Capítulo XXIII
La gloria nacional se impone
En las Aleluyas de Calderón de la Barca, publicadas con motivo de la
celebración del III Centenario de su nacimiento, el año de gracia de 1900,
tuvimos ocasión de leer las dos que siguen:
Y después de gran empeño
estrena La vida es sueño.
Y la Prensa al día
siguiente
le da un bombo sorprendente.
Tal efecto nos produjo la lectura
de estas aleas, verdaderamente magníficas, que se nos mearon grabadas en
nuestro cerebro infantil. ahora, al cabo de treinta y dos años corridos, recordamos
puestos a escribir sobre el escoyo de Consuelo.
El recuerdo es doblemente
oportuno. Ya he-s visto que a. Ayala se le consideró un día Calderón resucitado.
Y al siguiente de estrenarse su última obra la Prensa le bombeó bien,
bien. Esto no lo vamos a ver, porque más vale no mirarlo. Ha sido, es y será el
periodismo el amor de nuestros amores y sus extravíos nos acongojan. Apartemos
la vista, pues, de los que cometieron los periódicos alabando esa comedia
llamada dramática y bufa en realidad. Pero hay que aludir a esas alabanzas,
diciendo siquiera que existieron.
Porque existieron, Ayala fué,
mientras le duró el cargo, que ocuparía lo que le restaba de vida, un buen
presidente del Congreso. Y es qué tuvo lo que para presidir cualquier reunión,
incluso la de los diputados españoles, se necesita: autoridad. Ayala, apenas
elevado al sitial congresil, fué confirmado gloria nacional por su triunfo escénico.
¿Quién con una gloria nacional se
atreve?... Vamos a contarlo, sí. Vamos a contarlo, aunque sabemos que
se indignarán muchos. Pero es más fuerte que nosotros esto de referir las cosas
que nos vienen a la punta de la pluma. Ya nos ha causado tal debilidad
disgustos serios. Conque... ¡uno más! Adelante, pues, y sea lo
que Dios y los devotos de Pérez Galdós quieran.
Porque se trata de Pérez Galdós.
Hemos de decir lo que opinamos de Pérez Galdós como novelista. Le creemos el
más grande de España y uno de los mayores del mundo. Pero se puede ser eso y
que le gusten a uno las mujeres hasta los alrededores del crimen, y aun hasta
el crimen mismo. Don Benito no llegó a lo segundo; mas lo primero hubo de
rondarlo varias veces. Y lo que nos ocupa ocurrió una de éstas.
El excelso novelista y mujeriego
empecatado había seducido más o menos a una chulilla y la había abandonado del
todo. Ella le perseguía encarnizadamente, y, aun cuando él la esquivaba con
habilidad, al cabo se encontraron. Sucedió esto de frente y en sitio tan
estrecho como lo es la acera de la calle de la Montera. El choque era
inminente, teniendo que efectuarse con resultados catastróficos.
Porque, en efecto, la chulilla,
al hallarse de cara ante su presunto seductor y abandonador cierto, prorrumpió
en insultos. Insultos y amenazas tremendas, tras de lo que había de seguir la
puñalada, el vitriolo o los arañazos por lo menos. Así lo esperaba tanto don
Benito como el amigo que con él iba y a quien debemos la referencia.
Pero en el ánimo enfurecido de
aquella mujer pesó lo que la Prensa decía del ilustre autor de
los
Episodios. Y refrenando su justa cólera con el tributo de admiración de
los periódicos, le dejó pasar indemne, diciendo:
—Si no fueses una gloria
nacional...
Este ejemplo —no muy ejemplar, nos apresuramos
a confesarlo— prueba que atreverse con una gloria nacional es algo
superior al descaro humano. Y apoya nuestra tesis de que siendo una gloria nacional
aquel presidente del Congreso, sus presididos no tuvieron más remedio que
acatarle y, venerarle. La autoridad de Ayala en el sitial de la Cámara popular jamás
fue desconocida.
Cierto que contra Ayala se
presentó un voto de censura en el Congreso. Pero el tal voto iba a molestar a
Cánovas más que a ofender al presidente. Los diputados de la oposición se
propusieron crear dificultades al Gobierno dividiéndole la mayoría.
