría en meditar sobre tierras que han
alcanzado en el futuro o en el pasado, la perfección o la
perversión, lo que llamamos utopías y distopías
políticas. Platón supo de la Atlántida, estado
ideal destruido por la soberbia, cuyos restos descubriría el
capitán Nemo en 20.000 leguas de viaje submarino.
Santo Tomás Moro realizó su sueño político
en Utopía, isla sudamericana que condena la propiedad privada
como fuente de todos los crímenes. Francis Bacon propuso una
nueva Atlántida con propósitos más humildes que
los de arreglar el mundo en general: pensaba más en la reforma
de las universidades inglesas para bien de los humanos. Su científica
Atlántida conoce la longevidad, las máquinas volantes y
buceadoras, la producción de ilusiones y engaños con
sonidos y luces, el análisis de orina y de sangre, toda clase
de instrumentos de guerra. Vive ya, en 1627, cerca de nuestro temible
presente. En la Zona Aérea Uno del Estado de Oceanía,
en el futuro de 1984, George Orwell presintió en 1948
algunas curiosidades de nuestro hoy: la neolengua, para nombrar
eufemísticamente la realidad, a la manera de los portavoces
gubernamentales, o la telepantalla, que te mira cuando la miras, como
nuestros teléfonos y ordenadores varios en conexión
permanente.
Los lugares fantásticos se dividen en cuatro,
según se extiendan en el pasado, el presente, el futuro o más
allá del tiempo, pero todos son ideados y examinados desde la
actualidad, tanto desde el presente del escritor, como desde el
presente del lector, quizá siglos después. Una manera
de pensar en el presente es fabular sobre mundos que a primera vista
parecen disparates. El renacentista Rabelais inventaba sus lugares
pantagruélicos por el gusto de burlarse de todos los poderosos
de su época: islas sonantes donde las campanas de las iglesias
martirizan sin fin los oídos, islas de hierro donde los
árboles dan armas, islas de jueces gatunos forrados de pieles
que se alimentan de corrupción. Jonathan Swift contó
los viajes de Gulliver para hablar de las costumbres de sus
contemporáneos, comparadas con las de los liliputienses de
Liliput, las de los gigantes de Brobdingnag, o las de los caballos
virtuosos y los humanoides brutales (los yahoos) de la Tierra de los
Houyhnhnms. Esas bestias, los yahoos, son muy parecidas a los seres
humanos: serviles con los superiores, se aburren y deprimen
fácilmente. Lo extravagante nacía de lo más
común, de la observación maniática de la
realidad inmediata.
Contrastados con seres extraños, los humanos
se vuelven también dignos de curiosidad, quizá
grotescos en su impotencia para advertir lo arbitrario y lo
estrambótico de sus mitos, sus constituciones, sus hábitos,
incluso sus facultades naturales. H.G. Wells vislumbró una
sociedad que juzga el sentido de la vista un cuento imposible o una
monstruosidad: es el País de los Ciegos, en la cima del
Parascotopetl, en Ecuador, donde se duerme de día y se trabaja
de noche. Alguna vez el recelo ante la realidad inmediata convierte
en monstruos a elementos cotidianos: John Wyndham publicó Los
cuclillos de Midwich en 1957, en pleno terror a una nueva figura
humana: los adolescentes de la música y las motos a todo
volumen. La delincuencia juvenil se puso tan de moda como el rock. En
Midwich aterrizó una noche una nave extraterrestre y, al cabo
de un día sin conciencia y nueve meses más, nacieron
los cuclillos, niños rubios y asesinos organizados en
pandillas telepáticas.
El segundo modo de generar mundos fantásticos
consiste en darle un nombre nuevo a un país ya existente. ¿Qué
pasa cuando le cambian el nombre a un lugar real y a la Oviedo de
tiempos de la primera Restauración la llaman Vetusta? Creo que
se produce un extrañamiento que hace a la realidad más
nítida, como filtrada por una lente de precisión. Así
empieza Clarín La Regenta: “La heroica ciudad
dormía la siesta […] En las calles no había más
ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo”. Es
Vetusta. La Macondo de Gabriel García Márquez no
empezaba, sino que terminaba reducida a “pavoroso remolino de polvo
y escombros”. Dicen que Yoknapatawpha, donde habitan las criaturas
de William Faulkner, es en la realidad Lafayette County, un condado
de Mississippi. Parece, en todo caso, un espacio en el que el mítico
Sur no acaba nunca su caída, lenta como la del polvo en la luz
que filtra una persiana.
