Porque vive en torero
Supongo que tendré enemigos pero son tan estúpidos que no me importan.” de Morante de la Puebla, matador de toros.
“Vivir en torero” es llevar hasta el último suspiro el amor por una forma de vivir y de entender la propia existencia.
De cómo vestir, caminar o hablar. De cómo relacionarse en un mundo paralelo a la sociedad en la que vive el resto de la humanidad. Sentir tarde tras tarde la sensación de volver a nacer. De vivir en un planeta donde todos sus semejantes miran de espaldas a la muerte, palabra tabú, y en el que ellos la miran fijamente a los ojos sin pestañear.
Y por todo esto mucho se escribe, se lee, incluso se intuye, sobre los toreros que llegaron a ser figuras. Mortales, a los que el milagro de la fortuna tocó su esportón y tomaron el cielo de la gloria, con dinero, fama y donde el camino de la historia se rinde a sus pies.
Me llega a la memoria la historia de un modesto colombiano que arribó en España con el objetivo de encontrar fortuna en el toreo, y se convirtió en César. Un hombre sencillo que mientras enloquecía a la plaza más importante del universo con su toreo, su familia moría víctima de un incendio, producido por una de las velas colocadas en la capilla improvisada que reinaba en su austera casa de Bogotá. Llegó al toreo con los bolsillos vacíos y el toreo se los llenó. Llegó silencioso y salió con el bullicio de la fama.
Entró por la puerta de atrás y salió por la puerta grande.
Pero muchos son, han sido y serán, los que su nombre no suene tan alto. Los que su nombre no llene ferias o revistas. Los que su nombre se escribe con letras de humildad y anonimato. Toreros sin fama, que el caprichoso destino sacará de la carrera soñada, o con más fortuna, sobrevivirán, no sin esfuerzo, bajo la larga sombra que las figuras proyectan al paso sus éxitos.
Estos héroes anónimos suponen un ejemplo de perseverancia, disciplina y fuerza de voluntad para alcanzar un sueño que la vida puso muy lejos.
Imaginemos ser ellos, concibamos por un momento no tener ningún festejo firmado. Levantarse por la mañana y trabajar duramente cuerpo y mente como si más de cien corridas hubieran esperando.
Una carrerita y mucho toreo de salón, y algún tentadero suelto en el que avisa precipitadamente un ganadero amigo.
Al día siguiente, más carreras y más salón, salpicadas por unas cuantas llamadas de móvil que se hacen muy caras cuando apenas entran unos pocos euros en la cartera.
Llamadas que buscan la compasión de algún personaje del mundo que te “ponga” en cartel. Y te lo promete hoy, pero mañana se olvida. Pasado, más deporte y más toreo imaginario.
Y van pasando los días, semanas, meses y años. Y tú, sigues madrugando, entrenando y viviendo “en torero”. En tu particular situación de torero.
Las diez de la mañana y suena el móvil. Dejas la muleta sobre el suelo, y sudoroso te muestras ilusionado al descolgar.
—Dígameeee…- contestas con el deseo de que te llamen para torear. “Oye, que soy Fulano, que si quieres te pongo con el de Mengano Tomamos un café y te cuento”.Te ofrecen una tarde en plaza importante, pero la letra pequeña se muestra clara: corrida dura, sin muchas garantías sobre el papel, esa que no quieren los que pueden elegir.
De cómo vestir, caminar o hablar. De cómo relacionarse en un mundo paralelo a la sociedad en la que vive el resto de la humanidad. Sentir tarde tras tarde la sensación de volver a nacer. De vivir en un planeta donde todos sus semejantes miran de espaldas a la muerte, palabra tabú, y en el que ellos la miran fijamente a los ojos sin pestañear.
Y por todo esto mucho se escribe, se lee, incluso se intuye, sobre los toreros que llegaron a ser figuras. Mortales, a los que el milagro de la fortuna tocó su esportón y tomaron el cielo de la gloria, con dinero, fama y donde el camino de la historia se rinde a sus pies.
Me llega a la memoria la historia de un modesto colombiano que arribó en España con el objetivo de encontrar fortuna en el toreo, y se convirtió en César. Un hombre sencillo que mientras enloquecía a la plaza más importante del universo con su toreo, su familia moría víctima de un incendio, producido por una de las velas colocadas en la capilla improvisada que reinaba en su austera casa de Bogotá. Llegó al toreo con los bolsillos vacíos y el toreo se los llenó. Llegó silencioso y salió con el bullicio de la fama.
Entró por la puerta de atrás y salió por la puerta grande.
