Aquí yace
media España, murió de la otra media
Quisiera estar en
Madrid ahora,
escribió la escritora inglesa Mary Godwin.
La esposa de Shelley, el gran poeta del romanticismo
inglés, se refería al cambio producido en España después de que el rey Fernando
VII se viera forzado a restablecer la Constitución de Cádiz. Era 1820 y el
pronunciamiento militar de Riego había iniciado la efímera monarquía
constitucional que hizo de España el gran enclave revolucionario de la Europa continental,
dominada entonces por el orden absolutista salido de la cabeza de Metternich.
Fue en estas fechas, precisamente, cuando la palabra liberal, que había
adquirido su acepción política en Cádiz, durante las Cortes de 1810-1812, se
extendió por todo el mundo. Y fue también entonces cuando la Constitución de 1812
se tradujo a las lenguas más importantes de Europa. Adoptado por los liberales de
Nápoles y de Piamonte, calcado en Portugal, radiografiado en América, el primer
texto constitucional español resonaría con fuerza hasta en Rusia, donde los
decembristas de 1825 se miraron en el espejo de los diputados de Cádiz. Como
reconociera el propio Shelley, España fue, entre 1820 y 1823, la esperanza y el
faro político de todos aquellos hombres de acción que anhelaban dinamitar una Europa
custodiada por el absolutismo de la Santa
Alianza.
Un pueblo glorioso
vibraba de nuevo
iluminando las
naciones: la Libertad
de corazón a corazón,
de torre a torre, sobre España
esparciendo un fuego
contagioso en el cielo
brillaba…
Sin embargo, España ya había aparecido antes como un signo
de esperanza en Europa. Shelley escribió “un
pueblo glorioso vibraba de nuevo”, porque la primera ocasión en que la
maquinaria militar de Napoleón había tropezado con unas fuerzas irregulares
—movilizadas por un estímulo semejante al de ¡la patria en peligro!— había sido
en 1808, y en España. Como recordaba Stendhal aquí, en España, había comenzado
el principio del fin para los planes homéricos de Bonaparte, quien había
juzgado a los españoles demasiado de prisa.
“Napoleón”, escribe, “quedó muy sorprendido. Había creído
habérselas con prusianos o austriacos, y pensaba que disponer de la corte era
disponer del pueblo. En cambio, se encontró con una nación”.
No puede negarse que la historia, cualquier historia, es
mucho más que un ramillete coloreado de jornadas históricas. Pero tampoco que
hay acontecimientos que marcan la geografía política y cultural del mundo,
sucesos que no pueden ignorarse si no queremos dejar de contar la aventura de
la historia. Tras dos años de acaloradas disputas, dos años de reformas
febriles que sirvieron para desguazar la estructura del Antiguo Régimen, los
diputados gaditanos aprobaban una Constitución. Promulgada bajo un torrencial
aguacero el día de San José de 1812, fue pronto conocida como la Pepa. Mientras al
otro lado de la bahía los invasores celebraban la onomástica de José Bonaparte,
los patriotas echaban un pulso al rey invasor con esta nueva ley suprema, que
había de consagrar la libertad frente a la tiranía, el derecho frente a la
arbitrariedad.
La cohesión de las tierras de España manifestada en la
guerra de la
Independencia —la guerrilla es una prueba de ella— y el gran
seísmo nacional de las Cortes de Cádiz demuestran que la nación ya palpitaba en
el siglo XVIII, latente, gestándose en el discurso de los reformistas del
despotismo ilustrado y de los hombres de letras y de acción de la generación de
Quintana y Marchena, hechizados por el ejemplo de la Revolución francesa.
Las referencias a un carácter nacional español determinado por la geografía, el
clima, la historia o las costumbres, son muy frecuentes entre los ilustrados españoles.
Si ya en el último cuarto del siglo XVII el conde de Fernán Núñez había
utilizado la expresión “el genio de la
nación”, avanzada la siguiente centuria proliferaron conceptos semejantes
en los escritores de la
Ilustración.
A partir de entonces, términos como España o Francia asumen
una forma nacional y empieza a perfilarse una imagen política de esos países
que se superpone a la idea de unos territorios cuyo único vínculo era el ser
súbditos de un mismo rey.
Pieza clave de las democracias modernas, la libertad de
expresión fue la primera de las libertades proclamadas en 1810. Y gracias a
ella los inquietos diputados de Cádiz acabaron con la oscuridad de siglos de
bloqueo informativo, pudieron desarrollar el primer debate político sin censura
de la historia de España y afirmar los principios liberales que habrían de
inspirar la Constitución
de 1812. Conceptos como soberanía nacional o separación de poderes no auguraban
nada bueno a los defensores del viejo orden que, como el obispo de Orense,
acusaron a las Cortes de alterar de raíz la naturaleza de la monarquía
española.
Sin embargo, esta nación heroica y generosa en Madrid y
Bailén, anticipativa y elocuente en Cádiz, doblaba la cerviz ante Fernando VII,
que volvía a España cuando aún los muertos palpitaban en la tierra, entre la
esperanza ganada por la burguesía en la ciudad andaluza y la nostalgia de los
privilegiados, deseosos de recuperar el mundo inmóvil del Antiguo Régimen. En
los primeros días de mayo de 1814, el Borbón declaró ilegal la convocatoria de
las Cortes de Cádiz, borró de un plumazo las reformas imaginadas en el papel,
restauró la Inquisición
y devolvió sus antiguas prebendas al clero y la nobleza. El golpe de Estado del
rey felón, con su fúnebre cortejo de venganzas, comisiones militares, denuncias
y patíbulos, roturó los campos y ciudades de la Península , con la sangre
y la tristeza del primer gran exilio de españoles perseguidos a muerte por
otros españoles.
