Capítulo XVIII
Revolcándose en la indignidad
Revolcándose en la indignidad
Cánovas del Castillo, jefe del
partido restaurador, no deseaba traer al
Príncipe Alfonso más que por la vía
pacífica. La consigna que daba era esperar.
Aquella situación absurda, ni
monárquica ni republicana, había de cesar fatalmente. El país se inclinaría
hacia la Monarquía o hacia la República, y como inclinarse hacia la República
llevaba donde nadie se atrevería. a volver... Esperando, llegaría Alfonso a
serlo XII.
Ayala, creyéndolo así también,
viajaba por Badajoz. Acaso buscaba solamente en aquel clima templado alivio a
su dolencia crónica, y todo lo más se preparaba algún distrito para cuando,
hubiese elecciones de nuevo. Pero en que, de momento, pudiese ocurrir nada, ni
pensaba.
Y ocurrió todo. El día 28 de
diciembre de 1874 efectuábase en un olivar de los campos de Sagunto, bajo la
sombra del histórico algarrobo, la proclamación del Príncipe Alfonso como Rey
de España. El general Martínez Campos había producido un alzamiento militar con
la brigada Dabán. Y al grito de restauración dado por esta tropa respondieron
seguidamente los soldados del general Jovellar. Pronto secundó ese grito todo
el ejército español, que con la restauración tanto había de lucirse.
El Gobierno, que presidía Sagasta,
ni intentó siquiera oponerse, entablando una lucha, sin duda estéril, pero
indudablemente honrosa. Y se formó otro Gobierno, bajo la presidencia de
Cánovas, que con Castro, Cárdenas, Jovellar, Molins, Salaverría, Romero Robledo
y Orovio, llevó al Consejo de ministros a Ayala. El autor del manifiesto de
Cádiz, el alma de la revolución que hizo saltar del trono a Isabel II, al
primer Gabinete de. Alfonso XII pertenecía. Nada más, ¡ y nada menos!
Cuentan que cuando el nuevo
Soberano entró en Madrid, entre los que le aclamaban entusiásticamente se hacía
notar por sus estruendosos gritos un hombre del pueblo. Alfonso XII, medio
ensordecido y medio halagado, escuchaba a aquel vociferador, y quiso
felicitarle por su lealtad y por su garganta.
—Bien grita usted —le dijo.
Y el. interpelado así, contestó:
—Pues esto no es nada comparado con lo que grité cuando echamos a la
madre de Vuestra Majestad.
¡Se trataba, por lo visto, de. un avalista! Estaba el ciudadano en
su caso, al menos...
Ayala debió de gritar igualmente.
Lo que ocurre es que no se le oyó. Éncontrábase, según dicho queda, en los
extremeños campos. Allí le llegó el número de la Gaceta que publicaba su
nombramiento de ministro de Ultramar. Con que estaba en la Restauración, y
restaurado, además, se vio sorprendido. Y de que su sorpresa fué grata no cabe
dudar. Se le escaparon, sí tuvieron que escapársele gritos de júbilo.
De lo que pudiera haber de inconsecuencia
en su conducta, ¿qué pensó?... Probablemente
no pensó nada, pues tras de cometer tantas inconsecuencias en su vida, es de
creer que las cometía sin pensar. Sin embargo, tenemos ante los ojos. un
escrito que trata de reflejar los posibles pensamientos de Ayala en tal trance.
Y vamos a. reproducirlo, por si, como su autor había creído, sirve de descargo.
"Ayala trabajó por la revolución para derrumbar, no a una
dinastía, sino a una Reina que había levantado contra sí el encono de toda la
nación. Ayala no había combatido nunca a la Monarquía, sino a la persona que,
ocupando el trono, no acertó a servir los altos intereses de la patria. Ayala
no fué jamás enemigo de los Borbones, y prueba de ello dio con su simpatía y su
lucha en favor de la candidatura de la Infanta Luisa Fernanda para ocupar el
trono que dejase vacante Isabel II. De aquí los trabajos de Ayala en pro de
Montpensier, que sólo hubieron de cesar cuando la esperanza cesó de que el país
acogiera con beneplácito la elevación al solio de aquellos Príncipes”.