Pero muchos son, han sido y serán, los que su nombre no suene tan alto. Los que su nombre no llene ferias o revistas. Los que su nombre se escribe con letras de humildad y anonimato. Toreros sin fama, que el caprichoso destino sacará de la carrera soñada, o con más fortuna, sobrevivirán, no sin esfuerzo, bajo la larga sombra que las figuras proyectan al paso sus éxitos.
Estos héroes anónimos suponen un ejemplo de perseverancia, disciplina y fuerza de voluntad para alcanzar un sueño que la vida puso muy lejos.
Imaginemos ser ellos, concibamos por un momento no tener ningún festejo firmado. Levantarse por la mañana y trabajar duramente cuerpo y mente como si más de cien corridas hubieran esperando.
Una carrerita y mucho toreo de salón, y algún tentadero suelto en el que avisa precipitadamente un ganadero amigo.
Al día siguiente, más carreras y más salón, salpicadas por unas cuantas llamadas de móvil que se hacen muy caras cuando apenas entran unos pocos euros en la cartera.
Llamadas que buscan la compasión de algún personaje del mundo que te “ponga” en cartel. Y te lo promete hoy, pero mañana se olvida. Pasado, más deporte y más toreo imaginario.
Y van pasando los días, semanas, meses y años. Y tú, sigues madrugando, entrenando y viviendo “en torero”. En tu particular situación de torero.
Las diez de la mañana y suena el móvil. Dejas la muleta sobre el suelo, y sudoroso te muestras ilusionado al descolgar.
—Dígameeee…- contestas con el deseo de que te llamen para torear. “Oye, que soy Fulano, que si quieres te pongo con el de Mengano Tomamos un café y te cuento”.Te ofrecen una tarde en plaza importante, pero la letra pequeña se muestra clara: corrida dura, sin muchas garantías sobre el papel, esa que no quieren los que pueden elegir.
Pero no se puede rechazar.
Es una oportunidad que en tiempos jodidos no se puede rehusar. Si dices “no”, hay veinte esperando para decir “sí”… y el tren no espera.
Los días pasan y la fecha se acerca. El humor cambia y la presión machaca tu mente sabiendo que un futuro mejor puede llegar si la tarde se da bien. Pero la economía no da para repararse concienzudamente en el campo. Convendría matar algún toro a puerta cerrada y tentar alguna vaca para “ver pitón”. No hay dinero y habrá que conformarse con la buena voluntad del viejo amigo ganadero, que te vuelve a prestar su casa para prepararte.
Llega el día. Por la mañana, los nervios que te devoran por dentro hacen de ruin despertador y amaneces majado. Los pensamientos que te nublan la mente, fruto de la presión, no te dejan vivir en paz. Pasan los minutos que parecen horas.
Apenas comes, y en el restaurante del discreto hotel donde te alojas, esperas la llegada del banderillero de confianza de la cuadrilla que esta tarde bregará en tu cuadrilla.
Aparece, y tras un escueto saludo te comunica la buena noticia de que el mejor lote es para ti.
Cuenta que el sorteo te deparó el lote más bonito, con mejor cara (retorciendo los brazos simulando la forma de los cuernos para apoyar palabras que no suenan muy convincentes…), ¡y el que querían todos! , Dos peritas en dulce…
Curiosamente, las cuadrillas de los otros dos compañeros de cartel, también trasmitirán el mismo mensaje a su matador.
Ellos, también “se han llevado el lote…”
Las cuatro. Tras una ducha y afeitado, hay que empezar a vestirse. El amigo que siempre te acompaña, esta tarde será mozo de espadas. Rezas y suspiras anhelando una buena tarde. Sientes la imposición de tu propia historia. No se puede fallar.
Apareces en la plaza, tras un viaje en la Vito que se ha hecho interminable. Poca gente te espera en el camino que separa la calle del patio de cuadrillas. Hoy tampoco hay paparazzis ni adolescentes extasiadas por una foto.
Paso por capilla, y siete pliegues en el capote de paseo lo acomodan a tu cuerpo tembloroso. El rostro pálido y las piernas convulsas. La muerte se pasea por tu cara contorneando su negra figura como una fulana en busca de atención, pero no la miras.
Estás con la mirada perdida observando la estampa de una imagen perversa que no quieres volver a ver. Esa dama es la desesperación.
Los alguacilillos toman el ruedo, y tras su breve puesta en escena, se paran frente al oscuro túnel para invitarte a salir. Suena un pasodoble, pero apenas lo oyes. Estás dentro de una burbuja que te aísla de la luz que te rodea, para introducirte en un perturbador cosmos donde sentirse solo.
Aparece el toro. Contemplas su salida acordándote de la madre del banderillero que te lo anunció como idílico. Una mole negra con mucha leña, y desparramando la mirada, te invita a salir del burladero.
Desplegas el capote y lo llamas.
El toro se muestra complicado, y tú, lleno de voluntad intentas hacer faena imposible.
