Capítulo XXII
Revista y explicación de Consuelo
Llega el momento de dar a conocer
esa comedia dramática, que un día se creyó la producción cumbre del más
eminente de nuestros autores teatrales. Y es momento de perplejidad. ¿Cómo
hacer semejante cosa?... Los juicios de los críticos de entonces nos nos
parecen admisibles. El que nosotros formásemos ahora tampoco habría de serlo.
Interesados fueron los unos e interesado sería el otro. Explicadas están las
circunstancias en que escribieron aquéllos, y con decir que tan interesadas son
las en que escribimos nosotros... En su época había que alabar a Ayala, y en
ésta hay que machacarle. Y no porque ambas épocas sean distintas, sino porque
se parecen demasiado.
Pero estamos divagando. Y en
camino de que la divagación nos lleve demasiado lejos. Dejemos de divagar,
pues.
Es el caso concreto que no nos
creemos en condiciones de juzgar Consuelo,
ni admitimos qué se encontraran en condiciones de juzgarla los que a raíz de su
estreno hicieron tal. ¿Remitimos los
lectores a la obra?... Esto estaría bien si no fuese porque los lectores ni
podrán ni querrán ir a ella.
No podrán, porque ni Consuelo ni las otras obras de Ayala se
representan. ¡Hace tanto tiempo que se
estrenó y se aplaudió! Considerad que no es contemporánea de las de
Calderón, ni de las de Shakespeare, ni de las de Esquilo. ¡Es muy anterior! Es de nuestro final del siglo xix, el cual,
literariamente, está mucho más alejado de nosotros que la misma Grecia
quinientos años antes de Jesucristo. Asistir a una representación de Consuelo no cabe en lo posible.
Cabe, sí, leer la obra. Pero nos
tememos que nadie va a querer. Sí, sí; vosotros lo prometeríais. Y nosotros ¡no nos fiamos! Sabemos, por dolorosa
experiencia, lo duro que resulta eso. A la segunda escena del primer acto lo
dejabais.
Sin embargo, hay un modo de que
podáis enteraros de lo que Consuelo
es, aunque no la veáis representar ni os sea necesario leerla. Y este modo
consiste en dar un extracto, como el de los libretillos de las zarzuelas
vendidos durante los entreactos. Vamos a daros la "revista y explicación de
Consuelo, con todos los cuadros, chistes y cantables que tiene la obra".
Y reseña tal no va a estar hecha
por nosotros. ¡No se piense que deformamos el argumento a nuestro gusto! La
reseña que vamos a reproducir ha sido escrita por Armando Palacio Valdés. De su
obra Nuevo viaje al Parnaso copiamos a la
letra:
"Consuelo era uno de esos ángeles
que piensan mucho en su porvenir " y no se empalagan nunca de sí mismos
cuando se miran al espejo". Fernando la amaba con toda su alma,
cómo aman los hombres sensibles y honrados, sin empalagarse jamás de pensar en
ella. Fernando llega un día a casa de su amada después de la larga ausencia.
Consuelo se desmaya al verlo. ¡Qué
corazón tan puro! Examinad bien ese corazón, no obstante; dadle muchas
vueltas en la mano y percibiréis en cierto, paraje una ligera picadura. Por ahí
ha penetrado el gusano de la vanidad. Arrojad, arrojad pronto ese corazón.
Dentro de él ya no hay más que podredumbre.
"!Pobre Fernando! Acaba de recibir la primera pedrada que el
egoísmo arroja a la inocencia en este mundo. Consuelo, que había visto por
primera vez sentada al piano, muy sorprendida
y risueña
de que mano tan pequeña
moviese tan grande estruendo,
aquella niña que se había filtrado en su alma como un rayo de luz, no
era un rayo de luz de los cielos, sino de las hogueras del infierno. El oro que
Fernando despreciara por no manchar su conciencia lo había recogido Ricardo. Y
Ricardo había decidido pedir la mano de Consuelo, por conducto de Fulgencio, el
mismo día que llegó Fernando. Consuelo, a su vez, había decidido casarse con
Ricardo. ¡Qué tiene esto de particular!
