Ningún hombre es una isla
El gran poeta Muñoz Rojas escribió páginas muy hermosas
sobre los metafísicos del Barroco en Inglaterra, excelentes versificadores que
alternaron el fervor religioso, los juegos de ingenio y la poesía amatoria.
Autores como Herbert, Crashaw o Marvell, entre otros, dejaron en la literatura
de las Islas un rastro imborrable, pero fue John Donne el que llevó a lo más
alto los presupuestos de una poética que ha sido descrita como “la cumbre del
puro espíritu”. La definición corresponde a Blanca y Maurice Molho, editores de
una maravillosa antología de 1948
—Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII— que fue reeditada por Acantilado. La colección Quintaesencia de Ariel ha rescatado ahora unas Meditaciones en
tiempos de crisis —traducidas por Ascensión Cuesta, con prólogo de Vicente
Campos— que ojalá compraran por error esos sociólogos de urgencia (Emergent Occasions,
dice el título inglés) cuyo discurso parece extraído de los libros de
autoayuda. A John Donne se deben sentencias tan celebradas como la que afirma
que “Ningún hombre es una isla…”, en cuyas palabras finales —“nunca mandes a
preguntar por quién doblan las campanas, pues doblan por ti”— se inspiró
Hemingway para titular una de sus varias novelas olvidables. Pero Donne,
también en estas “devociones” poco o nada consoladoras, fue mucho más que un
hacedor de frases ingeniosas.
Cita el atinado prologuista de las Meditaciones otra
sentencia de Donne —“La vejez es una enfermedad, la juventud es una trampa”—
para sugerir que el influjo del poeta inglés se ha proyectado en los autores
más insospechados, relacionándola con esta otra de Philip Roth en Elegía: “La
vejez no es una batalla; la vejez es una masacre”. Pocos escritores, en efecto,
tan alejados del puro espíritu como Roth, todo carnalidad o carne de
psicoanálisis, cuya obsesión por las jovencitas voluptuosas emparenta sus
fantasías con las variaciones de Woody Allen sobre el mismo tema. El de Newark
puede ser lo que llamamos un viejo verde, pero es también uno de los novelistas
mayores de Norteamérica. Hace poco Galaxia Gutenberg reunió las formidables
novelas de su Trilogía americana y ahora hace lo propio con el otro ciclo
protagonizado por su alter ego Nathan Zuckerman, que conforman La visita al
maestro (1979), Zuckerman
desencadenado (1981) y
La lección de anatomía (1983), cerrado a modo de epílogo por La orgía de
Praga (1985). El nuevo volumen de Galaxia —que incorpora las traducciones
de Ramón Buenaventura, cedidas por Seix
Barral— ha rebajado considerablemente el cuerpo de letra, pero no la factura material
ni la calidad de la edición.
Hubo otros escritores del exilio que, como decía de ellos
Umbral, no eran para tanto, pero Arturo
Barea es un grande incontestable y La
forja de un rebelde, uno de los pocos títulos de la literatura memorialística
española que han llamado la atención fuera de nuestras fronteras. Publicadas ya
en Londres, donde Barea vivió de sus colaboraciones con la BBC , La forja (1941), La ruta
(1943) y La llama (1944) —importa poco
si novelas autobiográficas o memorias en sentido estricto—
ofrecen un testimonio impagable sobre lo que ocurrió en España desde los
comienzos del siglo hasta el estallido de la Guerra Civil , pero
son además una lectura apasionante y una rara muestra de ambición literaria. La
nueva edición de RBA las ha reunido en un solo tomo prologado por Javier Pérez Andújar,
que nos recuerda cómo en el caso de Barea —que como otros transterrados
encontró en el desarraigo la solución a sus problemas personales— coincidieron
el hundimiento del país y el suyo propio. “¿Es que vosotros, los franceses, estáis
ciegos o es que ya habéis renunciado a ser libres?”, pregunta el protagonista
en vísperas de su huida a Inglaterra. Le contestó otro español que más o menos
por las mismas fechas emprendía el mismo viaje. El nombre, Manuel Chaves
Nogales. Su respuesta, La agonía de Francia.
