Los telediarios eran herederos del NO-DO
El día 1 de Octubre de 1961 se
inauguró el Centro Emisor de Guadalcanal, un pueblecito de la sierra de
Sevilla, y este hecho, aunque entonces no lo supimos, cambió nuestro ocio para
siempre. Llegaba la televisión a Andalucía. Lo primero que vi en un televisor,
de puntillas detrás de un corro de curiosos, fue un trozo de corrida de toros
en el escaparate del Hogar Moderno. Venía yo de una de mis clases particulares
y me sorprendió ver tanta gente amontonada sobre el cristal.
Al acercarme me di cuenta de que el
objeto de la expectación era un cajón de madera con una pantalla, en la que un
picaor borroso y gris se esmeraba en la faena con un toro negro aún más
desvaído. Unos días después, con algo más de nitidez, pude presenciar la
ofrenda de flores a la Virgen del Pilar, en el Bar Madrid. Aquello era
maravilloso, y nos atrapó desde el primer momento.
A partir de entonces, quienes
podían pagar 20.000 ptas por un aparato de televisión desfilaron por Briones,
Lozano o el Hogar Moderno para encargar su Philips o Telefunken. Los demás sólo
tuvimos televisores prestados. Se consideraba normal en esos primeros años el
ir a ver la tele a casa de amigos y parientes, que ejercían su paciencia con
las visitas diarias.
Recuerdo una familia a la que su
generosidad les llevó a consentir que los vecinos se llevaran su propia silla,
y en la emisión de las “Gran Parada” o
“Los amigos de los lunes” su salón parecía el gallinero del Salón Alambra.
Con las ventas a plazos y el progreso económico de aquellos años, todos
terminamos por acceder al nuevo invento, aunque algunos tardamos bastante. Ya veías la tele en tu casa, pero
en esa época se iba la señal muy a menudo, y aparecía un odiado cartelito de “Disculpen las molestias”, con fondo
musical aburridísimo, y maldecíamos a ese pueblito de la sierra de Sevilla
cuando nos privaba de diez o doce minutos de emisión en pleno Perry Mason, y
cuando volvía la señal ya se había descubierto si el acusado era culpable o
inocente, y nos teníamos que acostar sin saberlo. Como dije, la televisión
cambió nuestras vidas. Olvidamos la radio, a Boby Deglané y a Pepe Iglesias “El
Zorro”.
Comenzamos a abandonar el hábito
de la lectura nocturna y trasnochamos más. La gente tenía un nuevo tema de
conversación, que le ayudaba a superar los momentos de silencio con
desconocidos. “Bonanza”, “El Fugitivo”,
“El Virginiano” o la perrita Marylin daban siempre tema para el día siguiente.
Nos gustaban incluso los anuncios: “Omo lava blanco…”, “..Cafés La estrella… al tostadero”, “Vamos a la cama”, “Está como
nunca…” Una gran novedad fue el fútbol televisado.
Nos llegó tarde para disfrutar
con las cinco primeras Copas de Europa del Real Madrid, pero vimos el gol de
Marcelino. En esa época también transmitían muchas corridas de toros y se
adaptaban novelas clásicas y obras de teatro. Por las tardes había programas
que ahora calificaríamos de aburridísimos, que trataban de libros, cultura,
religión o música española.
Los telediarios eran los
herederos del NO-DO, con las mismas inauguraciones, bailes gallegos y uniformes
del Movimiento. Era una tele oficialista y algo ruda, pero la única que
teníamos. Después llegaría el UHF, las conexiones por satélite, el poder ver
imágenes de América, y el presenciar, en una noche de verano, cómo un pie
vacilante pisaba el acogedor polvo de la Luna. Quizás ese día terminó para
nosotros la niñez de la televisión, y comenzamos a integrarla en nuestras vidas
con naturalidad, pero tal vez con un poquito menos de magia.
www.antonioroldan.es
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