¿Acaso es la primera niña que deja un
novio y toma otro? Así razona ella con profundidad que encanta y admira a
Fulgencio, hombre muy bien afinado en el sentido moral predominante en nuestra
sociedad”.
"Hay una escena violenta entre Consuelo, Antonia, su madre, y
Fernando. Antonia, que amaba ya a éste como a un hijo, se desmaya; pero
Consuelo se había comprometido a salir en carruaje con Fulgencio, la señora de
éste y Ricardo, y no tiene más remedio que marcharse apenas vuelve su madre a
la vida. ¡Ay! Fernando la ha perdido
para siempre y su madre también. Así termina el acto primero”.
"Ricardo era un hombre frío, imperioso y egoísta. Nada tiene de
extraño que Consuelo se enamorase de él perdidamente. Ricardo, pasada la luna
de miel, considera a su mujer como un mueble más elegante de su casa. Una vez
satisfecha su vanidad por esta parte, era imprescindible satisfacerla por
otras, y al efecto, dedica su amor y sus brazaletes a una renombrada cantante.
Consuelo sorprende una carta y paladea todo el amargor de los celos. Fulgencio,
el dulcísimo Fulgencio, tiene la buena ocurrencia de convidar a comer en su
casa (donde comían también Ricardo y
Consuelo) a Fernando, ¡Con jovial
indiferencia había escuchado Consuelo esta noticia! Al saber Fernando que
va a sentarse a la mesa en compañía de Ricardo y Consuelo trata de irse”.
"Ya es tarde. Consuelo penetra en la habitación y experimenta una
ligera sorpresa, de la cual bien pronto se repone. Mientras Consuelo habla con
Fulgencio para informarse del concierto en que canta su rival, Fernando,
apoyado en una silla, no despliega los labios. En este silencio, tan natural,
tan delicado, tan conmovedor, se revela bien claramente lo poeta que es el
señor Ayala. Un autor observador no hubiese dejado nunca de hacer prorrumpir al
desdichado amante en desesperadas exclamaciones, que desvirtuarían enteramente
el efecto de esta interesantísima escena”.
"Fernando no quiere quedarse
a comer, y Consuelo le despide diciéndole:
Pues, Fernando, que nos veas
antes de irte; no seas
ingrato...”
"Todos nos hemos oído llamar ingratos de esta suerte por alguna
hermosa dama; pero todos conocemos también la trascendencia de la suave y
distraída sonrisa que suele acompañar a este adjetivo. Por eso Fernando cae
desolado en una silla, cubriéndose el rostro con las manos. ¡Cómo la ama todavía!”
"Consuelo, ofuscada por los celos, se arroja a dárselos a su
marido con Fernando, suponiendo que éste, amante suyo en otro tiempo, era el
mejor para el caso. En presencia de Ricardo le escribe una carta invitándole a
que venga a visitarla, y entrega el billete a Ricardo para que lo remita a su
destino (esto es, para que lo lea).
Pero Ricardo no lee el billete, porque había leído ya todo lo que necesitaba en
el alma de Consuelo, y lo deja intacto sobre la mesa. Llega Fernando, y Fulgencio,
que había recogido el billete, se lo entrega”.
"!Por qué se había escrito
una carta tan infame! Parece increíble que dos renglones de una letra
menuda y desigual vuelvan el entendimiento y hasta el corazón del revés. Yo,
sin embargo, lo creo a pies juntillas. Fernando se sorprende, se acalora, se
llama infame, delira... y resuelve acudir a la cita. Da fin el acto segundo”.
"Es de noche. Lorenzo, el criado de Ricardo, después de haber
acompañado al Teatro Real a Consuelo, se entretiene en coloquio amoroso con
Rita, la doncella. Algunos tildan de larga esta escena. Yo la encuentro tan
extraordinariamente bella, que nunca me he fijado en sus dimensiones. El suave
donaire, el sosiego y la frescura de esta escena son medios artísticos para que
la oposición del drama cause efecto más seguro. El drama aparece con la entrada
violenta y repentina de Consuelo. Se dirige al armario de sus joyas y pide con
voz temblorosa la llave a Rita. En el teatro ha visto a su rival luciendo un
aderezo muy semejante a. uno suyo y viene a saber si es el mismo. El aderezo no
está en el armario. En el mismo instante aparece Fulgencio, que, de acuerdo con
Ricardo, era portador de otro aderezo igual y una mentira. El portador recibe
en pago de sus buenos oficios algunas injurias, y Consuelo queda a solas con su
amargura y sus celos abrasadores. ¡Cuán
lejos estaba su pensamiento en aquel instante de Fernando! Y, sin embargo,
en aquel instante Fernando entraba en la casa, subía la escalera, alzaba la
cortina del gabinete. ¿Qué venía a hacer
allí? Consuelo, la misma Consuelo, cuya mano había escrito una carta
llamándolo, se lo pregunta con sorpresa”.
