General Malcampo |
Capítulo XIX
Paz y aventura
Y ya fué feliz Ayala, con dicha que
había de durarle hasta la muerte. Un poeta ha dicho que:
Hay plumajes que cruzan el pantano
y no se manchan
y cualquier zoólogo puede
explicar que hay pieles para las que el lodo constituye balsámica untura. Ambas
condiciones se dan en la especie humana, que no es sino una de tantas especies
animales. Tuviese la primera o la segunda condición —nosotros creemos que ésta—
Ayala, entre el barro restaurador vivió siempre venturoso.
No había de combatírsele más. El
ataque de que le hizo objeto Sardoal fué único. Se consideraba al nuevo fiel de
Alfonso XII como una de las fatalidades de la Restauración. Y con él
transigieron amigos y enemigos.
Del Rey abajo. El propio hijo de
Isabel II encargó que la pluma infamadora de su madre fuese la destinada a
cantar los éxitos que obtenía. Y a petición del Monarca, Ayala redactó la
alocución que leyó Alfonso XII ante las tropas reunidas en Somorrostro a la
terminación de la guerra contra los carlistas. Es un curioso documento que
merece copiarse íntegro.
Decía así don Alfonso con
palabras de Ayala, o Ayala por boca de don Alfonso, que "tanto monta":
"Soldados: No puedo alejarme de vuestra presencia sin manifestaros
la profunda gratitud de mi alma. Merced a vuestro esfuerzo ha sucedido a la
proclamación de mi nombre, primero, el predominio de vuestras armas; después,
la terminación de la guerra civil.
"Vuestras virtudes militares han restablecido la paz y me han
alcanzado el título más glorioso a que puede aspirar un Monarca.
"Cuando ayer, en tierra extranjera, contemplaba, lleno de
angustia, la discordia y la ruina de España, sólo me consolaba el considerarme
en todo punto ajeno a tanta desventura. Hoy aquel triste consuelo lo habéis
convertido en inmenso júbilo, dándome ocasión de remediar desgracias
acontecidas en mi ausencia, y de enjugar lágrimas que, gracias al cielo, no han
corrido por causa mía. Debo a la Providencia el haber permanecido lejos del
mal, y a vosotros, la pura satisfacción de haber contribuido a su remedio.
"Gracias, soldados. Grabados quedan en el corazón de vuestro Rey
los rudos sacrificios de que habéis dado tan constante ejemplo en la presente
guerra. Dios hará que no sean estériles para el bien. Su recuerdo no se
apartará nunca de mi memoria; él me estimulará constantemente a cumplir como
bueno los altos deberes que la Providencia me ha confiado, y mantendrá viva mi
fe en el porvenir de la patria, que bien merece y puede alcanzar un poco
siquiera de bienestar y sosiego la que es madre de tan honrados hijos; y harto
demuestran los recientes sucesos que las enconadas pasiones, contrarias a la
salud de la patria, no han infeccionado el corazón del pueblo español, que,
afortunadamente, en los grandes conflictos aparece siempre, como hoy en
vosotros, valeroso y sencillo. lleno de abnegación y de bravura, sensible a los
estímulos del pundonor y de la gloria, y enriquecido, en fin, de todas las
cualidades que forman soldados dignos de este nombre y capaces de garantizar el
progreso y la prosperidad de las naciones.
"Mejor asunto merecían vuestras proezas que el funesto que os ha
dado la guerra civil. Horrible guerra en que el golpe que se da y el que se
recibe, todos, causan dolor: desgracia superior a todas, y que, para mayor
amargura de vuestros corazones, sólo España le ofrece ya en el mundo
frecuentado teatro.
"Espero en Dios que no ha de repetirse, y si común ha sido la
pena, los beneficios de la paz que habéis conseguido alcanzan en cambio a todos
los españoles, y a ninguno debe humillarle la derrota, que, al fin, hermano del
vencedor es el vencido.
"Soldados: Los ásperos trabajos que habéis soportado; las
continuas lágrimas que vuestras honradas madres han vertido; el triste
espectáculo de tantos compañeros que gimen en el lecho del dolor, o descansan
en el seno de la muerte, todos estos males, aunque espantosos y por todo
extremo lamentables, quedan reducidos al espacio de una generación; pero
fundada por vuestro heroísmo la unidad constitucional de España, hasta las más
remotas generaciones llegará el fruto y la bendición de vuestras victorias.
"Pocos ejércitos han tenido ocasión de prestar un servicio de tal
importancia. Tanta sangre, tantas fatigas, merecían este premio.
"Soldados: Con pena me separo de vosotros. Jamás olvidaré vuestros
hechos. No olvidéis vosotros, en cambio, que siempre me hallaréis dispuesto a
dejar el palacio de mis mayores para ocupar una tienda en vuestros campamentos,
a ponerme al frente de vosotros y a que en servicio de la patria corra, si es
preciso, mezclada con la vuestra, la sangre de vuestro Rey."
Al regocijado espíritu de los
lectores dejamos el comentar esta alocución, en que el ex desterrado Príncipe
se alegraba de haber permanecido ausente, con las frases del que le hizo
ausentarse siguiendo a su madre al destierro, y en que el principal autor de la
Revolución y ministro de Amadeo hacía declamar al nuevo Rey por los dolores que
la guerra desatada con el movimiento, liberal .y la proclamación del de Saboya
provocó.
