Recorrido literario
por los vinos de Cervantes y su época (primera parte)
En la obra
cervantina son muy numerosas las referencias al vino, pues en el Siglo de Oro
resultaba insustituible como alimento del cuerpo y estimulante del ánimo, que
en ocasiones tan decaído traían los soldados y los poetas.
Quevedo, Vicente
Espinel, Lope de Vega, Tirso de Molina, Mateo Alemán, y una larga lista, se
desvivieron en elogios hacia el néctar de la uva. Pero probablemente
en ningún otro autor como en Don Miguel de Cervantes se manifiesta la
cotidianeidad, digamos, la familiaridad con el líquido elemento que hace
felices a los hombres. En el texto que sigue, sacado de mi libro "A la mesa con
Don Quijote y Sancho", se pasa lista de todos los vinos
que Cervantes citó en su obra inmortal, y se vislumbran las preferencias
enológicas del autor.
Fue Cervantes lo
que en sus tiempos se llamaba un “mojón”,
y hoy diríamos un degustador fino, un catador o una buena “nariz”. Distinguía por el olor y el
paladar, al igual que Celestina, las diferencias de gusto que dan a sus vinos
las diversas tierras y viñedos de España, y hasta presumía de ello. Amaba el
vino y, como a Sancho, le resultaba duro verse obligado a pasarse sin él:
"Mas
sucedióles otra desgracia, que Sancho tuvo por la peor de todas, y fue que no
tenían vino que beber." (Parte I, Cap.
XIX)
En otra
parte:
"Y el acabar
de decir esto y el comenzar a beber todo fue uno; mas como al primer
trago vio que era agua, no quiso pasar adelante y rogó a Maritornes que se lo
trujese de vino”. (Parte I, Cap. XVII)
En forma más
explícita, sin cabe, en el Capítulo XXXIII de la Segunda Parte:
"-En verdad
señora –respondió Sancho-, que en mi vida he bebido de malicia: con sed bien
podría ser, porque no tengo nada de hipócrita; bebo cuando tengo gana, y cuando
no la tengo, y cuando me lo dan, por no parecer o melindroso o mal criado, que
a un brindis de un amigo ¿qué corazón ha de haber tan de mármol, que no haga
razón? Pero aunque las calzo, no las ensucio: cuanto más que los escuderos de
los caballeros andantes casi de ordinario beben agua, porque siempre andan por
las florestas, selvas y prados, montañas y riscos, sin hallar una misericordia
de vino, si dan por ella un ojo."
(Parte II, Cap.
XXXIII)
Y aún podemos incluir
esta sabrosa referencia de un inspirado y pacifista Sancho:
"Yo no quiero
repartir los despojos de enemigos, sino pedir y suplicar a algún amigo, si es
que lo tengo, que me dé un trago de vino, que me seco." (Parte II, Cap LIII)
Pero Cervantes sabía
beber, y, desde luego, nunca llegó a contarse “en el número de los que llaman
desgraciados, que con alguna cosa que beban demasiado luego se les pone el
rostro como si le hubiese jabelgado con bermellón y almagre”, por
utilizar una expresión de su propia cosecha, que entresacamos de La
ilustre fregona. Es más, no se le ocultaban al insigne novelista las desgracias
que suelen acompañar a los excesos etílicos; y así las representa por boca de
don Quijote, sirviéndose de esta máxima de universal e inmortal memoria, con la
que el hidalgo encarece a Sancho la norma de la sobriedad:
"Sé templado
en el beber, considerando que el vino demasiado ni guarda secreto ni cumple
palabra." (Parte II, Cap. XLIII)
Y en otra parte, es
el doctor Pedro Recio de Tirteafuera quien amonesta con severidad al escudero:
“…y el que mucho
bebe mata y consume el húmedo radical, donde consiste la vida”. (Parte II, Cap. XLIII)
El discreto
estudiante manchego que, según relata el propio autor en el prólogo
del Persiles, le acompañó durante buena parte del último viaje en burro
que el ya consagrado escritor hizo de Esquivias a Madrid, pocos días antes de
morir, diagnosticó a Cervantes hidropesía, y con la mejor intención del mundo
le recomendó:
"Vuesa merced,
señor Cervantes, ponga tasa al beber, no olvidándose de comer, que con esto
sanará sin otra medicina alguna." (Persiles,
Prólogo)
Puede que, al hacer
pública esta advertencia, don Miguel estuviese confesando una afición al
vino, tal vez un poco desmedida para lo que se entiende juicioso en un
hombre ajado por la vida, que se acercaba ya a los setenta; pero la cosa no
tiene mayor importancia. Evidentemente Cervantes se había merecido poder
disfrutar de su pasión por los buenos vinos, que sin duda saboreaba con deleite
en su propia casa, en la tasa y medida que él mismo se fijase. Y puede que en
ocasiones esa tasa superara lo que es óptimo para la salud; en mayor medida
durante su juventud y en la asendereada etapa en que trabajó como publicano o
comisionado de la requisa del trigo y del aceite en Andalucía, épocas en las
que con más frecuencia visitó las tabernas y los bodegones.