Era que el vicepresidente primero
del Congreso Sr. Silvela, había dimitido. Para cubrir la
vacante se presentaban varios candidatos y Cánovas no sabía por cuál decidirse.
Dos de ellos contaban con fuertes apoyos entre, los diputados ministeriales. Y
el jefe de todos se tomaba tiempo para decidir a quién debía elegirse. Sabido esto,
la minoría constitucional planteó debate pidiendo la inmediata provisión de la
vicepresidencia y censurando al presidente por no haberla puesto a votación en
los días transcurridos. Claro estaba, contra Cánovas se procedía.
Pero Ayala dio el pecho al
enemigo. No había puesto en la orden del día la elección de vicepresidente
porque ponerla o dejarla de poner entraba en sus atribuciones. Y como creía conveniente, dejar pasar un cierto espacio de
tiempo antes de cubrir la vacante, lo había hecho así y así había de seguir
haciéndolo. Tras de eso, que se votase la proposición, y si los votos iban a
favor de ella, se elegiría presidente además de vicepresidente. Con el asunto
no tenían nada que ver ni la mayoría, ni el Gobierno, ni el jefe de éste.
Planteado de tal modo el asunto,
los propios firmantes de la proposición, señores Núñez de Arce, Balaguer,
Barca, Sagasta, Marqués de Sardoal, Moyano y Marqués de la Vega de Armijo, la
retiraron inmediatamente. Y todavía hubo más, pues otra proposición se presentó
en el acto, por la que declaraba el Congreso que el presidente de la Cámara "le
merecía la más absoluta confianza". Esta nueva proposición pasó a
votarse, logrando doscientos ocho votos a favor contra sólo cuatro en
contrario.
Triunfó, pues, Ayala plenamente
en la única ocasión que, aun cuando con muy diverso objetivo, por razones de
estrategia política, algunos diputados osaron combatir su labor presidencial.
Por ello ha podido decirse, y se ha dicho, que "la figura de don Adelardo López de Ayala alcanzó el más alto
relieve con el acierto en su gestión como presidente del Congreso. Mereció como
tal la consideración, el respeto y la admiración de amigos y adversarios
políticos; sirvió a la institución recién restaurada y al Gobierno en la
suprema medida de la habilidad y de la fuerza, sin que en ningún instante
provocase protestas su conducta, ni recelos ni suspicacias su actitud frente a
ningún diputado. Hasta la suerte le acompañó en su empeño de mostrarse en todo
momento imparcial y tolerante a la par que enérgico, y la casualidad hizo que
fuera él algunas veces el encargado de resolver cuestiones que a otros pudieran
afectar". Era que se imponía con el prestigio de su éxito literario.
El repetidamente citado Conrado
Solsona dice sobre este punto: "La
tolerancia y la energía eran los dos polos de su conducta. Convenía. fuera del
sillón cuanto debía convenir con las oposiciones; acordaba fuera de la mesa
cuanto debía acordar con el Gobierno; pero en el alto sitial ya no había
oposición ni Gobierno; ya no había más que Ayala." Y Ayala, el
glorioso autor de Consuelo, demostrado queda que resultaba indiscutible.
No se le discutió nunca más. Tras
de las Cortes en que fué elegido presidente del Congreso, otras Cortes se
reunieron, y en ellas presidente del Congreso volvió a elegírsele, primero para
la mesa interina, y para la mesa definitiva después, sin que ya se pensase siquiera
en que ningún otro diputado ocupase el sitial, que se consideró pertenecía a
Ayala por juro. Pero antes de referir esto, corresponde ocuparse de algo que a
la primera etapa presidencial de nuestro biografiado pertenece.
Y como este algo es de mucho bulto,
un capítulo para ello solo vamos a dedicarle. Con que doblando la hoja pasemos
a ver lo que se ha considerado como "el más bello discurso que oyó
Congreso". Preparaos, lectores, a contemplar belleza tanta.
Luís de Oteyza
Vidas Españolas e Hispano-Americanas
del Siglo XIX
Madrid, 1932
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