Imposible por mala condición del toro, e imposible por ser torero poco rodado y carente de la capacidad que da torear mucho.
La tarde se esfuma, y en su huída, ilusiones de un hombre abatido le acompañan.
Probablemente la tarde siguió un guión previsible, donde el toro peliagudo se encuentra con torero bisoño.
Imaginemos ahora, a ese torero despertándose al día siguiente y levantándose de la cama. Sin contratos, sin crónicas alabando el oficio sin palmeros oportunistas que se arriman al triunfo…
Pues imaginemos también, que ese hombre decaído seguirá soñando con el triunfo y tardes de gloria. Seguirá entrenando duramente y sacrificando una vida entera en beneficio de una quimera…
Es una oportunidad que en tiempos jodidos no se puede rehusar. Si dices “no”, hay veinte esperando para decir “sí”… y el tren no espera.
Los días pasan y la fecha se acerca. El humor cambia y la presión machaca tu mente sabiendo que un futuro mejor puede llegar si la tarde se da bien. Pero la economía no da para repararse concienzudamente en el campo. Convendría matar algún toro a puerta cerrada y tentar alguna vaca para “ver pitón”. No hay dinero y habrá que conformarse con la buena voluntad del viejo amigo ganadero, que te vuelve a prestar su casa para prepararte.
Llega el día. Por la mañana, los nervios que te devoran por dentro hacen de ruin despertador y amaneces majado. Los pensamientos que te nublan la mente, fruto de la presión, no te dejan vivir en paz. Pasan los minutos que parecen horas.
Apenas comes, y en el restaurante del discreto hotel donde te alojas, esperas la llegada del banderillero de confianza de la cuadrilla que esta tarde bregará en tu cuadrilla.
Aparece, y tras un escueto saludo te comunica la buena noticia de que el mejor lote es para ti.
Cuenta que el sorteo te deparó el lote más bonito, con mejor cara (retorciendo los brazos simulando la forma de los cuernos para apoyar palabras que no suenan muy convincentes…), ¡y el que querían todos! , Dos peritas en dulce…
Curiosamente, las cuadrillas de los otros dos compañeros de cartel, también trasmitirán el mismo mensaje a su matador.
Ellos, también “se han llevado el lote…”
Las cuatro. Tras una ducha y afeitado, hay que empezar a vestirse. El amigo que siempre te acompaña, esta tarde será mozo de espadas. Rezas y suspiras anhelando una buena tarde. Sientes la imposición de tu propia historia. No se puede fallar.
Apareces en la plaza, tras un viaje en la Vito que se ha hecho interminable. Poca gente te espera en el camino que separa la calle del patio de cuadrillas. Hoy tampoco hay paparazzis ni adolescentes extasiadas por una foto.
Paso por capilla, y siete pliegues en el capote de paseo lo acomodan a tu cuerpo tembloroso. El rostro pálido y las piernas convulsas. La muerte se pasea por tu cara contorneando su negra figura como una fulana en busca de atención, pero no la miras.
Estás con la mirada perdida observando la estampa de una imagen perversa que no quieres volver a ver. Esa dama es la desesperación.
Los alguacilillos toman el ruedo, y tras su breve puesta en escena, se paran frente al oscuro túnel para invitarte a salir. Suena un pasodoble, pero apenas lo oyes. Estás dentro de una burbuja que te aísla de la luz que te rodea, para introducirte en un perturbador cosmos donde sentirse solo.
Aparece el toro. Contemplas su salida acordándote de la madre del banderillero que te lo anunció como idílico. Una mole negra con mucha leña, y desparramando la mirada, te invita a salir del burladero.
Desplegas el capote y lo llamas.
El toro se muestra complicado, y tú, lleno de voluntad intentas hacer faena imposible.
Imposible por mala condición del toro, e imposible por ser torero poco rodado y carente de la capacidad que da torear mucho.
La tarde se esfuma, y en su huída, ilusiones de un hombre abatido le acompañan.
Probablemente la tarde siguió un guión previsible, donde el toro peliagudo se encuentra con torero bisoño.
Imaginemos ahora, a ese torero despertándose al día siguiente y levantándose de la cama. Sin contratos, sin crónicas alabando el oficio sin palmeros oportunistas que se arriman al triunfo…
Pues imaginemos también, que ese hombre decaído seguirá soñando con el triunfo y tardes de gloria. Seguirá entrenando duramente y sacrificando una vida entera en beneficio de una quimera…
…Porque vive en torero.
Un gesto, una mirada o una palabra bastan para delatar quien es torero de quien no lo es. Porque como bien se reza, “no basta con ser torero, también hay que parecerlo”...
Texto.- Juan Iranzo Soler (La fragua del Pensamiento)
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