Desde mediados del siglo antepasado, las tensiones entre el
apego a los valores de la tradición feudal y el impulso modernizador de la Era Meiji son uno de los
temas recurrentes de la literatura japonesa contemporánea, pero es menos
habitual —al menos para los lectores europeos— que tal conflicto sea contado
desde una perspectiva femenina. Es lo que hizo Fumiko Enchi en Los años de
espera (Alianza), donde una mujer, por ello más vulnerable a las costumbres
reguladoras y las inercias patriarcales, narra su lucha callada frente a los
dictados de la sumisión. La misma editorial ha publicado otra novela de la
autora, Máscaras femeninas, donde dos viudas enfrentan las peticiones de
compromiso que recibe la más joven. En ambas —traducidas por Keiko Takahashi y
Jordi Fibla— comparecen los rituales de seducción, la infidelidad y el rosario
de humillaciones asociadas al matrimonio, de acuerdo con parámetros que son
historia en una parte del mundo y deberían desaparecer para siempre de la otra.
La de Fumiko Enchi es una mirada lírica, doliente, delicada y sutilísima que
podríamos llamar feminista pero sus novelas no atienden al discurso vengador sino
a la dignidad de la víctima.
Refiriéndose a la “innegable aversión” por el correo de su
admirado William Faulkner, cuenta Javier Marías, en una de sus Vidas escritas
(Alfaguara), que tras la muerte del escritor se encontraron pilas de cartas no
abiertas o que lo estaban, si procedían de editoriales, solo por un extremo del
sobre, lo suficiente para comprobar que no contenían un cheque. No pocas, sin embargo,
las debió abrir y contestar, porque de otro modo no tendríamos estas Cartas
escogidas (Alfaguara), pulcramente editadas por
Joseph Blotner y traducidas por Alfred Sargatal y Alicia Ramón. La nueva
recopilación, más extensa, es de obligada lectura para los devotos del
dispendioso autor de Mississippi, y su aparición coincide con la de otra no
menos valiosa —y hasta ahora inédita en castellano— que reúne los Ensayos &
Discursos de Faulkner (Capitán Swing), traducidos e introducidos por David
Sánchez Usanos con prólogo de James B.
Meriwether. De este modo el lector tiene a mano tanto las cartas privadas como
las cartas públicas, incluido el breve pero memorable Discurso del Nobel (1950)
donde Faulkner cifraba lo mejor de su ideario: “Es un privilegio [del poeta,
del escritor] ayudar a resistir al hombre elevando su corazón, recordándole el
coraje y el honor y la esperanza y el orgullo y la compasión y la piedad y el
sacrificio que han sido la gloria de su pasado”.
Aparece en los Compactos, pero lo mismo habría podido
figurar en la serie roja donde Anagrama
relanza los clásicos de su catálogo. Publicado por primera vez en 1977, solo dos
años después de que Herralde abriera oficina, El Nuevo Periodismo de Tom Wolfe
forma parte del equipaje básico con el que muchos cronistas o medio literatos
aprendieron el oficio antes de que entrara en vías de extinción, al menos en la
forma en que lo conocieron los Reed, Southern, Mailer, Tomalin, Goldsmith,
McGinnis, Christgau, Dunne o el propio Wolfe, que son los autores recogidos en
la antología. Los reporteros apenas pisaban las redacciones, en las que aún
imperaban los veteranos, pero formaban parte del mismo fermento que creó esa
mitología —tópica pero no infundada— donde hubo momentos estelares y episodios de
serie B. En lo literario, no se trataba de un género exactamente nuevo, pero la
fórmula de los Wolfe y compañía ayudó a oxigenar los diarios y revistas de una
época ya remota que hoy nos parece antediluviana. Hasta la ilustración de Julio
Vivas, donde vemos a un héroe con trazas de Roy Lichtenstein y como de novela
negra tecleando en su máquina de escribir, invita a la nostalgia de un tiempo
heroico que no parece mejor, pero sí más excitante y acaso más libre.
Ignacio F. Garmendia
Revista Mercurio
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