Había nacido el gran mito de Cádiz.
El naufragio de la
Pepa en 1814 no solo constituye un hecho de la historia de
España: se inscribe, en realidad, en la liquidación del tremendo conflicto que
Churchill consideraba una verdadera “Primera Guerra Mundial”, y que había
comenzado en 1789 con la
Revolución francesa. Desde 1792, los sucesos de Francia
proyectaban su onda expansiva sobre el mundo occidental, y también desde
entonces comenzó a verse que sobre el favor de las masas se iba erigiendo un
poder despótico, que con la
Convención tuvo el signo de la agitación revolucionaria y que
luego, con Napoleón, se asentó bajo la forma de un orden cesarista. El Congreso
de Viena fue el intento de clausurar aquel capítulo, aunque ya estaba abierta
la caja de Pandora de la modernidad política y social: lo que vendría después,
en el decurso del siglo XIX, serviría para demostrar que el fenómeno no tenía
vuelta atrás.
La segunda oportunidad para la Pepa llegó en 1820, cuando el
malestar generado por la crisis económica y la ineficacia de los gobiernos
absolutistas estallan en un nuevo levantamiento militar que encabeza el censo
de pronunciamientos triunfantes del siglo XIX. En nombre de las libertades gaditanas,
el general Rafael Riego se sublevó en el pueblo sevillano de Las Cabezas de San
Juan y el furor revolucionario se propagó por las ciudades españolas, asediando
a Fernando VII que, temeroso, se ve empujado a jurar la Constitución de 1812.
“Marchemos
francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”. El Borbón hablaba bajo la presión
de las camarillas liberales pero en cuanto pudo reclamó secretamente ayuda
extranjera para eliminar las trabas al restablecimiento de la monarquía
absoluta. En el Congreso de Verona la Santa Alianza decidió que una España liberal era un
peligro para el equilibrio europeo y se encargó a Francia restablecer a
Fernando VII en la plenitud de su soberanía. En abril de 1823, un ejército
conocido como los Cien Mil Hijos de San Luis cruzó la frontera por el Bidasoa y
de nuevo la Constitución
de Cádiz se convertía en un recuerdo y en una utopía revolucionaria.
El siglo XIX no dio a España ni grandes victorias ni
grandes poetas ni grandes capitalistas industriales ni prestigiosos y
refulgentes pensadores.
A cambio, dio a la sociedad española una extraordinaria
movilidad dramática y una singular riqueza episódica. Como ya sugiriera Alcalá
Galiano en 1871, antes de que el general Martínez Campos se sublevara en
Sagunto y Alfonso XII ciñera la corona desbaratada por su madre Isabel II,
aquella estaba siendo una incomparable centuria novelesca.
La historia de este periodo tiene la realidad de una
pesadilla. Larra a punto de derrumbarse, “Aquí
yace media España, murió de la otra
media”, o Castelar invadido por el desaliento, “Aquí, en España, todo el mundo prefiere su secta a su patria, todo el
mundo”, son un eco lejano de esa misma pesadilla de la que, más tarde,
Ortega quiso despertar.
Desde 1814 ser liberal y español se había convertido en
conspirar, pelear, sufrir destierros y cárceles y morir desengañado.
Los constitucionalistas de Cádiz se habían inventado un
pueblo siempre noble y siempre dispuesto a luchar y desangrarse por la
libertad. En 1831 de aquel pueblo imaginado solo quedaba el rumor de unas olas,
el silencio impaciente y amargo de unos cuantos soñadores frente a un pelotón
de fusilamiento. Torrijos en la playa, al alba, ante la mar bravía, como en el
soneto de Espronceda y Mariana Pineda, víctima de la historia más que
protagonista. Hasta su actuación en la trama liberal que habría de conducirla
al patíbulo la remite a su condición marginal de mujer en el siglo XIX: borda
una bandera constitucional, una actividad del cuarto de atrás del mundo de los
hombres que llegado el caso se echarán a la calle.
Como el libro de Marco Polo en maravillas, buena parte de
nuestro siglo XIX abunda en sombras goyescas. ¡Qué de hombres matándose en el
silencio de su sordera, qué fiebre palabrera, qué desilusiones! Los generales
conspiran, los sargentos se amotinan; los jerifaltes y soldados carlistas convierten
la carta geográfica de ciudades y montañas y ríos en el plan estratégico de una
batalla sin fin. Los curas se acuartelan y las gentes humildes persiguen a los
frailes, acusados por los discursos incendiarios de las Cortes de envenenar las
fuentes públicas e instigar a los cavernícolas. Larra se suicida, Donoso Cortés
se vuelve reaccionario, O’Donnell patrocina vanas aventuras militares en África
y Prim cae asesinado en un acto terrorista. Los ministerios del 68 se suceden
alocadamente y la Primera
República se desgarra con el estallido del movimiento
cantonalista y los conflictos sociales. Todo había comenzado en el sueño de
libertad de Cádiz…, pero el mito se convirtió muchas veces en la verdad del
mañana.
Fernando García de Cortázar es director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad
Revista Mercurio
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