Creo con sinceridad que en cuanto
a las resonancias históricas y literarias se refiere, Guadalcanal puede
considerarse un pueblo afortunado. Y no hablo ahora de la relevante presencia
de algunos de sus hijos en momentos estelares de la historia de España “por ejemplo, de Pedro Ortega Valencia, en
el descubrimiento y conquista de las islas de Salomón en el Pacifico, a una de
las cuales, luego muy famosa, dio el nombre de Guadalcanal, su pueblo, ni del
muy famoso literato, orador y político Adelardo López de Ayala, dirigente de la
revolución del 68, ministro de la
Corona y autor de importantes obras dramáticas”, sino de
aspectos mucho más cercanos. Pues he aquí que sólo en el plazo de unos meses
han aparecido en las librerías nacionales dos libros de verdadero interés, cuyo
protagonista, más que simple lugar donde se desarrolla la acción, es el propio
pueblo de Guadalcanal.
En uno de estos libros “El contador de sombras”, de Antonio
Burgos “el nombre está sugerido,
apuntado, y los hechos se deforman y disfrazan para que esquivando posibles
susceptibilidades resulten apenas reconocibles”; en el otro “Mi Señora de Guaditoca”, de Pedro
Porras, claramente expresado; uno origen de alboroto y casi de revuelta popular
adversa; otro, fuente de juicios merecidamente encomiásticos y motivo de
satisfacción para muchos, pese a que con nombres, pelos y señales de sucesos y
de intenciones se hace constar sin reserva alguna lo que estuvo mal hecho: “… la venta del riel de plata importó 3.408
reales y doce maravedises..., según certificación dada en 16 de mayo de 1854 a
petición del vendedor, Francisco Ortega Ayala.. Desde luego, perdiéronse
alhajas de valor para sustituirlas...” por baratijas.
Quizá esto pudiera servirnos a
todos de provechosa lección: la que puede ofrecernos, si pensamos con humildad,
el paso de los años como medio eficacísimo para calmar apasionamientos y
serenar los juicios. Bastó una insinuación en presente, más literaria que real,
para que todo un pueblo se soliviantase; ahora, ante una acusación dura y
directa contra uno de sus más encopetados rectores nadie se inmuta después del
siglo transcurrido. Tengo la seguridad de que en un día no muy lejano —tal vez sea suficiente el paso de una
generación— la novela «El contador de
sombras» será legítimo orgullo. (No olvidemos que la Mancha ensalza
rabiosamente, como algo propio y particularismo de su acervo, a Don Miguel de
Cervantes y a la figura del Ingenioso Hidalgo, que nació allá en un lugar de
cuyo nombre no quería acordarse el autor. Que algo parecido sucedió en Oviedo
con Leopoldo Alas «Clarín» y «La
Regenta », y aun en el mismo Guadalcanal con «El tanto por
ciento», de Adelardo López de Ayala.)
El libro de Pedro Porras es el
libro de la historia de un lugar, contada a través de la devoción por su
Patrona, la Virgen
de Guaditoca. Vicisitudes, avatares, periodos de esplendor alternados con otros
en que las motivaciones históricas o las simples debilidades humanas hacen que
aquélla decaiga, al menos en sus manifestaciones externas, se corresponden
exactamente con las que a la par vive el pueblo, ya que no en balde, para bien
o para mal, durante toda la época a que el libro dedica su mayor atención, la
vida civil y la religiosa caminan en nuestra patria íntimamente fundidas y
confundidas.
Guadalcanal, la palabra
Guadalcanal, con que se designa al blanco pueblo de la sierra, es de evidente
etimología árabe y significa «río de
creación». Pedro Porras, con un sentido más poético de la realidad,
invierte los términos y afirma que mejor sería decir «creación de ríos», ya que Guadalcanal, situado en la cumbre de una
sierra a dos vertientes, la del Guadiana por el norte y la del Guadalquivir al
sur, preside el nacimiento de numerosos arroyuelos y regatillos que van a mantener
el caudal de aquellos dos grandes ríos.
