El Chepa
Reclamo de Perdiz de Capricho
y Caprichoso 16
Capitulo 20
Me había encontrado casualmente,
por las calles de Sevilla, con un viejo amigo de andanzas de caza, que, por ser
montero, por esencia, y pajarero, por accidente, y yo, por el contrario,
pajarero, por esencia, y montero, por accidente, solíamos coincidir sólo en
alguna que otra cacería, aunque de tarde en tarde, y hasta de turbio en turbio.
Me invitó a tomar un cafetito en
grata compañía. Era por esos días en
que, en tanto las monterías se encontraban dando sus últimos coletazos, la
cacería del pájaro terminaba de empezar. Mientras tomábamos nuestro humeante
café, me desbordé contándole grandezas de mi Chepa. El también me habló
apasionadamente de sus monterías.
Estando a punto de dar por
finalizada aquella nuestra casual y amigable reunión, me salió diciendo que le
encantaría darle un puesto al que, según yo, era tan extraordinario y fenomenal
reclamo. Que llevaba ya un par de años siendo el Presidente de un coto que, por
encontrarse tan escondido y que por estar exclusivamente dedicado a la caza
mayor, en eso de las perdices estaba, prácticamente, virgen. Que se encontraba
allí, como coronando el afamado y enorme coto de Las Jarillas, y que para
llegar a él, había que atravesar este enorme coto de punta a punta.
-¿El Cubillo...?.- Le interrumpí de súbito.
- Sí. El mismo. ¿Lo conoces?
-¿Cómo no?.- Le contesté.- Allá en el término del Pedroso.
El Cubillo no es que sea Las
Jarillas, pues es infinitamente más pequeño, pero bajo el punto de vista
puramente cinegético, tampoco le va a la zaga. ¡ Soberbio coto, sí, señor!
Hace unos años estuve monteando en
él. Fui invitado por un buen amigo, al que, a su vez, le unía una gran amistad
con el dueño, que, por aquellos entonces, vivía en Cazalla de la Sierra.
Por cierto que, al rastreo de la
rehala, junto al voceo y "hucheo" de los perreros,
menudo revuelo de perdices se armó por aquellos “montarrales”.
Desperdigadas por acá y por allá en plena montería, aquello era un gallinero.
-Cierto.- Ratificó.- ya que sigue siendo exactamente igual.
¿Te parece bien que vayamos para allá con los pájaros, aunque sólo sea
un día?
-¿Y tú qué tal estás de reclamos?
-Mal.- Me contestó con sequedad y
como poniendo cara de asco.- Ya sabes que a mí, esto del pájaro, es cosa que no
me apasiona en demasía. Me gusta, sí, pero sin pasarme en demasía de la raya.
-¿Entonces...?
-Ya te lo he dicho.- Acudió a
contestarme decidido.- Me has dicho tantas y tan extraordinarias alabanzas de
ese tal Chepa, que me has puesto los dientes de a vara. Aunque sólo sea por ver
tan excepcional campeón, me gustaría darle un puesto.
Entendí entonces que la cosa iba
en serio, y me quedé un tanto pensativo e indeciso. Y es que eso de prestar mi Chepa…..era
algo que me ponía a parir.
-¿Los dos en el mismo puesto, no?.- Le salté diciendo, de pronto, como
procurando curarme en salud.
-Como quieras.- Me contestó con poca convicción.- Pero, claro, dos en
un mismo puesto, siempre supone una gran incomodidad, ¿no crees?
-¿Cuándo?.- Le pregunté convencido y sin pensármelo más.- Eso sí, debes tener en cuenta que ha de
ser un Sábado o un Domingo. La Escuela no me permite que pueda ser otro día.
-Pues...- Se quedó mirando al techo y como echando cuentas, y, al fin,
me contestó.- Hoy es Miércoles, pues el Sábado próximo.
¿Te parece bien?
-Si Dios quiere, se dice.- Le bromeé.
-Por descontado.- Aceptó, amigablemente, mi broma.- Te llamaré el día
anterior para concretar.
En efecto, el Sábado me recogió a
horas bastante tempranas en su Land Rover, e endilgamos en busca del Cubillo.
Mi anfitrión, contando con El
Chepa para uno de los puestos, llevaba sólo un pájaro, del que me dijo que ya
tenía sus años y que, sin ser un fuera serie, tampoco era un mochuelo. Que
solía comportarse aceptablemente, y que, por lo menos, le servía para matar el
gusanillo cada celo.
Yo llevaba al que había
sustituido al Tarta que, como bien sabemos, murió, heroicamente, en acto de
servicio, y al Dulcineo, que ya iba teniendo sus años también.
A la altura de Cantillana, el día
comenzó a apuntar, instante en el que, dejando la carretera que, en Lora del
Río, se bifurca para Córdoba y para Constantina, tomamos el desvío para El
Pedroso.