Y volvamos al objeto del
capítulo. Ayala era dichoso en puesto preeminente y sin que nadie le
combatiera. Contra su misma gestión ministerial no se alzaban voces.
Varias veces, claro está, ya en
el Congreso, ya en el Senado, fué interpelado sobre los asuntos de Ultramar;
pero lo fué con toda, cortesía y t do respeto, empleándose para ello esos
torneos de fineza que constituyen las partes de las sesiones parlamentarias dedicadas
a "ruegos y preguntas".
Por lo demás, la tercera etapa de
la vida ministerial de Ayala fué tan equivocada como la primera y segunda. En
Ultramar seguían las cosas tan mal como siempre y aun el ministro las empeoraba
todo lo posible. Así, por ejemplo, autorizó al general Malcampo para que
encendiese una nueva guerra, marchando a combatir contra los moros de Joló.
En la isla de Joló no se nos
había perdido cosa ninguna. Siempre fué independiente, bajo el gobierno de
sultanes, con su población musulmana. Cierto que de Joló partían barcos
piratas; pero lo mismo ocurría de otras muchas islas de los diversos
archipiélagos próximos y de todo el vecino litoral chinesco. La misma razón
había, pues, para ir a conquistar Joló que para emprender la conquista de
Malasia y de China. Sobre que, naturalmente, no conquistamos Joló ni mucho
menos.
El pretexto para la expedición
fué que un sultán de Joló, muchos años antes, reconoció- la soberanía de
España, comprometiéndose a tener enhiesta la bandera española. Y. hacía cinco
años, su sucesor, porque se le hubiese estropeado el lienzo rojo y gualda o
porque se cansase de ver esos dos colores tan chillones, dejó de enarbolar
nuestro pabellón. Nadie se preocupó por eso ni nadie de eso se ocupó siquiera;
pero, al cabo de un lustro, el general Malcampo juzgó que debía vengar tal
injuria.
A Ayala le pareció muy bien.
Autorizó una expedición que costó sangre y dinero. Se obtuvo, según el ministro
dijo en el Congreso, "gran gloria
para el general Malcampo y para España". Y fueron construidos un
fuerte y una factoría en Joló, que nunca sirvieron para nada. Esto, de momento.
Luego se perdieron la factoría y el fuerte, siguiendo la piratería jolones como
siempre. Pero se pasó el rato.
También siguió pasándose el rato
en Cuba, con la insurrección ya hecha crónica, y en Puerto Rico, donde iba
fomentándose el descontento. Cánovas del Castillo, partidario de gastar en las
luchas coloniales "hasta el último
hombre y la última peseta", apoyaba a Ayala en su política
intransigente. Y como en el Gobierno, Cánovas, más .que presidir, imperaba, y como en las
primeras Cortes de la Restauración contra Cánovas no había quien alzase la voz,
Ayala tan a. gusto. Seguía su sistema funesto para la conservación de las
colonias, bien respaldado por el que todo lo podía y sin que nadie se atreviera
a oponerse en serio.
Además, Ayala no era hombre que
sintiese sus ideas con esa enorme fe a la que ninguna concesión satisface y
cualquier contrariedad exaspera. Contento de gobernar, gobernaba a su modo
mientras esto podía hacer, y cuando no podía gobernar así, pues gobernaba de
otro modo, tan tranquilamente. Por ejemplo, la República había abolido la
esclavitud. Según recordaréis, Ayala fué el portavoz de los que contra el
proyecto clamaron desesperados. Y llegó a decir que "eso sería para España
la mayor desgracia posible: una ruina y una vergüenza. Pero al volver a ser
ministro de Ultramar y encontrarse con que los esclavos habían sido declarados
libres y la libertad había quedarles, lo hizo sin pena. ¡Qué sin pena! Lo hizo
honrándose de hacerlo... Palabras suyas son éstas: "El Gobierno actual ha tenido la honra de realizar la ley de
abolición de la esclavitud."
Dos años casi completos fué
ministro así, plácida y venturosamente. Y al dejar de serlo no sufrió el dolor
del despido ni el golpe de la caída. Empeorado el estado de su salud, abandonó
voluntariamente la cartera, en la que no se le dio siquiera substituto. Un
compañero, el ministro de Gracia y Justicia, Martín de Herrera, quedó encargado
de la firma de Ultramar. Ayala permanecía, pues, siendo como miembro honorario
del Gabinete.
Y podía ocuparse de cuidar su
dolencia, y dedicarse a lucir y figurar, sin trabajos ni fatigas y con influjos
y glorias. Le fué dado entonces el placer de contribuir a la boda de Alfonso
XII, apoyando la elección que éste hizo de novia. Y obtuvo la satisfacción, al
cabo, de ver sentar en el trono de España a una hija de Montpensier. Ahí
debieron de colmarse las aspiraciones del nuevo alfonsino y antiguo
montpensierista.
La Revolución de Septiembre y el
golpe de Estado de Sagunto hacían más que darse la mano: se casaban. Y si de
esto no se alegraba. Ayala, después de los contrayentes no sabemos quién podía
alegrarse más. De aquella luna de miel, rayos luminosos y dulces gotas
correspondían de derecho a nuestro biografiado.
Luís de Oteyza
Vidas
Españolas e Hispano-Americanas del Siglo XIX
Madrid,
1932
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