By Joan Spínola -FOTORETOC-

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Villa de Guadalcanal.- Dió el Sr. Rey D. Fernando a Guadalcanal a la Orden de Santiago , e las demás tierras de la conquista, e de entonces tomó por arma una teja o canal, e dos espadas a los lados como así hoy las usa.



sábado, 13 de octubre de 2012

Mundos fantásticos, Mundos de utopías

"El diseño de utopías o la recreación de lugares y seres conocidos son los caminos que se ofrecen al creador de realidades imaginarias"
 
Quien quiera inventar una historia tendrá que figurarse, consciente o inconscientemente, un mundo en el que situarla. Puede que ese mundo exista como España o, lo que no es lo mismo, como el País de Nunca Jamás. Puede ocupar espacios terrestres, celestes o mentales, el reino del deseo o el de la abominación, el ámbito de los recuerdos o el de las profecías. Hay mundos bidimensionales, como la Planilandia del reverendo Edwin A. Abbott, donde se demuestra que las clases sociales son inevitables en cualquier dimensión: en Planilandia los trabajadores y los soldados son triángulos, los profesionales son cuadrados y pentágonos, y la nobleza se hereda a partir del hexágono. Las mujeres serían segmentos. Abbott era un círculo, es decir, un clérigo.
Igual que describimos pinturas que solo existen en la mente, cabe pintar o describir un país soñado, e incluso buscarlo en la realidad: Kublai Kan imaginaba territorios y le pedía a Marco Polo que viajara y verificara su existencia, y en Las ciudades invisibles, de Italo Calvino, Marco Polo describe a Kublai Kan lo descubierto en sus viajes, aunque los dos no hablen la misma lengua y, para decir “cuarzo”, el explorador saque de la bolsa un trozo de cuarzo, como si se expresara en el idioma que mucho después proyectarían los sabios de Balnibarbi, una de las islas que Gulliver visitó en el Pacífico. La sustitución de las palabras por las cosas que nombran ahorraría aire y evitaría el desgaste de los pulmones, alargando la vida.
Supongamos tres modos de generar mundos fantásticos. El primero consistiría en meditar sobre tierras que han alcanzado en el futuro o en el pasado, la perfección o la perversión, lo que llamamos utopías y distopías políticas. Platón supo de la Atlántida, estado ideal destruido por la soberbia, cuyos restos descubriría el capitán Nemo en 20.000 leguas de viaje submarino. Santo Tomás Moro realizó su sueño político en Utopía, isla sudamericana que condena la propiedad privada como fuente de todos los crímenes. Francis Bacon propuso una nueva Atlántida con propósitos más humildes que los de arreglar el mundo en general: pensaba más en la reforma de las universidades inglesas para bien de los humanos. Su científica Atlántida conoce la longevidad, las máquinas volantes y buceadoras, la producción de ilusiones y engaños con sonidos y luces, el análisis de orina y de sangre, toda clase de instrumentos de guerra. Vive ya, en 1627, cerca de nuestro temible presente. En la Zona Aérea Uno del Estado de Oceanía, en el futuro de 1984, George Orwell presintió en 1948 algunas curiosidades de nuestro hoy: la neolengua, para nombrar eufemísticamente la realidad, a la manera de los portavoces gubernamentales, o la telepantalla, que te mira cuando la miras, como nuestros teléfonos y ordenadores varios en conexión permanente.
Los lugares fantásticos se dividen en cuatro, según se extiendan en el pasado, el presente, el futuro o más allá del tiempo, pero todos son ideados y examinados desde la actualidad, tanto desde el presente del escritor, como desde el presente del lector, quizá siglos después. Una manera de pensar en el presente es fabular sobre mundos que a primera vista parecen disparates. El renacentista Rabelais inventaba sus lugares pantagruélicos por el gusto de burlarse de todos los poderosos de su época: islas sonantes donde las campanas de las iglesias martirizan sin fin los oídos, islas de hierro donde los árboles dan armas, islas de jueces gatunos forrados de pieles que se alimentan de corrupción. Jonathan Swift contó los viajes de Gulliver para hablar de las costumbres de sus contemporáneos, comparadas con las de los liliputienses de Liliput, las de los gigantes de Brobdingnag, o las de los caballos virtuosos y los humanoides brutales (los yahoos) de la Tierra de los Houyhnhnms. Esas bestias, los yahoos, son muy parecidas a los seres humanos: serviles con los superiores, se aburren y deprimen fácilmente. Lo extravagante nacía de lo más común, de la observación maniática de la realidad inmediata.
Contrastados con seres extraños, los humanos se vuelven también dignos de curiosidad, quizá grotescos en su impotencia para advertir lo arbitrario y lo estrambótico de sus mitos, sus constituciones, sus hábitos, incluso sus facultades naturales. H.G. Wells vislumbró una sociedad que juzga el sentido de la vista un cuento imposible o una monstruosidad: es el País de los Ciegos, en la cima del Parascotopetl, en Ecuador, donde se duerme de día y se trabaja de noche. Alguna vez el recelo ante la realidad inmediata convierte en monstruos a elementos cotidianos: John Wyndham publicó Los cuclillos de Midwich en 1957, en pleno terror a una nueva figura humana: los adolescentes de la música y las motos a todo volumen. La delincuencia juvenil se puso tan de moda como el rock. En Midwich aterrizó una noche una nave extraterrestre y, al cabo de un día sin conciencia y nueve meses más, nacieron los cuclillos, niños rubios y asesinos organizados en pandillas telepáticas.