Precisamente en los márgenes de uno de tales arroyos de cauce estrecho y curso retorcido,
la Virgen de Guaditoca
se le apareció a un pastor, es la
Leyenda , una bella leyenda coincidente con las de otras
apariciones que se citan como acaecidas en estos campos de la sierra: la Virgen del Monte, la del
Robledo, la del Espino... Y como habían sido también los árabes los que
pusieron nombre a aquel arroyo, ellos lo de nominaron de Guaditoca, «río angosto», de donde toma el título
de su advocación la Patrona
de Guadalcanal.
El autor de este libro es un guadalcanalense
enamorado de su pueblo natal, de su historia, de sus tradiciones. Abogado,
notario y agricultor, hombre de profunda cultura, en su fina sensibilidad no
han logrado hacer mella ni el trato continuado con legajos y protocolos ni la
ruda briega que consigo trae cualquier explotación agrícola. Todas estas circunstancias
reunidas en Pedro Porras le han permitido sacar a la luz una obra que, a pesar
del estricto carácter localista de terna, expande su interés mucho más allá de
los linderos de la comarca.
Después de la Reconquista ,
Guadalcanal es incorporada a la
Orden de Santiago, fundándose tres parroquias dependientes de
la Vicaría de
Santa María de Tentudía, cuya sede estaba «en
lo más alto de la sierra de este nombre, visible desde las casas de
Guadalcanal». También se construyen varias ermitas, una de ellas dedicada a
la Virgen de
Guaditoca, que siglos adelante (1647) sería sustituida por otra más de acuerdo
con la dignidad que el culto a la
Patrona exigía, erigiéndose a orillas del «río angosto» de los moros, cerca de la Peña de la Aparición. A partir
de entonces se extendió con rapidez por toda la comarca la devoción por la Virgen de Guaditoca, con lo
cual cada año al llegar la
Pascua del Espíritu Santo, en plena primavera, se agrupaban
allí en tomo a la Virgen
y su ermita, vecinos de muchos de los pueblos de los alrededores. Malcocinado,
Azuaga, Berlanga, Ahillones, Valverde de Llerena, etc. Para atender a los «romeros» solían acudir también
vendedores de «viandas y fruslerías»,
los cuales, a la vez que crecía el contingente anual de devotos, aumentaban el
número, de modo que lo que en un principio fue modesto mercado acabó por convertirse
en una de las ferias más renombradas del contorno: la feria de Guaditoca.
Posteriormente, en 1722, el Rey nombra patrono-administrador de la ermita y de
todos sus bienes («muebles raíces, joyas,
platas, vestidos, ornamentos, maravedíes, vino, pan y todas las otras cosas que
en cualquier manera o por cualquier causa o razón tocasen o perteneciesen a
dicha ermita...») a don Alonso-Damián Ortega Toledo marqués de San Antonio
de Mira al Río, privilegio transmisible a sus descendientes. El patronato
discurre con los altibajos propios de su condición humana, para terminar siglo
y cuarto más tarde liquidado por la acción malversadora del que fue su último
patrono y al que ya nos hemos referido al principio. Después del episodio del
patronato, una nueva hermandad vendría a hacerse cargo de la administración de
los bienes espirituales y materiales de la Patrona.
El lenguaje de Pedro Porras es
correcto y preciso, tal como corresponde a un profesional habituado a «dar fe» pública de hechos y de cosas;
ágil, salpicado de expresiones de humor que revelan con evidencia la
inteligente personalidad del señor Porras. Sólo a veces el fervor apasionado
por su Patrona, cuya advocación singulariza en ese título de «Mi Señora de Guaditoca», se exalta y en
el léxico se produce como una extraña —extraña
aquí y en este libro— eclosión de vocablos que parecen escapados de las
páginas de algún viejo novenario mayeado y florido. Advirtamos que el autor lo
hace concientemente y que él sabe muy bien lo que se hace.
La obra va ilustrada con unos
delicados dibujos, llenos de ingenuidad y de gracia, originales de las propias
hijas del escritor.
José María Osuna.- Sevilla, 22 de
Mayo de 1971
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