En su inicio, empezaron a
aparecer las primeras estribaciones de la sierra, y que, conforme íbamos ascendiendo
en aquel nuestro constante serpenteo, se iban haciendo más y más indómitas y
montaraces. Su belleza en aquel dulce amanecer me parecía indescriptible, pues
aquel tan indómito oleaje de monte, pinos y encinas parecían, a través de tan
tenue luz, como monstruosos gigantes, que aún seguían durmiendo como en
cuclillas. Cuando tomamos el descarnado carril de Las Jarillas, el culebreo, en
nuestra ascensión, se hizo constate, en tanto que el matorral se iba haciendo
más salvaje y primitivo. Algunos parajes, en especial, me llegaron a dar la
sensación de que, por selváticos y prietos de maleza, debían tener jabalíes
como toros, si es que no "venaos" como elefantes.
En uno de estos apretados matorrales, por cierto, pudimos ver emboscarse una
cochina, conduciendo una camada de cinco o seis rayones que me dieron la
sensación de ser un grupo de atemorizados y sumisos presos con aquel su pijama
de carcelarios.
En algunos tramos los conejos se
nos cruzaban por el carril como relampagueantes y fugaces sombras, en tanto
que, durante todo el camino, los pajarillos forestales jugueteaban retozones en
las jaras que crecían, en total libertinaje, en las cunetas del carril y que
casi rozaban las ventanillas del coche a su paso. En más de una ocasión
también, pudimos ver algunos pegujales de ciervas que, relativamente cercanas y
con la cabeza enhiesta y en tensión, miraban el paso del coche que roncaba
serpenteante, perseguido por una nubecilla de polvo. Ya bastante encumbrados,
unos “varetos”,
tres o
cuatro, cruzaron el carril de un
salto y como relámpagos, y casi rozando el Land Rover, al ser sorprendidos, tal
vez, en plácido sesteo, tras cualquier denso borbotón de matorral de los muchos
que escoltaban el carril.
Nuestro día de cacería no podía
empezar más campero y delicioso, acomodados tan plácidamente en tan seguro vehículo
y embebidos en las inefables bellezas de tan asilvestrada naturaleza en el
siempre tan grato amanecer de la sierra, y que a mí, en particular, siempre me
llenaron todos y cada uno de los rincones de mi corazón de campero.
Espeluznantes barrancos, con la
cabecera más o menos cercana al carril, se descolgaban bravíos ribeteados de lujuriosas
adelfas, en tanto que las abulagas y las coscojas, como arropadas por ellos,
eran las reinas y señoras de sus abruptas laderas, en las que la luz del sol
parecía chorrear.
Aquellos tan jubilosos augurios,
no fueron, sin embargo, el anuncio del feliz día de pájaro, que íbamos soñando,
y es que, quizás, nuestro sino, aquel día, estuviera marcado por aquello que se
dice de los gitanos que nunca quieren buenos principios para sus hijos, pues el
día, en cuanto a lo meramente cinegético, fue una total y amarga decepción, por
lo que me limitaré a escribir como una reseña a vuela pluma de él, y aquí se
acabó la presente historia.
El accidental pajarero optó por
el puesto de luz, para disfrutar de aquel excepcional campeón que, ante mis apasionadas
loas, allá en la cafetería de la Calle Sierpes, tantas cosquillas le debieron
hacer. Le ayudé a montar el tollo, si bien es cierto que, más que por la ayuda
en sí, lo fue por la solapada intención de aprovechar tan oportuno momento,
para irle recordando hasta la saciedad y siempre un tanto temeroso de dejar
aquella joya en sus manos, las mil y una recomendaciones de un obseso, que
quiere evitar a toda costa cualquier posible daño, físico o psíquico, en un
reclamo que vale las Minas de Potosí.
El paraje elegido bien podía ser
el soñado por el más visceral de los pajareros. Una especie de hondonada, suavemente
alomada, que, entre retamas y chaparros como anárquicas macetas de adorno,
verdegueaba a guisa de un idílico rincón del paraíso. Lugares estos muy
querenciosos, por otra parte, para las bravías perdices de la sierra, ya que, por
lo general, son muchos más amantes de los parajes no demasiado encabritados y,
más o menos, despejados, que de los que son una enmarañada jungla de promiscuo
y espeso matorral, por la obvia razón de que, además de que en ellos suele
haber menos depredadores, siempre tendrán mayores posibilidades de poder ver
algún posible peligro y asimismo, "coger el olivo", para
escapar de él. Así se lo dije a mi anfitrión, con la idea de infundirle más
esperanzas y gozo. Le deseé, por fin, suerte, y allá endilgué en busca de otro
paraje en el que ubicar mi tollo. Procuré quedarme, con toda intención, lo
suficientemente cerca como para poder oír los posibles disparos que pudiera
tirar, sin que me dieran lugar a equívocos, y así poder gozar a su par,
imaginándome e intuyendo cada una de las faenas del Chepa, en cada uno de los
diferentes lances.
