Tropiezo y caída
Capitulo XIII
Capitulo XIII
“Un tropezón cualquiera da en la vida",
reza la alta filosofía del tango argentino. Y Ayala, aun cuando sabía buscarse
llanos caminos para avanzar en su vivir, dió un tropezón. Verdad que ¡ menudo fué el pedrusco colocado en la ruta
que seguía!
Era Ayala ministro de un Gobierno
provisional, que acudía ante Cortes Constituyentes para que éstas votasen el
régimen a seguir y la persona que ocupara el Poder ejecutivo a implantar. Y
Ayala se había revolucionado para que continuasen el sistema monárquico y aun
la dinastía borbónica, ciñendo la corona a las sienes de la esposa del Duque de Montpensier.
Pudo Ayala engañarse en los
primeros momentos de la Revolución y aun hacerse el engañado por algún tiempo
después. Pero ya llegaba el instante en que ningún montpensierista podía ser
tan tonto que siguiese en el engaño, ni tan pillo que seguir en el engaño
fingiera. Frente aquellas Cortes, que tantas cosas por aquel modesto
revolucionario no esperadas estaban realizando,
Ayala ignoraba qué partido tomar.
No bastaba, al cabo, permanecer
silencioso. Había sonado en el Parlamento la palabra "República", que
a un monárquico, a un dinástico, a un montpensierista tenía que llenar de
horror. Pero, además, para que por la abolición del trono se abogase se dijeron
antes tales injurias de los Borbones... Estábase en el artículo 33 de la
Constitución; aquel artículo que expresaba: "la
forma de Gobierno de la nación española es la Monarquía".
Acabaron de hablar republicanos
exaltados como Paul y Angulo, Serraclara y Gil Berges. Estaban hablando ya
republicanos sensatos como Castelar y Pi y Margall. Con esto el peligro de una
protesta revolucionaria, si se proclamaba la Monarquía, iba desvaneciéndose.
Pero aun cuando se proclamase una monarquía, ella tendría que ser muy liberal,
muy avanzada, absolutamente democrática. Y todo por aquellos republicanos a los
que el organizador del movimiento a favor del cuñado de Isabel II dió tan poca
importancia que incluso los dejó intervenir para que se distrajesen... Pues, no
y no. Ayala se opondría, pasase lo que pasase.
La discusión avanzaba hacia una tranquila,
cuando, de pronto, desde el extremo del banco azul, el ministro de Ultramar
dijo: "Pido la palabra." Y
sin cambiar sílaba, ni gesto, ni mirada siquiera con el Duque de la Torre, con
el general Prim y con los demás compañeros del Gobierno, Ayala se puso en pie y
comenzó a hablar.
¿Qué decía aquel hombre?... Al principio se le escuchó con estupor.
Estaba definiendo lo que la Revolución había sido; pero olvidaba los hechos
para recordar sólo las intenciones, y aun las intenciones únicamente suyas y de
sus amigos: las intenciones de los montpensieristas. Y así no era cierto, sino
falso, falsísimo lo que decía.
Según Ayala en aquel discurso, la
Revolución no la había hecho nadie más que él y los que con él la organizaron.
Si acaso trabajaron algo algunos caudillos republicanos y luego se incorporó
Prim con su gente. Y desde luego el pueblo, la masa, el país; es decir, los
españoles todos tu hicieron nada.
La consecuencia que Ayala
pretendía sacar de su tesis era que la Revolución la debieran cobrar quienes la
hicieron. Pero esto, partiendo de la falsa premisa que la hicieron los partidarios
de Montpensier, quienes apenas si la
iniciaron.
¿ No se adelantó Prim a Ayala y a los gnerales desterrados en
Canarias?... ¿No había, además, dominado el inteligentísimo militar al inocentón
marino?... ¿No convenció después el
caudillo demócrata al ex favorito despechado?... Y, finalmente, ya dado el
golpe como Prim quería y no como pretendió Ayala, todo lo que al pronunciamiento
de Cádiz siguió : el alzarse los avanzados en Cataluña y en el resto de España;
el extenderse la idea ampliamente liberal hasta en las Cortes mismas, y el
surgir poderoso un sentimiento republicano con el que había que pactar, cuando
menos. Conservar la dinastía borbónica, contraria siempre a los principios
democráticos, liberales y avanzados, era imposible. Tan imposible como pagar la
puesta a Montpensier, que había perdido en el juego.
Y Ayala pedía eso. Pidiéndolo, a
mayor abundamiento del absurdo, con argumentación ofensiva, injuriante. Ayala negaba
que el país existiese. ¡El elemento
popular no intervino en la Revolución! Decía Ayala textualmente:
"Yo vi, señores, resueltos a
sacrificarlo todo en aras de su patria a grandes de España, a grandes propietarios,
a grandes comerciantes, a grandes industriales, a escritores, a médicos, a
abogados... Pero ¿y las masas?, preguntaba yo”.
Y callaba que la respuesta la
tuvo viendo a las masas alzarse por toda España, en cuanto a la calle se
lanzaron, no todos esos grandes, que se habían quedado en sus casas como el
propio Montpensier, sino Prim y los marineros de la escuadra gaditana y los
soldados de las guarniciones, andaluzas.
Hacía más que callar esto. Pues,
en el curso de su peroración llegó a decir que si el pueblo se batió en las
barricadas de Barcelona y Madrid, no fué por amor a la libertad, sino por
afición al desorden. El pueblo, al sentir de Ayala, se abstuvo en los
preparativos de la Revolución, lanzándose frenético cuando la Revolución
estallaba. Y en eso veía el opinante la falta de todos los elementos en que
puede fundarse un Gobierno popular:
"Precisamente de esa indiferencia y de este delirio deduzco yo la
falta de templanza, la falta de justicia, la falta de moderación..."
