El tránsito de la Monarquía Absoluta
al Estado Constitucional en España, a diferencia de lo que ocurrió en
Inglaterra o Francia, padeció un déficit de legitimidad que perturbaría
inevitablemente su evolución posterior.
Toda operación constituyente exige un ajuste
de cuentas con el pasado como paso previo de la definición del proyecto de
futuro de la que pretende ser portadora. Y la forma en que se hace ese ajuste
de cuentas marca insoslayablemente la definición del proyecto de futuro. Esto
ocurre en todo proceso constituyente. Baste como ejemplo el nuestro de 1978.
Todavía sigue gravitando sobre nosotros la forma en que se hizo, durante la Transición , el ajuste
de cuentas con la España
de las Leyes Fundamentales del general Franco. De ahí la intensidad del debate
sobre la llamada memoria histórica, en el que todavía estamos inmersos y al que
todavía le queda bastante recorrido.
Ahora bien, resulta obvio que, cuando la
operación constituyente de la que se habla es la primera en la historia de un
país, como ocurre con el proceso que dio origen a la Constitución de
Cádiz, el ajuste de cuentas con el pasado tiene una dimensión distinta, en la
medida en que se trata de un ajuste de cuentas con todo el pasado preconstitucional,
que en España, como en los demás países europeos, supone un ajuste de cuentas
con siglos de historia.
Quiere decirse, pues, que la operación
constituyente originaria de un país es el resultado de una Revolución con
mayúsculas, independientemente de que la Revolución sea el resultado exclusivo de la
propia evolución interna del país o haya en su génesis una influencia externa,
como ocurrió en España con la Revolución Francesa primero y la invasión
napoleónica después. La irrupción de la Constitución en la historia de un país establece
una frontera entre épocas históricas. En Europa la Constitución es lo
que separa la Edad
Moderna de la Edad Contemporánea. Supone el tránsito de una
sociedad definida por la desigualdad jurídica y la consiguiente falta de
libertad personal para la inmensa mayoría de los habitantes del país a otra
articulada en torno al principio de igualdad, en la que los individuos son
definidos como ciudadanos, es decir, como sujetos jurídicamente iguales y
personalmente libres.
En ese tránsito la forma en que se hace el
ajuste de cuentas con el pasado preconstitucional resulta decisiva para toda la
historia constitucional del país. Si el deslinde con el pasado no se hace de
manera inequívoca, el Estado Constitucional resultante padece un déficit de
legitimidad que perturba inevitablemente su evolución posterior. Esto es lo que
ocurrió en España en el tránsito de la Monarquía Absoluta
al Estado Constitucional, a diferencia de lo que ocurriría con otras dos
grandes Monarquías europeas de la Edad Moderna , Inglaterra y Francia.
Los tres países tuvieron que hacer un ajuste
de cuentas con sus Monarquías para transitar hacia el Estado Constitucional,
pues Monarquía y Estado Constitucional en cuanto expresiones de formas
políticas son radicalmente incompatibles. Cada uno lo hizo a su manera. Pero
con una diferencia fundamental: Inglaterra y Francia liquidaron la Monarquía como forma
política en el proceso de transición hacia el Estado Constitucional. La primera
mantuvo la Jefatura
del Estado monárquica, pero hizo descansar la legitimidad del Estado en el
principio de soberanía parlamentaria. Francia suprimió la Jefatura del Estado
monárquica e hizo descansar la legitimidad del Estado en el principio de
soberanía nacional. Sus historias constitucionales han estado presididas desde
entonces por unos principios de legitimación con vocación democrática.
En España el ajuste de cuentas no se hizo de
manera inequívoca. La
Constitución de Cádiz afirmó el principio de soberanía
nacional. Esa fue su gran aportación a la historia constitucional española, ya
que sin un principio de legitimidad de esa naturaleza no puede iniciarse
siquiera la construcción de un Estado que pueda denominarse propiamente
constitucional. Pero la afirmación de ese principio no se hizo contraponiéndolo
de manera inequívoca al principio de legitimidad monárquica. Lo hizo con un
cierto grado de ambigüedad. A diferencia de lo que ocurrió en Inglaterra y
Francia, el constituyente de Cádiz no consideró que el ejercicio del poder podía
extenderse a la Monarquía
en cuanto forma política y que el mantener o no una Jefatura del Estado
monárquica era una opción que estaba a su disposición. De ahí que la Constitución de Cádiz
fuera aprobada como “Constitución política de la Monarquía española”. No
de la Nación
española, sino de la
Monarquía.
Esta es la razón por la que el
constitucionalismo español del siglo XIX y de las primeras décadas del siglo XX
ha sido un constitucionalismo de tan baja calidad y con tantas desviaciones
autoritarias. Hasta 1931 España no ha sido propiamente un Estado
Constitucional, sino una Monarquía Constitucional. La lógica del sistema no era
la de la Constitución
sino la de la Monarquía.
Aunque desde 1931 el principio monárquico ha
dejado de ser utilizado como principio de legitimidad del Estado, la ambigüedad
de Cádiz en lo que se refiere a la indisponibilidad de la Monarquía para el poder
constituyente del pueblo español ha seguido proyectándose sobre nuestra
historia constitucional. Buena prueba de ello es lo ocurrido en nuestro último
proceso constituyente de 1978.
A pesar de que la Monarquía había sido
restaurada por el general Franco tras un golpe de Estado contra un Gobierno
democráticamente constituido y tras una guerra civil y varias décadas de
dictadura brutalmente anticonstitucional, la sociedad española no tuvo la
fortaleza suficiente para que en el debate constituyente pudiera plantearse el
debate sobre la forma monárquica o republicana del Estado, teniendo que renunciar de facto a extender el ejercicio de la
potestad constituyente a la
Monarquía. Salvo en las dos experiencias republicanas, en
ningún otro momento de nuestra historia el pueblo español ha considerado que su
poder constituyente podía extenderse a la Monarquía.
Esto viene de Cádiz. Por eso todos los ciclos
constitucionales de nuestra historia han empezado con una crisis de legitimidad
de la institución monárquica. En 1808 con la abdicación de Carlos IV en
Napoleón; en 1833, con la muerte de Fernando VII sin descendiente varón; en
1868, con la expulsión de Isabel II tras la Gloriosa ; en 1931, con el exilio de Alfonso XIII;
y en 1975-77, con el pacto entre todos los partidos políticos que posibilitó el
proceso constituyente tras la renuncia previa a debatir sobre la Monarquía
antidemocráticamente restaurada.
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