En el siempre solemne silencio de
la sierra, los disparos, como a intervalos cronometrados, llegaron a mis oídos
con tal nitidez que, a pesar de mi prudencial distancia, no parecía sino que
eran disparados a sólo a escasos metros de mis pies.
Seis llegué a contar, y yo, entre
tanto, que no cabía en el pellejo, allá acuclillado en mi tollo, imaginándome,
más que lo que aquel amigo cazador pudiera estar gozando, que El
Chepa, lejos de dejarme por
embustero, le estaba demostrando, "in situ", todo cuanto yo le había
predicado de él y, hasta, tal vez, en más alto grado.
¿Mi puesto...? ¡ Coser y cantar! Le debí pisar el terreno de lleno
a una collera y, como además, el cazadero estaba virgen, allá se me presentó el
matrimonio a la carrera, a los primeros reclamos del “Dulcinea del Pedroso”. Ya
digo, aquello fue un "decir
amén", por lo que “El Dulcineo” no tuvo que sudar en su
trabajo ni tanto así, sin embargo, una vez abatida la fácil collera e intentó
buscar un nuevo lance, el campo empezó "a pintar en bastos", por lo
que el del pulpitillo, siguiendo su habitual actitud, echó marcha atrás y que
allí cantara mi abuela, creí entender que me decía. En esta ocasión, no obstante,
no me pesó, pues me facilitó aún más que, relegara, definitivamente, a un muy
segundo lugar nuestro puesto, y así pudiera concentrarme más y mejor, soñando
en el del Chepa.
-¿Qué...?.- Me apresuré a preguntarle a mi anfitrión, tan pronto le vi
asomar en busca del coche, junto al que yo ya le esperaba, viendo que su
actitud, lejos de la que yo me esperada, era, sorprendentemente, la de un
hombre alicaído y apagado. Como habrás podido comprobar.- Insistí anhelante.- el
pájaro no es un cualquiera, a pesar de lo que, a primera vista, pudiera
parecer, con esa su deprimente estampa de descalabrado enano “azurrunado”.
-Calla, hombre, calla.- Reaccionó, llegando a mí, aunque aún cabizbajo
y como avergonzado.- El pájaro, sí, toda una figura de lujo, pero el que ha
sido un auténtico maleta he sido yo. Siento una tremenda vergüenza el tener que
confesártelo, que es, inconcebible, el que un tío, que maneja la escopeta y, aún
más, el rifle, como tú sabes que yo los manejo, y que está harto de abatir
bichos imposibles, haya tirado siete perdices, "al parandón", y se me hayan ido prácticamente todas...
Eso… eso es algo que no tiene nombre! Cobrar, cobrar…sólo he cobrado
una que, por cierto, dejé fulminada. Las seis restantes que he tirado se me han
ido a criar, aunque bien es cierto que dos de ellas escaparon a trancas y
barrancas, después de que las tumbara el tiro y se dejaran un plumerío de mil
demonios en el suelo.
-¿Qué me dices...?.- Exclamé como creyendo que me estaba bromeando.
-Lo que te digo.- Ratificó, sin levantar los ojos del suelo y como
compungido.- ¡Te juro. Alzó la voz!,
de pronto, y, como terriblemente enrabietado.- que no volveré a colgar un pájaro
en mi puta vida, pues tengo tal “cabreo”
que estoy hasta por cagarme en la madre que me parió!
Quise animarle, disimulando lo
que pude y procurando quitarle, por supuesto que un tanto farisaicamente,
hierro a la cosa, pero era tal su decepción y aún más el enfado que tenía encima,
que aquello era, poco menos, que lo de la cuadratura del círculo.
Y aquello acabó como según dicen
que acabó el rosario de la aurora, pues, estando en pleno día, cogimos el Land
Rover, y, marchando, que es gerundio, hacia Sevilla, y con el rabo entre las
patas.
No hubo manera de poder convencer
a tan abatido cazador, para que nos quedáramos para el puesto de la tarde. Le
tiré por todos los sitios posibles, pero que si quieres arroz, Catalina. Por
cierto que, cuando le dije, ya como última opción, que allí había parajes como
para repetir un nuevo puesto de otras seis o más perdices y, por supuesto, con
El
Chepa, al que no le importa
repetir, el buen hombre casi se me enfadó, diciéndome que qué es lo que
pretendía con ello, humillarle aún más de lo que estaba...? Que nos podríamos ver
tan amigablemente, como hasta entonces, y siempre que a mí me diera la gana,
pero que, por favor, no le volviera jamás ni a mencionarle siquiera la cacería
del “pájaro.“
©José Fernando Titos Alfaro
Nº
Expediente: SE-1091 -12
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