No dedujo el orador más faltas,
porque los diputados republicanos, demócratas y simplemente liberales no le
dejaban seguir hablando con sus gritos furiosos. Y hasta los diputados
conservadores, incluso los diputados monárquicos, en absoluto, le gritaban que
se callase, viendo que de seguir ni la Monarquía podría votarse siquiera.
Terminó, por fin, el ministro de
Ultramar y hubo un silencio de muerte en el salón de sesiones. Nadie sabría qué
podría decirse que contrarrestase los efectos de lo oído. Y tuvo que ser
Topete, el que diera su fuerza para la Revolución por el Duque de Montpensier,
quien hablara.
Para desautorizar a Ayala, claro
es, en evitación de mayores males que el fracaso de la candidatura
montpensierista.
El ministro de Marina habló
diciendo que tenía que rectificar algunos errores de su amigo y compañero el
señor Ayala; que muchos republicanos de la ciudad de Cádiz se le habían
ofrecido para hacer la Revolución, y que, además, ésta estuvo aplazada algún
tiempo porque el propio Duque de la Torre deseó que se aguardase a Prim para que se uniesen al movimiento progresistas
y demócratas.
El presidente del Gobierno
también habló, y quiso hacer como que defendía a su colega en el Ministerio;
pero acabó por manifestar que si creyera que las palabras de éste habían
ofendido al pueblo español, defendería al país agraviado en nombre de la
mayoría, de las minorías y de los ministros.
El diputado republicano Figueras
habló después y afirmó que tras lo dicho por los señores Topete y Serrano, no
sería noble, ni generoso, ni humano añadir una sola palabra.
Todo el auditorio, diputados,
público y aun ujieres comprendió lo que significaba aquello. Y Ayala mismo lo
tuvo que comprender, por lo que salió del salón y del Congreso, despidió el
coche galoneado que le aguardaba a la puerta, y a pie y solo se marchó a su
casa. Al día siguiente, 21 de mayo de 1869, la Gaceta publicó un decreto
admitiendo la dimisión que presentaba D. Adelardo López de Ayala del cargo de
ministro de Ultramar, fundándose en motivos de salud.
Y sí que estaba Ayala malo.
Estaba destrozado, aplastado, suprimido. Pues lo que decía la Gaceta no era
nada junto a lo que decían los demás periódicos. Si según el diario oficial
había dejado de ser ministro, según otros diarios lo dejó de ser todo. Para muestra,
léase este trozo escogido de La Igualdad:
"¡Habló Ayala! El antiguo redactor de El Padre Cobos, el compañero y protegido de Nocedal, el maestro al cemballo de los músicos y aspirantes
a primas donas del Conservatorio, el regisseur de la troupe de histriones
políticos de pacotilla, ha hecho su debout
en la sesión de anoche con un trueno gordo, que aturulló al Ministerio,
desconcertó a la mayoría y descubrió al público lo que debe esperar de los que,
siendo reaccionarios de corazón y de temperamento, se fingieron por un momento
revolucionarios y liberales tan sólo para satisfacer sus resentimientos y sus
ambiciones personales.
"Se habían empeñado los muñidores de oficio,. los poetas
ramplones, los alabarderos políticos y los traficantes ultramarinos en hacer de
Ayala un hombre de Estado, un gran orador, un profundo político”.
"—Ese muchacho es una esperanza de la patria; no le cabe el
talento en la cabeza.
"Así decían sus amigos, y, con efecto, por no tener cabeza
suficiente su talento se ha disipado por completo”.
"Tal fué el efecto mágico de su elocuente palabra. A fin de llamar
la atención y conmover al auditorio dijo mil despropósitos, faltó a la verdad
y, por último, descubrió el juego unionista con tanta torpeza, que hizo asomar
el rubor, acaso por primera vez, a los rostros de sus correligionarios. Estos,
asustados, se apresuraron a desautorizarle."
Y como el periódico citado, que
era de oposición, los mismos ministeriales trataban a Ayala. El Imparcial,
órgano oficioso del Gobierno, decía: "Momentos horribles, momentos de
verdadera angustia pasamos ayer en la tribuna al presenciar el espectáculo que
habían provocado las imprudentes palabras del señor Ayala." También
La Época, que representaba la opinión conservadora, tuvo que decir: "El
señor Ayala, ministro de Ultramar, ha incurrido en las iras de los partidos
revolucionarios y hasta sus más íntimos amigos hubieron de abandonarle, como se
vió anoche en las palabras pronunciadas por el presidente del Gobierno y por el
ministro de Marina." Nadie osó defender, ni siquiera compadecer,
al que, más que caerse, lo que había hecho era ser tirado.
En vano Ayala había llenado de
nombres de escritores la nómina del ministerio de Ultramar para tener cantores
que, inspirados por la musa de la alimentación, loasen sus hazañas. Todas esas
plumas compradas permanecieron quietas, juzgando sin duda que ya hacían
bastante en favor de quien las subvencionara callando tan estrepitoso fracaso.
Era así Ayala un muerto, tan muerto, enterrado y aun putrefacto, que ni
las plañideras de oficio se decidían a llorar.
Luís de Oteyza
Vidas Españolas e
Hispano-Americanas del Siglo XIX
Madrid, 1932
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