Capítulo XXIV
Ese bellísimo discurso...
Pero preguntaréis: ¿será
verdad tanta belleza?... Y en
conciencia hemos de responderos que ni con mucho.
Entonces se consideró tal, y tal
ha venido considerándose luego. Quienes lo escucharon cuando se pronunció y
quienes lo leyeron al siguiente día llegaron a equipararlo con las oraciones
fúnebres de Bossuet. Después, tradicionalmente, se conviene en que constituyó
una soberbia pieza parlamentaria. Ahora, que habría que confirmar las
tradiciones.
Ha de advertirse que trátase de
una improvisación, lo que le da ventaja sobre todos los bellos discursos, que
suelen estar preparados, y sobados y ajados por eso mismo. Además, Ayala, al
pronunciarlo, sentía emoción verdadera y fácil había de serle expresarla a los
que la sentían también. El asunto, lo mismo para quien lo trataba que para
aquello ante los que se trataba, era conmovedor hondamente.
¡Murió la Reina doña Mercedes! La
joven y bella esposa de Alfonso XII, cuyo casamiento tanto alegró al viejo
montpensierista y reciente alfonsino. Aquella novia soberana por la que España
entera sintió simpatía y cariño. Y Ayala habló de eso el mismo día de la
muerte; tres horas no más después.
Se abrió la sesión del Congreso
con la lectura del comunicado participando la infausta nueva. Y el presidente,
que llegaba a la Cámara desde el palacio mortuorio, habló así:
"Ya lo oís, señores diputados: nuestra bondadosa Reina, nuestra
cándida y malograda Reina Mercedes, ya no existe. Ayer celebrábamos sus bodas;
hoy lloramos su muerte.
"Tan general es el dolor como inesperado ha sido el infortunio; a
todos nos alcanza; todos lo manifiestan; parece que cada uno se encuentra
desposeído de algo que ya le era propio, de algo que ya amaba, de algo que ya
aumentaba el dulce tesoro de los afectos íntimos; y al verlo arrebatado por tan
súbita muerte, todos nos sentimos como maltratados por lo violento del despojo,
por lo brusco del desengaño.
"Joven, modesta, candorosa, coronada de virtudes antes que de la
real diadema, estímulo de halagüeñas esperanzas, dulce y consoladora
aparición..., ¡quién no siente lo poco
que ha durado!
"No sé, señores diputados, si la profunda emoción que embarga mi
espíritu en este momento me consentirá decir las pocas palabras con que pienso,
con que debo cumplir la obligación que este puesto me impone. No es porque yo
crea sentir más vivamente el funesto suceso que ninguno de los que me escuchan,
porque son tantas, son tan variadas, tan acerbas las circunstancias que
contribuyen a hacer por todo extremo lamentable la desgracia presente, que no
hay alma tan empedernida que le cierre sus puertas. Pero concurre una
tristísima circunstancia, que nunca olvidaré, a que yo lo sienta con más
intensidad en este momento.
"Testigo presencial de los últimos instantes de nuestra Reina sin
ventura, aun tengo delante de mis ojos el lúgubre cuadro de su agonía; aun está
fresca en mi mente la imagen de la pena, de la horrible y silenciosa pena, que
con varios semblantes y diversas formas rodeaba el lecho mortuorio: he visto el
dolor en todas sus esferas.
"Allí nuestro amado Rey, hoy más digno de ser amado que nunca,
apelaba a sus deberes, a sus obligaciones de Príncipe, a todo el valor de su
magnánimo pecho para permanecer al lado de la que fué elegida de su corazón, y
para reprimir, aunque a duras penas, el alma conturbada y viuda, que pugnaba
por salir a sus ojos.
"Allí los aterrados padres de la ilustre moribunda, viva estatua
del dolor, inclinaban su frente ante el Eterno, que a tan dura prueba les
sometía, y con cristiana resignación le ofrecían en holocausto la más honda
amargura que puede experimentarse en la vida.
