El trece de enero de 1907 moría
corneado por Matajacas
el precursor del toreo moderno, Antonio Montes. Carlos Cuesta Baquero, testigo
excepcional del hecho por ser el facultativo encargado de atender la fatídica
herida del sevillano, escribió esta crónica en la revista Sol y Sombra,
que también se incluyó después en el libro “Las Cornadas” de Solares y Rojas
Palacios.
“Era el domingo 13 de enero de
1907. Los aficionados estaban alborozados por la corrida que presenciarían,
lidiando seis toros –tres de la ganadería española del Marqués de Saltillo y tres
de la mexicana de Tepeyahualco, propiedad de don Manuel Fernández del Castillo
y Mier-. Los espadas: Antonio Fuentes, Antonio Montes y Ricardo Torres Bombita. Era el
cartel máximo por la calidad y deseado con anhelo. Las taquillas no fueron
abiertas ya en la mañana del citado día, porque la víspera estaban agotadas las
localidades, colocándose el cartelillo: “No hay boletos”. A la Plaza de Toros México –ya
vetusta, aunque remozada- iban formando “cola” quienes deseaban ver los toros
que estaban en los corrales. Eran unos “buenos mozos” de cinco años, bien
encornados y “finos” mostrando las características de sus castas. Descollaba
uno, por lo cornalón, largo cuello y zancudo, o sea lo que nombraban “alto de
agujas”. Era un toro de “mala construcción”, según dicen en su peculiar lenguaje
los toreros. Su pinta era “cárdeno entrepelado” y su nombre “Matacaja”. Sobre la
piel del costillar derecho ostentaba el número 42, registro en el libro de
tienta de la ganadería. Procedía de la simiente miureña que hubo en la vacada
de Tepeyahualco, cuando fue propiedad de don José María González
Pavón.
Antonio Montes tenía la costumbre
de ir la víspera de la corrida a la
Plaza de Toros. Acudía con la finalidad de ver el encierro y
formarse un juicio de él. Desde que vio a “Matacaja” se sintió
alterado. Miró el número, 42, y dijo:
-No me gusta ni el número.
Durante el regreso al hotel el
torero apenas y habló.
-¿En qué piensas, Antonio? – le
preguntaron.
-En ese toro horrible, el número
42.
Pensaba en el toro que lo mataría
al día siguiente. El domingo cuando Blanquito regresó
del sorteo, Montes le preguntó por “Matajaca”
-¿“Matajaca”? Déjame ver… Sí, te
tocó a ti.
Montes golpeó el brazo
del sillón.
-Lo sabía- dijo.
“Matajaca” salió
imponente al redondel. Fue corrido, no demostrando detalle excepcional y Montes
se colocó para torear de capa, siendo cogido luego del segundo lance. El asta
enganchó en los cordones de la pierna derecha de la taleguilla, en esos
borlones que los toreros llaman “machos”.
El diestro fue lanzado a lo alto,
cayendo frente al toro, que intentó volver a cornearlo. No lo consiguió por
hacer la embestida con el modo que los toreros dicen “sobrada” o sea
desacertada por exceso de impetuosidad.
Pero “Matajaca”, al ser
banderilleado, mostró ya que era de inmenso peligro. Sin perder la bravura,
tenía malicia que empleaba para “adelantar”, o sea para intentar apoderarse del
banderillero estirando el cuello, que ya dije que era bien largo. “Pescuezo de
acordeón” dicen gráficamente los toreros…
Montes entró a
herir de largo, según acostumbraba a hacerlo. El toro, alargando el cuello no
le enganchó con el asta derecha, sino que lo “enfrontiló” e instintivamente,
Montes, para salvarse giró volviendo la espalda. El estoque ya estaba hundido
hasta la empuñadura. En los momentos de girar, el toro, que por unos instantes
estuvo incierto por el dolor causado por la estocada reaccionó tirando el
derrote, asestando la cornada en la parte inferior de la región glútea
izquierda del torero.
Llevándolo ensartado, prendido,
el cornúpeta dio algunos pasos hacía del medio del redondel. Luego, ya
agonizante inclinó la cabeza, dejando al lesionado torero sobre la arena. El
diestro quiso levantarse, lográndolo con esfuerzo, pero inmediatamente se
desplomó: un chorro de sangre empapaba la pierna de la taleguilla. Los
monosabios tomaron en brazos al herido para llevarlos a la enfermería. El
terror estaba impreso en el semblante de los concurrentes y también en el de
los toreros”.
Bombita, años después y en su libro
de memorias titulado “Intimidades y Arte de Torear de Ricardo Torres Bombita”
dice: “Todos al mirar como fue la cogida y el chorro de sangre negra que salía
de la herida comprendimos que era mortal”.
De la enfermería, Montes fue
trasladado a su alojamiento en el Hotel Edison, situado en la primera de las
Calles de Dolores. Allí estuvo tres días en lucha con la muerte; pero sin
perder la inteligencia, conversando en algunos momentos y encargando que no
informaran a su madre sobre la gravedad en que estaba por que la viejecita
moriría de la angustia. Fuentes, Bombita, Blanquito, todos los toreros,
no se apartaron de su lado, teniendo para Montes solicitud fraternal.
El estado de Montes fue
empeorando y por ello no se llevó a cabo una laparotomía que algunos médicos
aconsejaron. Surgió la parálisis vesical y la alta temperatura. Sin embargo, el
torero pareció sereno y resignado. Recibió la visita del sacerdote y al salir
éste dijo:
-Ahora sí, estoy listo.
Dictó testamento a favor de su
madre y dejó tres mil pesos para una guapa mujer norteamericana que vivía con
él. Tampoco se olvidó de su cuadrilla. Sus últimas palabras fueron:
-Pobre de mi madre, cuando se
entere…
Falleció el día 17, a las siete y
media de la noche. Fueron tres angustiosos días de zozobra y martirio,
igualmente para los toreros que para los cirujanos. El público también estaba
anhelante. A todas horas, aún en las avanzadas de la noche, había personas en
la sala del piso inferior del hotel, informándose y leyendo los boletines de
los médicos; y afuera en las aceras, la muchedumbre se agrupaba, preguntando
las últimas noticias a quienes salían del edificio. A los médicos les impedían
subir a los carruajes si no habían explicado como seguía el herido. En los
pórticos de los teatros y en el interior de los telones, había copia de los
boletines, así como en las pantallas de los cinemas. Cuando fue notificado el
fallecimiento, se notó un silencio doloroso, interrumpido por exclamaciones
compasivas. Era una pesadumbre general. Inyectado el cadáver con una solución
conservadora, fue trasladado al Panteón Español, siendo el tránsito una
imponente manifestación de duelo. Allí quedó en el Depósito de Cadáveres y un
descuido de los encargados de vigilar fue causa de un horripilante suceso. Uno
de los cirios encendidos se reblandeció con el calor de la flama, se encorvó y
alcanzó al forro exterior de seda del ataúd, que se inflamó. El fuego pasó al
interior, encendiendo el abollonado y después la sábana que servía de mortaja.
Aquella hornaza calcinó el cadáver destruyendo la cara, piel de la cabeza, un
brazo y una pierna.
El calcinado cadáver fue llevado
a Veracruz para embarcarlo con destino a Sevilla. Al transportarlo del muelle
al barco ocurrió otra desgracia: se zafó de la grúa la caja que llevaba el
féretro y cayó al mar. Sangre, fuego, agua: curioso fin el de este hombre
ejemplar”.
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