No vemos delito en
ello. También tuvo el alcalaíno cierta debilidad por las mujeres, y un
poco de vicio por el juego, según se infiere de varios fragmentos de su obra, y
de algunos datos biográficos, pero no más que otros cuantos de sus ilustres
contemporáneos.
En todo caso
¿cuáles fueron las preferencias enológicas de Cervantes?
Don Miguel sintió
un especial y lógico afecto, expresamente manifestado, por el vino de
Esquivias, porque siendo esta localidad toledana la patria chica de su esposa,
doña Catalina Salazar, fueron sus vinos los que con mayor facilidad podía el
escritor procurarse para su propio consumo, máxime cuando la familia de
Catalina era propietaria de viñedos. En el prólogo del Persiles el
Manco ensalza los “ilustrísimos” vinos de Esquivias, y también hace lisonjera
mención de ellos en El coloquio de los perros, donde los compara con otros
tres de los grandes vinos de España: los de Ribadavia, Ciudad Real y San
Martín de Valdeiglesias; y en El Licenciado Vidriera, al incluirlos
en el amplio catálogo de los buenos vinos españoles e italianos del momento.
Pero, sin duda, los
dos vinos que prefirió Cervantes, por encima del néctar de los pagos de
Esquivias, fueron los de Ciudad Real (blancos y tintos) y los blancos de San
Martín de Valdeiglesias. Conviene precisar que, mientras el “vino del Santo”
(“el mejor vino blanco de España”, en la autorizada opinión de Luis Zapata, y “medicina
cordial contra la melancolía”, según el juicio científico del doctor Sorapán de
Rieros) provenía exclusivamente del pueblo madrileño que le da el nombre,
y se vendía como vino caro o precioso en las mejores tabernas de
Madrid, Segovia, Valladolid y otras ciudades de Castilla; por vino de Ciudad
Real se entendía a finales del XVI no solo aquellos producidos en el término
municipal de “la imperial, más que real ciudad, recámara del dios de la
risa”, circunloquio que Cervantes utiliza en El Licenciado Vidrierapara
referirse a la capital manchega, sino que con el nombre genérico de “vino de
Ciudad Real” se daban a conocer también los de otros muchos lugares de La
Mancha, que no gastaban nombre propio de producción de excelencia (denominación de origen, diríamos hoy),
pero cuya calidad estaba igualmente contrastada.
De hecho, asegura
Miguel Herrero-García en su excelente tratado sobre las bebidas en el siglo
XVII, de entre todos los cosecheros y bodegueros manchegos de la época, tan
solo los de La Membrilla (Ciudad Real) salvaban el nombre de procedencia en la
marca de sus vinos. Ni siquiera los vinos de Valdepeñas se vendían entonces con
su propia denominación de origen.
Encontramos
encendidas alabanzas al vino de San Martín en la obra literaria de Jorge
Manrique, Fernando de Rojas, Juan de Espinosa, Lope de Vega, Mateo Alemán,
Antonio de Guevara, Tirso de Molina, Vicente Espinel, y Quevedo, por citar tan
solo los nombres más gloriosos y conocidos de las letras del Siglo de Oro
español, pues ningún vino obtuvo nunca en España mayor reconocimiento
literario. Cervantes, por su parte, mostró su aprobación al licor del Santo
en El Vizcaíno fingido.
Pero si el vino de
San Martín, por razón de ser de entre los de calidad el que con mayor facilidad
podía adquirirse en Madrid, fuera seguramente, junto con el de Esquivias, el
que más frecuentemente bebía Cervantes de soltero durante sus estancias en la
corte madrileña, la predilección absoluta del escritor se decantó abierta y
definitivamente por los vinos manchegos o de “Ciudad Real”.
Autor: Pedro
Plasencia
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