"Incansables en su amor, la Princesa de Asturias y sus tiernas
hermanas seguían con atónita mirada todos los movimientos de la doliente Reina,
como ansiosas de acompañarla en la última partida.
"Allí, la presencia del Gobierno de Su Majestad representaba el
duelo del Estado; los presidentes de los Cuerpos colegisladores, el luto del
país; y todos de rodillas, sobre todos se levantaban los cantos de la Iglesia,
que, dirigiéndose al cielo, señalaban el único medio de consolar tantas y tan
inmensas desgracias.
"Y en tanto, señores, todas las clases sociales llevaban el
testimonio de su tristeza a la regia morada. En tanto, de ella aparecía el pueblo español, magnánimo,
como siempre; de sus Reyes: con todos
sus caracteres distintivos, partícipe de todas las penas generosas y compañero
de todos los infortunios inmerecidos.
"¿Quién puede permanecer
insensible en medio de este espectáculo? Intérprete de vuestro dolor, me atrevo a proponer que fue nuestra
Reina, a la que ocupó el trono el tiempo sucintamente necesario para reinar sin
límite en los corazones, en tanto que las exequias se verifiquen, esta tribuna
permanezca muda en señal de duelo, convidando con su silencio al recogimiento y
a la oración.
"Propongo, además, señores diputados, que una Comisión del seno de
la Cámara, cuando las circunstancias tristes que nos rodean lo consientan,
llegue a S. M. el Rey para significarle que todos participamos de su pena, que
este es el único consuelo que cabe en tan grandes aflicciones.
"¿Quién será insensible a la
presente? Sólo el infeliz que se
encuentre incomunicado con la Humanidad."
Esto fué todo lo que Ayala dijo.
Y, desde luego, no alcanza la elevación que El águila de Meaux. ¡Como
que no tiene ni la gracia de los gorriones de Madrid! También la musa
callejera tocó el asunto, venciendo al poeta laureado y finchado. Pero que
venciéndole en toda la línea.
Comparemos lo que Ayala declamó
en el Congreso con lo que cantaban los ciegos en las esquinas:
¿Dónde vas, Alfonso XII?
¿Dónde vas, triste de ti?
Voy en busca de Mercedes
que ayer tarde no la vi.
Si Mercedes ya se ha muerto;
muerta está que yo la vi:
cuatro Duques la llevaban
por las calles de Madrid.
Su carita era de virgen,
sus manitas de marfil,
y el velo que la cubría
era rico carmesí.
Los zapatos que llevaba
eran de rico charol;
se los regaló su madre
el día que se casó.
El manto que la envolvía
era rico terciopelo,
y en letras de oro decía:
Ha muerto cara de cielo.
Los faroles de Palacio
ya no quieren alumbrar
porque Mercedes ha muerto
y luto quieren guardar.
Junto a las gradas del trono
una sombra negra vi;
cuanto más me retiraba
más se aproximaba a mí.
No te retires, Alfonso;
no te retires de mí,
que soy tu esposa querida
y no me aparto de ti.
En toda la peroración del señor de
la Cámara baja no hay una imagen tan deliciosa como esa del popular cantor los
faroles de Palacio negándose para guardar luto por el prematuro fallecimiento.
Y menos hay una sentencia tan como aquella de ”¡ También mueren los reyes!” que el gran predicador francés lanzó
ante los cortesanos de Luis XIV y ante el propio Rey Sol.
Sin embargo, de lo que ponderativamente
dijo cuando Ayala pronunció su lamentación funeraria puede admitirse todavía
buena parte.
Sí; la frase por nosotros copiada
y recopilada que constituye "el más
bello discurso que oyó el Congreso". Porque el célebre discurso de
Ayala no es ninguna maravilla; pero el
Congreso ha oído, oye y oirá tanta pedantería y estupidez...
Luís de Oteyza
Vidas Españolas e Hispano-Americanas
del Siglo XIX
Madrid, 1932
No hay comentarios:
Publicar un comentario