Jacinto Octavio de Picón |
Capítulo V
Después del primer triunfo
Después del primer triunfo
Por fin Ayala había triunfado; su
nombre era ya popular y a su persona
llegaban las amistades que sirven de
cortejo a los vencedores. Y no sólo buscaban el trato de Ayala los que se hacen
amigos de todo el que brilla, sino gentes mejor orientadas.
Los literatos, que veían en él
una política, posible distribuidor de empleos, codiciaban su trato, llamándole
maestro para halagarle, y los políticos, que le sabían entre los que manejan
bombo y patillos, se unían a él, dándole trato de jefe por tenerle, propicio. Y
éstos y aquéllos, respectivamente, no temían establecer competencia dañosa a
sus carreras propias, calificándole de literato eximio y de político preclaro, con lo que le da fama
y poderío sin pensar más que repartirse una y otro. Así, los interesados propagandistas
del vencedor laboraban en su beneficio aun más como esos otros que hacen a los
hombres públicos propaganda gratuita.
Entre todos introdujeron a Ayala
en lo que se llama por antonomasia “Sociedad".
Y allí entrado, para medrar a éste en el "Gran Mundo" le auxiliaron su figura y sus maneras. Nos las
describe, unas y otras, Jacinto Octavio de Picón en el estudio que hizo de
Adelardo López de Ayala.
"En su rostro ovalado
brillaban los ojos negros, grandes y expresivos; contrastaban con la blancura
de su tez la melena negra, el recio bigote y la gruesa perilla. Era de regular
estatura, andar lento y aspecto pensativo; había en sus movimientos algo de
indolencia, como si su cerebro absorbiese toda la energía de su ser. Era su lenguaje
pausado y grave, como si las palabras saliesen de su boca esclavas de la
intención y del alcance que las quería dar su pensamiento. Sabía expresar con
dulzura lo que concebía con vigor, y siendo serio a la par que afable, poseía
el secreto de atraerse la voluntad ajena, ganando simpatía sin perder
respeto."
Rebajando lo que de apologético
haya puesto el autor de Dulce y sabrosa,
quedará que Ayala tenía una presencia buena para impresionar en las reuniones,
y que sabía aumentar este efecto primero de su entrada, ante los dispuestos a
admirarle por su fama doble, con lo escogido de su trato, que lucía a
continuación.
Fué, pues, pronto un hombre de
moda buscó algo significativo en él que poder comentar. Y se encontró esto en
sus fuerzas físicas que ya dijimos las poseía extraordinarias verdaderamente.
Dé ellas se habló mucho, añadiendo que su natural bondad le impedía usarlas de modo
dañoso.
Repetida mil veces ha sido la
hazaña, de fortaleza y generosidad que realizó cierto día en el café Suizo.
Discutía cortésmente con alguien, que, dejándose llevar del calor del debate le
lanzó una palabra injuriosa. Ayala, agarrando el mármol de la mesa, lo alzó
sobre la cabeza de su injuriador. E inmediatamente, arrojándolo a un lado, lo
partió en pedazos contra el suelo, Pudo haber aplastado al impertinente y no
hizo. Pero demostró que, a querer, le hubiera sido fácil hacerlo.
Otra se refería también, del
género galante, como fué aquella hazaña de su paisano García de Paredes, quien
arrancó una reja para entregar un ramo de flores a la dama que tras ella estaba,
sin que la delicada ofrenda se ajase rozar con los barrotes de hierro.
Una noche salían del Teatro
Español dos actrices, que subieron a un coche tirado por vigoroso tronco. Ayala
las rogaba que no partiesen, ellas alegaban tener mucha prisa y dieron orden al
cochero de que hiciese caminar los caballos.
—Los caballos no se moverán sin mi permiso
—dijo Ayala.
Y, en efecto, aunque el auriga
les mandase con la voz, les incitase con las riendas y les castigase con el
látigo, los caballos no se movieron. Era que el nuevo Hércules extremeño,
agarrado con ambas manos a los radios de una rueda, contrarrestaba los
esfuerzos del tiro.
