Una valiosa joya en bruto
(3)
Desde el primer instante
en que la perra cayera en mis manos, una idea, como de piñón fijo, comenzó a
perseguirme: la de enseñar a cazar a tan preciada y encastada cachorra, según
mi saber y entender, y, por supuesto, que echando en ello el resto. Sus seis
meses de edad, por otra parte, eran el preciso y oportuno momento de partida en
tan delicada y ardua tarea, y aún más sabiendo aquello "de que lo que de potro
se aprende, de caballo no se olvida". Y es que la veía como una
valiosísima joya, pero en bruto, por lo que no me llegó a pasar por la cabeza
ni la sombra de la duda de que merecía todo mi sacrificio y saber en este su
adiestramiento, así como aplicar en él, absolutamente y sin escatimar, toda mi "pedagogía"
de visceral cazador, puesto que yo, en esto de "las pedagogías," - cinegéticas o no - algo debía de
saber, siendo como era un Pedagogo no sólo profesional, sino, ante todo y sobre
todo, vocacional, y es, precisamente, por esto por lo que me jacto aquí de
Pedagogo, que no, claro está, por estar profesionalmente dedicado a la Enseñanza,
Educación y Formación de los niños. Quiero decir que Pedagogo debí ser concebido
ya en el vientre de mi santa madre, puesto que tanto me subyugó siempre enseñar
a mis alumnos la buena educación y las buenas maneras, así como el buen y bien hacer
en todos los casos, fueren de lo que fueren.
A modo y manera del niño
que, encaprichado de un anhelado juguete que, Los Reyes Magos terminan de
dejarle en los zapatos, se encuentra al acecho de la menor oportunidad para
disfrutar de él, así era, más o menos, como estaba yo con mi Diana. Así que,
sólo a los dos o tres días de estar a mi lado y en familia y, habiéndome ya
captado su cariño, decidí, por puro capricho y sólo por el anhelo de verla, meterla
en el monte, si bien allí mismo, en las mismas esquinas del pueblo, por
supuesto, que no con la idea de cazar, por lo que iba, no ya sin mis ropas de
cazador, sino que tan ni siquiera con la escopeta.
Desde el primer momento
que pisó el campo, siéndole un medio totalmente desconocido, le afloraron sus
naturales instintos cinegéticos, demostrando, inequívocamente, que había venido
a este mundo, sólo y únicamente, por la caza y para la caza. El solo hecho de
verla rastrear zigzagueante de acá para allá, convertida en un incontenible y
arrollador torbellino, ya era una verdadera bendición para el corazón de cualquier
cazador, sólo y sin más, por la energía y viveza, si es que no por la maestría,
con que lo hacía.
Cierto, por otra parte y a
su vez, que también llegué a atosigarme, pensando en el problema que me podría
suponer el poder llegar a dominar a aquella electrizante, incansable, descontrolada
y como enloquecida máquina viviente que, con la nariz pegada al suelo y como
materialmente arrastrada por sus increíbles e instintivos vientos, zigzagueaba
entre el tupido matorral, capaz de llevarse por delante al mismo Satanás que se
le hubiera puesto por delante.
Sabía que si "la
muestra", como tal, era en ella algo innato, “la maestría” que debía poner
en ella en relación al cazador que la seguía, ya era harina de otro costal. Y,
efectivamente, a partir de ese día, con augurios tan prometedores, estudié con minuciosidad
los pasos a seguir al respecto, para echar en ellos todo el tiempo que fuere
menester, sin el menor titubeo.
¡Cuánto me costaría que se
aviniera a razones bajo este concreto aspecto! Voces y más voces, órdenes y más
órdenes que, aunque fingidas, las solía dar en tono de inquisitorial severidad,
y es que aquella su innata pasión por la caza la tentaba con tal fuerza, que
parecía imposible poder contenerla, para meterla en vereda, procurando que rastreara,
lógicamente, es a la debida distancia y nunca fuera de tiro.
Cierto que era una
explosiva máquina viviente, rebosante de pasión, de vitalidad y de energía, que
no por ello, dejaba de ser el animal tan sumamente sensible y sumiso que era,
por lo que, cada vez que acataba alguna de mis mandatos, se lo solía premiar
con las más mimosas caricias y los más dulces requiebros, procurando
inspirarle, no sólo confianza, sino verdadero cariño. ¿Quién dijo aquella
blasfemia de que la letra con sangre entra...? Por lo menos nadie que tuviera
un mínimo de dignidad, de vergüenza, de sentimiento y de humanidad.