"Fernando venía a apurar las heces de aquel cáliz que el destino
le presentó al enamorarse de Consuelo. Venía a saber que no sólo no había sido
amado jamás, sino que su amor había servido en esta ocasión de señuelo para
atraer al preciso e irresistible Ricardo. ¡Y
la mujer que se cebara con tanta saña en su pobre corazón estaba allí, la tenía
delante de los ojos, siempre ron su rostro dulce y angelical! Fernando se para
a meditar el estrago que aquel rostro dulce y angelical ha hecho en su alma y
se sienta con tranquilidad aterradora en una silla. ¿Qué intenta? ¿No repara
que Ricardo vendrá muy pronto? ¡Qué
importa! "Hoy habrá penas para todos", dice con sonrisa feroz el
desdichado amante. Y ni las amenazas ni las súplicas de Consuelo le conmueven.
Mas al fin, le disuaden de su propósito las lágrimas de Antonia, de aquella
pobre madre que había. protegido su amor en otro tiempo.
¡Triunfa el crimen!
¿Quién lo duda? ¡Si hasta le
prestan su ayud
a la virtud y la bondad!
exclama Fernando al partir. Llega Ricardo, y sin sospechar siquiera, o,
si lo sospecha, sin dársele nada de los atroces tormentos que sufre Consuelo,
se despide de ella para París. Se va a París con su querida. La infeliz esposa
se arroja a los pies del marido, y con ruegos y con lágrimas quiere retenerlo.
Todo es en vano. Las lágrimas pueden mucho con los hombres que tienen corazón,
pero nada con los que no lo tienen. Se va Ricardo, y aparece Fernando, que, por
haber hallado la puerta cerrada, tuvo necesidad de presenciar la escena
anterior desde la habitación contigua”.
"A él se dirige la infeliz Consuelo pidiéndole perdón. Pero
Fernando, el humillado y escarnecido Fernando, ¡cómo se ha de compadecer de sus tormentos! Se va Fernando como se
había ido Ricardo. En aquel amargo trance, ¿a
quién acudir? ¿Quién podía compartir
con la desventurada esposa el dolor de aquel fiero abandono' Tan sólo su
madre, su tierna madre, que ,tanto, la amaba. Mas al dirigirse a su habitación,
Rita sale de ella dando gritos y pidiendo socorro.... !Su madre se había ido también a otro' mundo mejor!
¡Dios mío!
(exclama Consuelo desplomándose),
¡Qué espantosa soledad!"
Así es Consuelo. No; no digáis
nada. Nosotros sí tenemos algo que añadir. Ese asunto desarrollado de tal
manera, según indicamos, se dialogó con verso. Acaso sea cosa de añadir un
juicio sobre los versos en que Ayala envolvió tan poética acción. Pero en la
reseña copiada se han reproducido algunos. No muchos. A ver. Nueve y pico. Sin
embargo, como para muestra basta un botón... Ya sabéis, pues, qué clase de versos. empleó en Consuelo su autor.
Los que tenía que emplear, desde
luego. Versos prosaicos, ya que prosa y de la más vil habían do contener. Pero
eran todos de recio metro y de rima rotunda. Con eso, al menos estrepitosamente. Semejante ruido entonces del
Rey abajo.
Y del Rey arriba. Parece ser que
a Palacio Valdés también le gustó. Bien que entonces don Armando era un joven
inocente.
Luís de Oteyza
Vidas Españolas e
Hispano-Americanas del Siglo XIX
Madrid, 1932
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