Esto ya era más de lo que las
damas podían resistir. ¡Un hombre
aureolado por doble fama, que tenía, sobre sus fuerzas morales, tan grandes
materiales fuerzas!... Lo mismo virtuosas señoras que inocentes señoritas
se enamoraban de él.
Y él se enamoró a su vez. Con un
amor contrariado y todo. No; no había de privarse de nada.
Desapareció Ayala de Madrid,
donde brillaba, y se retiró a Guadalcanal
¡a obscurecerse! Bien que dejando en
el lugar de sus triunfos quien pregonara aquello que le hacía interesante. Y
desde el escondido pueblo escribió a éste lo que ocurría.
Más digamos quién era éste. Este
era como Ayala mismo. Era el compositor Emilio Arrieta.
Ya aludimos, y más de una vez, a
la amistad de Arrieta y Ayala. Pero hemos de explicar ahora cuán grande era la
unión de ambos. Como hermanos vivieron durante mucho tiempo: el mismo techo les
cubría; el mismo hogar les calentaba. Constituían una sola persona, hasta el punto
de que, según ha contado Eusebio Blasco ocurría muchas veces la siguiente
escena:
Llegaba alguien en busca de Ayala,
y preguntaba:
¿Está don. Adelardo?
—No, señor —respondía el criado.
Bien que añadiendo:
—Pero está don Emilio.
A lo que el visitante no dejaba
nunca de decir:
—Es igual.
Pues bien; -a este más que amigo,
más que hermano; a este "otro
él", le comunicó su pena en carta íntima. Carta tan evidentemente destinada
a la publicidad, que Arrieta la publicó y nosotros vamos a reproducirla. Véase
la clase:
EPÍSTOLA
A EMILIO ARRIETA
De nuestra gran virtud y
fortaleza
Al mundo hacemos con placer
testigo;
Las ruindades del alma y su
flaqueza
Sólo se cuentan al secreto amigo.
De mi ardiente ansiedad y mi
tristeza
A solas quiero razonar contigo:
Rasgue a su alma sin pudor el
velo
Quien busque admiración y no
consuelo.
No quiera Dios que en Rimas
insolentes
De mi pesar al mundo le dé
indicios,
Imitando a esos genios impudentes
Que alzan la voz para cantar sus
vicios.
Yo busco, retirado de las gentes,
De la amistad los dulces
beneficios;
No hay causa ni razón que me
convenza.
De que es genio la falta de
vergüenza.
En esta humilde y escondida
estancia,
Donde aun resuenan con medroso
acento
Los primeros sollozos de mi
infancia
Y de mi padre el postrimer
lamento;
Esclarecido el mundo a la
distancia
A que de aquí le mira el pensamiento,
Se eleva la verdad que amaba
tanto;
Y antes que afecto me produce
espanto.
Aquí, aumentando mi congoja fiera.
Mí edad pasada y la presente
miro.
La limpia voz de mi virtud
entera,
Hoy convertida en áspero suspiro.
Y el noble aliento de mi edad
primera.
Trocado en la ansiedad con que
respiro,
Claro publican dentro de mi pecho
Lo que hizo Dios y lo que el
mundo ha hecho.
Me dotaron los cielos de profundo
Amor al bien, y de valor bastante
Para exponer al embriagado mundo
Del vicio vil el sórdido
semblante.
Y al ver que, imbécil, en el
cieno hundo
De mi existencia la misión
brillante,
Me parece que el hombre, en voz
confusa,
Me pide el robo y de ladrón me
acusa.
Y estos salvajes montes
corpulentos,
Fieles amigos de la infancia mía,
Que con la voz de los airados
vientos
Me hablaban de virtud y de
energía,
Hoy con duros semblantes
macilentos
Contemplan mi abandono y
cobardía,
Y gimen de dolor, y cuando braman
Ingrato y débil y traidor me
llaman.
Tal vez a la batalla me apercibo;
Dudo de mi constancia, y de esta
duda
Toma ocasión el vicio ejecutivo
Para moverme guerra más sañuda.
Y cuando débil el combate
esquivo,
“Mañana --digo— llegará en mi
ayuda",
¡Y mañana es la muerte, y mi
ansia vana
Deja mi redención para mañana!