No tardaría en conseguir
su obediencia y su cariño. - y casi a la perfección - pues tan noble, tan
inteligente y tan agradecido animal, aún siendo de un carácter tan enérgico y explosivo,
no sólo terminó asimilando mis enseñanzas y obedeciendo mis órdenes con la más
presta de las sumisiones, sino que, incluso, cuando sospechaba que se había
excedido en los límites, me solía mirar como queriéndome decir que perdonara.
Si, por contra, le llegaba a sus oídos algunas de mis “regañinas”, aunque siempre envueltas en dulce severidad, entonces
el noble animal se frenaba en seco, si es que no volvía hacia mí y, empalagosa
y sumisa, se me ponía a los pies, y en tanto yo la acariciaba y la piropeaba,
procurando siempre extremar mi dulzura, ella tumbada patas arriba, me lamía las
manos, profundamente agradecida y gimoteando su incontenible gozo.
Otro de mis primordiales
objetivos en esto de su adiestramiento fue el que aprendiera a "cobrar", para que, lejos de
mostrarse "de boca dura" y
como una cazadora, más o menos, independiente y árida, acudiera presta, alegre
y generosa a entregar la pieza abatida al amo casi sin morderla.
Para lo cual y como
preámbulo de la hora de la verdad, me ideé dos burdas pelotas de trapos viejos,
recubriendo una de ellas con la piel de un conejo, y la otra con plumas de
perdiz, debidamente cosidas y con cierta consistencia, y, cada tarde, cuando
salía de La Escuela, allá me iba con la cachorra a un abandonado y amplio
solar, que frente a mi casa había, y en él le hacía "sudar la gota
gorda", lanzándole, indistintamente, una u otra pelota, para que, a guisa
de juego infantil, corriera a por ellas, para traérmelas sin titubeos ni la
menor demora.
No podía saber si, para
ella, esto era el juego que yo presumía, pero lo cierto era que, desde la
primera vez, que le lanzara una de estas pelotas, escapó en busca de tal "engañifa"
con la solicitud y anhelo de cualquier niño, que corre tras de un balón, para
que, una vez que la tenía atrapada en la boca, acudir a mí, explosiva de
felicidad, a entregármela. Y de nuevo, rápidamente en posición, dispuesta a
acudir a un nuevo lanzamiento. Ante tan prometedora actitud y a los pocos días
en que comenzáramos con aquel juego, decidí coger la escopeta y un puñado de
cartuchos, y acudir con "la
aprendiz" a alguno de los eriazos de las cercanías del pueblo, con la
idea de hacerle aquel mi engaño lo más real posible, lanzando, asimismo, una u
otra pelota al aire o por el suelo, como corriendo como un conejo que escapa "a carajo sacao", para
dispararle "al tuntúm" y,
lógicamente, “a no dar”, para que así, de "un tiro " - nunca mejor
dicho - matar dos pájaros: el de irla acostumbrando a los disparos y a que "cobrara" una pieza que, con
ciertos visos de realidad,
había sido abatida por mi
escopeta. Y si allí en el solar, no podía saber si lo nuestro se lo tomaba como
un simple juego o no, aquí sí que tenía la total certeza que la cosa se la
tomaba muy en serio, porque había que ver la pasión, que no sólo la alegría y
el anhelo, con que acudía a cobrar la supuesta pieza abatida, y la desbordada
satisfacción, con que, con ella en la boca, venía a entregármela.
Puestos pues los
cimientos, había que afrontar de lleno la realidad, y ya, sin engaños ni
estafas.
"La muestra", por otra parte, la tenía más que garantizada, no
sólo por lo ya referido a su natural instinto, sino porque, si es que podía
caber alguna duda, había tenido la ocasión de haberla sorprendido,
personalmente, aunque de forma casual, en una de estas "muestras",
tan características de los braccos, a las pocas horas, precisamente, de llegar
a casa desde el corralón del Molino de José María. Por cierto que con la
belleza de una escultura pletórica de plasticidad.
Fue ante una gallina
clueca que mi amorosa esposa cuidaba con mimo, allá echada sobre una docena de
huevos en un aposento que, a modo de trastero, teníamos en el corral, y en el
que, en un descuido, la cachorra se nos coló "de matute".
En efecto, en una primera
cacería, ya de las de verdad, sus muestras comenzaron a aflorar, con asombroso
encanto y no menos bella plasticidad, en cada una de las ocasiones que, al respecto,
se le ofrecían. A veces, las hacía a bastante distancia de la pieza venteada, y
en ellas, además de la escultural belleza que reflejaba, me esperaba, para que
una vez que estuviera a la requerida distancia, avanzar a mi par o según le ordenaba,
como a cámara lenta y con la maestría, la prudencia y el tacto de la que va
pisando sobre un camino sembrado de impredecibles peligros.