Los novelistas le cambian el nombre a un lugar más
o menos existente y lo transforman en una de esas bolas de cristal en
las que cabe un pueblo sumergido. En esa burbuja se mezclan historia
y mito, memoria e imaginación. Macondo puede caer cerca de una
ciénaga de sirenas con cola de cetáceo y, a la vez,
compartir la evolución habitual de todos los pueblos, del
origen a la decadencia, entre plenitud y guerras, progreso agrícola
e industrial, plagas de lluvia, viento, insomnio, desmemoria y
soledad, hasta el fin del mundo. Los topónimos fantásticos
suelen aislar el pasado, coagulándolo, obsesivo, como en la
Comala de Juan Rulfo, pueblo de fantasmas con nombre de ciudad
verdadera, una variante del procedimiento que estamos describiendo; o
como en Región, provincia que podría doblar
fabulosamente a la España detenida en la ruina de la guerra
civil, entre la inmovilidad catatónica y la infatigable
destrucción; o como en Celama, la meseta estéril de
Luis Mateo Díez, donde los muertos siguen trabajando después
de muertos la tierra que los rechaza. Celama, tan distinta, se acerca
mentalmente a Mágina, memoria del país agrícola
y perdido donde Antonio Muñoz Molina fue una vez un niño.
Hay una visión de Mágina en la que aparece como
sumergida (y sumergida bajo el agua acabaría parte de Celama y
Región), con el reloj de la iglesia y del ayuntamiento
“marcando un tiempo lento y profundo que resuena cada cuarto de
hora en el bronce de las campanas, irradiando sobre la ciudad ondas
concéntricas que se propagan como sobre el agua lisa de un
lago o de un estanque”.
En Solaris, el planeta creado por Stanislaw Lem, los
exploradores reciben la visita de sus más fieles fantasmas,
que vuelven siempre. Solaris pertenece al mismo sistema solar que
Comala, Celama y Región. Pero, a pesar de toda la distancia
(la que separa la celebración de la condenación), quizá
Mágina gire más próxima a Santa María, la
ciudad imaginaria de Brausen, el personaje de Juan Carlos Onetti,
inventada como una película que acaso no supere nunca el
estado de ensoñación. No es Santa María el
paraíso condenado de Mágina, porque solo es un limbo de
mujeres infieles y hombres insensatos, astilleros lluviosos y
burdeles portuarios, aunque también es la ciudad en la que
alguien fue feliz, “veinticuatro horas y sin motivo”, y espera
“la atmósfera de eterno presente donde es posible
abandonarse, olvidar las viejas leyes, no envejecer”. El explorador
del planeta Solaris puede decir de sus fantasmas lo mismo que el
creador de Santa María: “Todos eran míos, nacidos de
mí, y les tuve lástima y amor”.
El tercer modo de generar mundos fantásticos
consiste en suponer condiciones biológicas, geológicas
y atmosféricas que modificarían significativamente a
los seres conocidos. Basta la presencia de un libro para originar
transformaciones monstruosas en los habitantes de una ciudad, o así
lo contó H.P. Lovecraft a propósito de Arkham, en
Massachusetts, en cuya universidad se conserva el Necronomicón.
Pero el gran creador de mundos Edgar Rice Burroughs recurre
directamente al laboratorio, hibridando naturalezas diversas,
inventando a Tarzán, enfrentando hombres-hormigas y gigantas
que viven como abejas, o levantando en África una Londres
habitada por gorilas agricultores que hablan inglés y obedecen
al gorila Enrique VIII. En la corte viven las cinco esposas del rey y
probablemente Santo Tomás Moro esté escribiendo ya su
Utopía. Un científico ha injertado en gorilas
material genético de personajes del siglo XVI, como su colega
el doctor Moreau cruzaría humanos y bestias en la isla que hoy
lleva su nombre, según H.G. Wells. Los herederos de Moreau y
su colega londisimiesco trabajan hoy en la creación del
superhombre, el supercerdo y la supercebolla.
Podemos considerar la Tierra entera un lugar de
fábula: un inmenso animal que sangra si se le punza a la
profundidad necesaria, como intuyó Arthur Conan Doyle, o,
siguiendo a Sebastian Brandt, una nave de locos que bogan a la deriva
hacia su tierra prometida, Narragonia. El universo más
quimérico es el real, que acoge a todos los universos
concebibles, y no existiría esta literatura de los mundos
posibles o improbables sin el testimonio de los antiguos viajeros,
mercaderes como Marco Polo o aventureros como los conquistadores
españoles del Nuevo Continente. “En la ciudad de oro, Manoa,
que los españoles llaman El Dorado”, Sir Walter Raleigh oyó
hablar de los ewaipanoma, acéfalos con los ojos en los hombros
y la boca en el pecho. Los arriesgados que siguieron a Alejandro y se
adentraron en el oriente del oriente volvieron con visiones
increíbles que siguen contándonos los paradoxógrafos
griegos del siglo III antes de Cristo. Y navegantes como Odiseo y el
Simbad que transitó el océano de las Mil y Una Noches
siguen invitándonos, como Kublai Kan a Marco Polo, a salir a
verificar la existencia de sus islas soñadas.
Justo Navarro.- Revista Mercurio
Qué hermoso post!!! La utopía o la isla imaginaria... Un saludo!!!
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