"Votó Ayala a don Amadeo y gobernó con aquel Rey, siempre
consecuente con el principio monárquico. Y cuando la propia voluntad del de
Saboya, forzada por la campaña de injusticias y desprecios, que atacaba su
doble condición de extranjero y demócrata, de intrigas y ambiciones en pugna,
que anulaban sus buenos deseos, renunció al trono español más con sentimiento de
impotencia que con gesto de despecho, Ayala, convencido de que la República
llevaba a España a la bancarrota, por faltas del temperamento español y de la
educación del pueblo, indignado ante hechos que repugnaban a su conciencia de
hombre leal y a su levantado patriotismo, pensó en la necesidad de cambiar
aquel estado de cosas, que faltamente arrastraban a una catástrofe”.
"Demasiado noble para exigir que las culpas de los padres caigan
sobre los hijos, demasiado perspicaz para no darse cuenta de los inconvenientes
que tiene un trono desocupado, Ayala volvió los ojos a la realidad y vio una
esperanza salvadora únicamente: un joven Príncipe, un hombre nuevo, que traería
el estímulo de hacer olvidar con virtudes propias ajenos pecados."
Si pensó así o de otra manera
Ayala, puede dudarse. De lo que no cabe dudar es de cómo habló. En el Diario de Sesiones está el discurso que
se decidió a pronunciar... ¡año y medio
más tarde! Y eso, acosado para que se justificase.
Se discutía sobre la situación
creada a la Prensa para evitar los ataques de algunos periódicos contra la
Restauración. Tratábase de hacer aprobar un voto de confianza al Gobierno por
el ejercicio de la dictadura a fin de imponerse a los elementos mal avenidos
con el nuevo, estado de cosas; de que la Cámara se rnanifestase conforme con la
suspensión de las garantías constitucionales. Y para evitar aquella
conformidad, tan parecida al conformismo, el marqués de Sardoal acometió al
Gobierno con crudeza.
En su acometida arremetió contra
Ayala, deseoso de causar el mayor daño posible a la situación. De los
antecedentes del ministro de Ultramar se deducía todo lo indigno del Ministerio
en que aquel hombre estaba. Y Sardoal sacó a relucir esos vergonzosos
antecedentes y hasta otros antecedentes que se pudieran considerar gloriosos.
Aludió a los triunfos escénicos de Ayala, citando los títulos de tres de sus
obras: El tejado ¡de vidrio, Un hambre de Estado y El tanto por ciento.
Para hacer entender, claro está, que el ministro era un hombre de Estado, que
de nada podía resguardar por tener el tejado de. vidrio, y que para cobrar el
tanto por ciento se incorporaba a todas las situaciones. Así, hasta de la labor
teatral del político sacaba frases críticas para sus farsas, ya
revolucionarias, ya gubernamentales.
El atacado se defendió
hábilmente. Defenderse de otro modo le hubiera sido imposible. Comprendiéndolo,
acudió a la habilidad. Y consistió ésta en hacer entender a quienes le oían la
conveniencia de no pasarse de listos. Comenzó su discurso como terminó Carrier,
el convencional, aquel desesperado alegato para escapar de la guillotina. Lo
mismo, sino que colocando al principio lo que el otro no encontró hasta el fin.
El convencional Carrier, más
conocido por el tigre de Nantes,
durante el terror de la Revolución francesa actuó como delegado del Comité de
Salud Pública, realizando verdaderos horrores. Y a la caída de Robespierre, los
termidorianos pidieron para él a la Convención la pena de muerte, porque no
había penalidad mayor que aplicarle. Se le acusaba de crueldad, y Carrier, tras
de haber intentado justificarse inútilmente, acabó gritando: "¿Juzgarme
y condenarme aquí por crueldad?... Aquí es culpable de crueldad hasta la
campanilla del presidente."
En las Cortes primeras de la
Restauración, era culpable de inconsecuencia la propia campanilla presidencial.