Perdido tengo el crédito conmigo
Y avanza cual gangrena el
desaliento;
Conozco y aborrezco a mi enemigo
Y en sus brazos me arrojo
somnoliento.
La conciencia el deleite que
consigo
Perturba siempre: sofocar su
acento
Quiere el placer, y, lleno de
impaciencia,
Ni gozo el mal ni aplaco la
conciencia.
Inquieto, vacilante, confundido
Con las múltiples formas del
deseo;
Impávido. una vez, otra corrido
Del vergonzoso estado en que me
veo,
Al mismo Dios contemplo
arrepentido
De darme un alma que tan mal
empleo;
La hacienda que he perdido no era
mía,
Y el deshonor los tuétanos me
enfría.
Aquí, revuelto en la fatal madeja
Del torpe amor, disipador cansado
del tiempo, que, al pasar, sólo
me deja
el disgusto de haberlo
malgastado;
Si el hondo afán con que de mí se
queja
Todo mi ser, me tiene desvelado,
¿Por qué no es antes noble
impedimento
Lo que es después atroz
remordimiento?
¡ Valor! Y que resulte de mi daño
Fecundo el bien; que de la edad
perdida
Iluminando mi razón dormida:
Brote la clara luz del desengaño,
Para vivir me basta con un año,
Que envejecer no es alargar la
vida:
Joven murió tal vez que eterno ha
sido
Y viejos mueren sin haber vivido!
Que tu voz, queridísimo Emiliano,
Me mantenga seguro en, mi porfía;
Y así el Creador, que con tan
larga mano
Te regaló fecunda fantasía,
Te enriquezca, mostrándote el
arcano
De su eterna y espléndida
armonía;
Tanto que el hombre, en su placer
o duelo,
Tu canto elija para hablar al
cielo.
De sentir será que los lectores
se hayan saltado la tirada dé versos que antecede. Sí, sí; no digan ustedes
nada... Pero escuchen lo que va a decírseles: Todo Ayala está en ese fárragoso
de palabras medidas y rimadas. ¡Todo él,
entero y verdadero!
Qué está el literato, claro se ve
en la composición. Verso endecasílabo y octavas reales. Eran el metro y las
estrofas favoritas del pomposo poeta, que empleábamos igualmente para
revolucionar escolares y para llorar penas de amor. Y es que en la poética
castellana no existe metro más sonoro ni estrofas más rotundas. Pero todavía
hay ahí, ¡ay!, cosas mayores que la
construcción del verso y su distribución acoplada. Existen las frases, los
conceptos... En eso se incluye todo lo que mete ruido, desde "los primeros sollozos" de la
infancia del autor hasta "el
postrimer lamento" de su señor padre, bajando al tono menor de "la voz de la virtud" y
elevándose al "bramar de los montes
corpulentos" en calderón retumbante. Sin que dejen de encontrarse los
adjetivos que los substantivos amplifican: "fiera"
para la congoja, "áspero"
para el suspiro, "ardiente"
para la ansiedad, etc., etc. y etcétera. Está el literato Ayala en esa
epístola, sí.
Y asimismo, a poco que se fije
uno, halla en ella al hombre. La escribió retirado para olvidar y que se le
olvidase, con el firme propósito de que se hiciera pública. Si no, ¿de dónde el
medirla y rimarla con metro tan estrecho y rima tan difícil? Pero al propio
tiempo, diciendo que la confiaba al "secreto
amigo" y abominando de los que "en
rimas insolentes" cantan sus vicios y creen que "es genio la falta de vergüenza". Farsa completa y
definitiva del gran histrión que Ayala fué.
Pero diréis que falta el
político, y diréis mal, Ayala no abandonaba la política ni al escribir en
misiva retórica desde la soledad donde le recluyeron los desengaños del amor.
Ya que estaba en la raya de Extremadura, para que no se fuera a frustrar de su "existencia la misión brillante",
empezó a prepararse el distrito de Mérida. Esto ocurría al final del año 56, y
al regresar, en la primavera del 57, pudo Ayala traer a la Corte un acta de
diputado. No se había dormido políticamente, aunque cerró los ojos e hizo como
que soñaba.
Luís de Oteyza
Vidas Españolas e
Hispano-Americanas del Siglo XIX
Madrid, 1932
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