El segundo modo de generar mundos fantásticos consiste en darle un nombre nuevo a un país ya existente. ¿Qué pasa cuando le cambian el nombre a un lugar real y a la Oviedo de tiempos de la primera Restauración la llaman Vetusta? Creo que se produce un extrañamiento que hace a la realidad más nítida, como filtrada por una lente de precisión. Así empieza Clarín La Regenta: “La heroica ciudad dormía la siesta […] En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo”. Es Vetusta. La Macondo de Gabriel García Márquez no empezaba, sino que terminaba reducida a “pavoroso remolino de polvo y escombros”. Dicen que Yoknapatawpha, donde habitan las criaturas de William Faulkner, es en la realidad Lafayette County, un condado de Mississippi. Parece, en todo caso, un espacio en el que el mítico Sur no acaba nunca su caída, lenta como la del polvo en la luz que filtra una persiana.
Los novelistas le cambian el nombre a un lugar más o menos existente y lo transforman en una de esas bolas de cristal en las que cabe un pueblo sumergido. En esa burbuja se mezclan historia y mito, memoria e imaginación. Macondo puede caer cerca de una ciénaga de sirenas con cola de cetáceo y, a la vez, compartir la evolución habitual de todos los pueblos, del origen a la decadencia, entre plenitud y guerras, progreso agrícola e industrial, plagas de lluvia, viento, insomnio, desmemoria y soledad, hasta el fin del mundo. Los topónimos fantásticos suelen aislar el pasado, coagulándolo, obsesivo, como en la Comala de Juan Rulfo, pueblo de fantasmas con nombre de ciudad verdadera, una variante del procedimiento que estamos describiendo; o como en Región, provincia que podría doblar fabulosamente a la España detenida en la ruina de la guerra civil, entre la inmovilidad catatónica y la infatigable destrucción; o como en Celama, la meseta estéril de Luis Mateo Díez, donde los muertos siguen trabajando después de muertos la tierra que los rechaza. Celama, tan distinta, se acerca mentalmente a Mágina, memoria del país agrícola y perdido donde Antonio Muñoz Molina fue una vez un niño. Hay una visión de Mágina en la que aparece como sumergida (y sumergida bajo el agua acabaría parte de Celama y Región), con el reloj de la iglesia y del ayuntamiento “marcando un tiempo lento y profundo que resuena cada cuarto de hora en el bronce de las campanas, irradiando sobre la ciudad ondas concéntricas que se propagan como sobre el agua lisa de un lago o de un estanque”.
En Solaris, el planeta creado por Stanislaw Lem, los exploradores reciben la visita de sus más fieles fantasmas, que vuelven siempre. Solaris pertenece al mismo sistema solar que Comala, Celama y Región. Pero, a pesar de toda la distancia (la que separa la celebración de la condenación), quizá Mágina gire más próxima a Santa María, la ciudad imaginaria de Brausen, el personaje de Juan Carlos Onetti, inventada como una película que acaso no supere nunca el estado de ensoñación. No es Santa María el paraíso condenado de Mágina, porque solo es un limbo de mujeres infieles y hombres insensatos, astilleros lluviosos y burdeles portuarios, aunque también es la ciudad en la que alguien fue feliz, “veinticuatro horas y sin motivo”, y espera “la atmósfera de eterno presente donde es posible abandonarse, olvidar las viejas leyes, no envejecer”. El explorador del planeta Solaris puede decir de sus fantasmas lo mismo que el creador de Santa María: “Todos eran míos, nacidos de mí, y les tuve lástima y amor”.
El tercer modo de generar mundos fantásticos consiste en suponer condiciones biológicas, geológicas y atmosféricas que modificarían significativamente a los seres conocidos. Basta la presencia de un libro para originar transformaciones monstruosas en los habitantes de una ciudad, o así lo contó H.P. Lovecraft a propósito de Arkham, en Massachusetts, en cuya universidad se conserva el Necronomicón. Pero el gran creador de mundos Edgar Rice Burroughs recurre directamente al laboratorio, hibridando naturalezas diversas, inventando a Tarzán, enfrentando hombres-hormigas y gigantas que viven como abejas, o levantando en África una Londres habitada por gorilas agricultores que hablan inglés y obedecen al gorila Enrique VIII. En la corte viven las cinco esposas del rey y probablemente Santo Tomás Moro esté escribiendo ya su Utopía. Un científico ha injertado en gorilas material genético de personajes del siglo XVI, como su colega el doctor Moreau cruzaría humanos y bestias en la isla que hoy lleva su nombre, según H.G. Wells. Los herederos de Moreau y su colega londisimiesco trabajan hoy en la creación del superhombre, el supercerdo y la supercebolla.
Podemos considerar la Tierra entera un lugar de fábula: un inmenso animal que sangra si se le punza a la profundidad necesaria, como intuyó Arthur Conan Doyle, o, siguiendo a Sebastian Brandt, una nave de locos que bogan a la deriva hacia su tierra prometida, Narragonia. El universo más quimérico es el real, que acoge a todos los universos concebibles, y no existiría esta literatura de los mundos posibles o improbables sin el testimonio de los antiguos viajeros, mercaderes como Marco Polo o aventureros como los conquistadores españoles del Nuevo Continente. “En la ciudad de oro, Manoa, que los españoles llaman El Dorado”, Sir Walter Raleigh oyó hablar de los ewaipanoma, acéfalos con los ojos en los hombros y la boca en el pecho. Los arriesgados que siguieron a Alejandro y se adentraron en el oriente del oriente volvieron con visiones increíbles que siguen contándonos los paradoxógrafos griegos del siglo III antes de Cristo. Y navegantes como Odiseo y el Simbad que transitó el océano de las Mil y Una Noches siguen invitándonos, como Kublai Kan a Marco Polo, a salir a verificar la existencia de sus islas soñadas.
 
Justo Navarro.- Revista Mercurio

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