En lo referente al
"cobro", no quería ni pensar que pudiera marrar alguna de las
primeras piezas que "la novicia"
me echara a la escopeta. Lógicamente, estos mis temores, tal vez no pasaban de
ser una manía mía, si es que no una tontería, pero, al menos, para mí, aquellos
temores míos tenían sus fundamentos, pues suponía que, a modo y semejanza de un
Reclamo de perdiz, y, en especial, tratándose de un educando, cuando ve que, al
disparo, se le vuela de "la
plaza" "la campesina" que él está tan celosamente
recibiendo, coge una decepción de tan tamaña envergadura, que, difícilmente, volverá
a abrir el pico allá “entronizado” en su "pulpitillo",
asimismo, me temía que mi "alumna",
viendo "al maleta" de su
dueño marrar la pieza que ella ha tenido como hipnotizada y a sólo un palmo de
las narices, y no poderla cobrar, me pudiera coger una depresión semejante, y
así mandar al garete todos mis sueños y, que ni decir tiene, que los suyos también.
No hubo lugar, gracias sean dadas al Altísimo, para la que, seguramente, debía
ser una maniática sospecha mía, pues el primer conejo que me echara, después de
hacerle una muestra de la belleza y plasticidad, marca de la casa, el pobre "caramono" dio más tretas que
un trapecista, ofreciéndole la oportunidad, por lo tanto, a que lo pudiera
cobrar, como hizo, exultante de felicidad y con la maestría de toda una
campeona de superlujo, y que yo - pues no hubiera faltado más - se lo agradecí
con todas las caricias y piropos habidos y por haber, amén, incluso, de darle
dos besazos incontenibles y restallones, que, por restallones precisamente,
debieron sonar como dos truenos en la silenciosa como solemne soledad de aquellos
indómitos y encumbrados parajes de Las
Sierras de Guadalcanal.
Ese año, al cerrarse la
veda, la fama de la perra comenzó como a empezar a asomar las orejas, pero
sería, al cerrarse la del año siguiente, cuando realmente se comenzó a hablar,
con bastante asiduidad, en el mundillo de la escopeta en Guadalcanal, de la "perra que, El Capitán Páez"
le trajera a Don José Fernando de “Igni”,
corriendo su fama, desde entonces, como la de toda una rutilante estrellas de
la caza, y es que, rastreando, parando y cobrando, pilares fundamentales de
todo el que de buen can de caza se pueda jactar, mi Diana, con apenas un año de
edad, ya era toda una diosa, que eso de "rutilante estrella", aquí,
se nos queda demasiado corto.
Debut en “la media
veda” (4)
Después de aquellos
simulacros "de cobro y entrega" de la pieza abatida, representada por
"una pelota-perdiz" o "una pelota-conejo", y
aquellos primeros escarceos de "rastreo" en pleno monte, la que
apuntara para llegar a ser la reina de la caza en Guadalcanal, allá quedó en el corral a la espera a que se
abriera "La Media Veda", más o menos, por La Virgen de Agosto. Huelga
decir que cuidada como oro en paño, en un amplio, cómodo y hasta elegante "palacete" -léase "bonita
perrera" - que un albañil amigo, conmigo como peón, le construyera a la
sombra y demás providencias de dos pinos centenarios que, de la mano y como dos
“bienavenidos” hermanos gemelos, se
erguían vigorosos en uno de los ángulos del corral.
Sorprendentemente, la que
de intrusa en el trastero, tuviera aquel conato de ataque a la clueca, que allá
camuflada en un rincón, empollaba en una canasta llena de paja, y, por otra parte,
la que tan obstinada y pertinaz persecución mantuviera, ya metida en su oficio
de lleno, ante los rastros de los conejos y las patirrojas en el campo, no
presentó, sin embargo, el menor problema para convivir en amable compañía - si
bien sólo en semilibertad - con las gallinas y las palomas, allí también en el
corral, como con el jilguero, los canarios, los Reclamos de perdiz e, incluso,
los dos gatos, cuando, durante determinadas horas, compartiera la casa, en total
libertad, con sus amos y con estos hogareños animales.
Indiscutiblemente que
aquel entrañable animal demostró, ya desde el primer instante, tener una "inteligencia" fuera de lo
común, y ¿para qué decir en eso otro de la nobleza y los sentimientos? ¡Qué
agradecida se mostró desde el primer momento!
¡Una verdadera joya de
animal!
Parecía mentira que
aquellos tan nobles sentimientos de cariño, amistad y respeto con los animales
de sus dueños, - y no digamos nada en cuanto a sus propios dueños - se pudieran
trocar en tan fulminante animadversión con las piezas de caza, y es que, tan
pronto como se abrió "La Media
Veda," tanto "rastreando"
como "parando o cobrando", era
la misma hija de Satanás, en aquel su "chispeo"
de ojos y aquella terrible saña engarzada a ellos.