Acaso sólo se habían salvado de caer en ese delito Cánovas y algunos pocos
borbónicos siempre fieles. Pero ésos habían acogido a Ayala entre ellos...
Respecto a los republicanos, a los que por la República lucharon desde el
primer momento, con la República cayeron, y no tenían asiento en los escaños,
ni siquiera lugar en el país. Desterrados o escondidos, ni para interrumpir
desde las tribunas podían asomarse al Congreso. Y 1os demás, todos los demás,
si no tanto como Ayala, estaban también manchados de inconsecuencia.
Por eso Ayala, apenas alzado para
hablar, colocó el párrafo siguiente:
"Por grandes azares ha pasado nuestro país: grandes perturbaciones han
ocurrido. Desgraciadamente hemos visto en el campo de batalla alternativamente
a todos las partidos con las armas en la mano. En semejantes circunstancias es
más ardiente que nunca el amor a la patria, es más vivo el deseo de su bien,
como también es más difícil distinguir el camino que directamente conduce a
realizarlo. No es posible que ningún hombre que haya intervenido en tan varios
y accidentados acontecimientos políticos; no es posible que ningún hombre que
conserve la integridad de su sentido moral esté igualmente satisfecho de todos
los actos de su vida; no es posible que esté contento por igual de todos los
detalles y accidentes de su conducta. Si hay alguno que se jacte de tan íntima
y constante satisfacción, no le envidio. De seguro es un monstruo de soberbia o
de maldad”
La apostilla puesta aquí en el Diario de Sesiones dice: "Sensación."
Y dice seguramente la verdad. Sensación, y sensación grande, debió de producir
en todos los tránsfugas de las situaciones pasadas que se acogieron la presente
verse así acusados; más todavía ver que, si no fuesen como eran serían
monstruos nada menos. Escucharon, pues, desde entonces decidido a no encontrar
monstruoso a Ayala.
El orador pudo decir que había
escrito efectivamente el manifiesto de Cádiz. Añadiendo que no estaba "plenamente
satisfecho dé la revolución de Septiembre”. ¿Era esto suficiente en clase de rectificación? Por si o por no,
puso un latiguillo detrás. Del banco azul no saldrían en todo caso elogios a la
revolución: “En este sitio, con respecto a todas las revoluciones, no hay más que un
deber: el deber reprimirlas o de morir”
Lo que, en otras palabras, era decir que mientras ocupase el puesto de
ministro no se revolucionaría.
Le aplaudieron, no obstante. Y
siguieron ya aplaudiéndole, cuando continuó reseñando todo lo que tras escribir
el manifiesto de Cádiz hizo. Entrar en el Gobierno Provisional “para abogar por sus ideas de siempre”;
salir de él “viendo que llegaba algo con
lo que no podía estar conforme”, y entrar a
servir a Amadeo “por las circunstancias críticas en que la
patria se hallaba”. Después ¡le
aplaudieron más y más!
Ayala decía: Proclamada la República, no creo que, en concepto de todos los
monárquicos constitucionales, pudiere haber otra salvación para la patria que
el restablecimiento de la Monarquía legitima.” Por eso conspiró con los
alfonsinos y ministros de Alfonso XII.
Y no tuvo más que decir: Ni
aludir siquiera a que pugnó por la liberta de imprenta, defendiendo el Padre Cobos cuando someter a censura los
periódicos era de lo que se trataba. Ya dijo que la salvación de la patria estribaba
en haber traído al Borbón, por parte de madre, con todas sus consecuencias. Explicado
que hizo eso, y admira la explicación, ¡ni una palabra más!
Así se revolcó Ayala en la indignidad.
Los escombros de lo caído, con sangre y lágrimas, formaron una ciénaga. Y allá
se tendía y volviase, buscando cómodas posturas, el ex revolucionario. Pero como en aquel cieno
tantos chapoteaban…
Luís de Oteyza
Vidas
Españolas e Hispano-Americanas del Siglo XIX
Madrid,
1932
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