Ya, en estos días y a
pesar de su juventud e inexperiencia, se erigió como la gran campeona entre las
y los campeones del lugar que, por cierto, siempre las y los hubo, y de muchos quilates.
Su fama pues empezó a correr - como ya hemos adelantado - imparable por doquier
como la perra de caza que cualquiera escopetero pudiera soñar.
En estas nuestras
correrías cinegéticas de "La Media Veda",
se empezó a mostrar tan impresionantemente generosa, concretamente, en el
específico cometido del "cobro",
que no sólo se limitaba a "cobrar" las tórtolas y las torcaces que su
amo abatía, sino también - pasándose un tanto de rosca - las que abatían los
compañeros, apostados aledaños a nuestra izquierda o a nuestra derecha.
Generosidad esta suya que,
para nuestros vecinos cazadores, lógicamente, no era tal, sino todo un atroz
egoismo por parte de la cobradora, por no decir que todo un descarado latrocinio,
puesto que, a la hora de entregar la pieza cobrada y abatida por ellos, también
venía para el zurrón de su dueño y señor.
-¡No te preocupes!.- Les
tenía que gritar, en ocasiones, a alguno que, a regañándole, la perseguía para
recuperar lo que la muy ladrona terminaba de robarle.- Tanto tú como los demás
compañeros, llevad la cuenta y, al finalizar, os devolveré, religiosamente, una
por una las piezas que la perra “haya
cobrado”, habiendo sido abatida por vosotros.
Seguro que mis palabras
las debieron recibir como agua de Mayo, pues llevar una contabilidad tan
elemental, siempre les debía resultar infinitamente más cómodo, que tener que
estar de acá para allá, a cada dos por tres, acudiendo a recoger esta o aquella
tórtola abatida, si es que no perdiendo una eternidad en su busca, y lo que aún
era peor, viendo cómo, entre tanto, les pasaban las palomas por encima, sin
poder dispararles.
Recuerdo que a la hora de
devolverles lo que no era mío, uno de los dos colindantes compañeros, se me
plantó, sorprendentemente, de pronto ante mí, con una de las tórtolas devueltas
en las manos, diciéndome, como avergonzado, que aquella no. Que aquella tórtola
no le pertenecía y que, por lo tanto, no se la podía llevar por nada del mundo.
Yo, totalmente ajeno a la causa que le movía a tal actitud, le miré con cara de
extrañeza y como preguntándole el por qué, en un gesto claro e inequívoco.
Y el buen hombre, con una
sinceridad que le honraba, se tiró de cabeza y sin ambages, al charco,
confesándome que la tal tórtola, en efecto, la había abatido él, pero que al
tener que dispararle por las mismas nubes, sólo la había "despicalao", y que, planeando, fue a parar a lo más
profundo y enmarañado del barranco que, ante nuestros ojos, se rehundía.
Que había visto cómo la
perra la seguía con la mirada, como la más sagaz de las policías y sin perderla
ni por un instante de vista, para, tan pronto como la vio caer, escapar atrochando
entre el matorral en su busca y captura. Y que la había visto, incluso, gatear
con ella en la boca por la bravía ladera sólo unos minutos después. Que si no
hubiera sido por la perra, no hubiera dado con ella ni todo un batallón de cazadores,
que hubiera acudido en su busca. Que vaya una maravilla de perra. Que si no la
llega a ver con sus propios ojos, jamás se lo hubiera creído. Que, por favor,
que se merecía que le hiciera un guiso especial con aquella tórtola.
Que, de todas maneras, él
no se la podía llevar, después de ver lo que había visto, ya que se le caería
la cara de vergüenza y ahí quedó eso, y tal cual como me lo contara este correligionario.
Siguiendo con aquellas mis
cacerías de "La Media Veda"
-las primeras, ya de verdad, para mi Diana - no puedo resistirme a contar,
asimismo, que si esta tan excepcional perra era una deliciosa y precisa
máquina, cobrando tórtolas y torcaces, aún lo era más deliciosa y precisa,
rastreando codornices, cazando "a mano", entre los rastrojeras y
densas malezas que solían aparecer en torno a los arroyuelos, humedales
agostados o en los lindazos.
¡Cómo paraba! ¡Qué belleza
de muestras las suyas! No sabría decir si su sabiduría superaba a su arte, o si
su arte sobrepasaba a su sabiduría. ¡Una verdadera delicia para cualquier
amante de la caza¡ ¡Con qué talento y con qué armonía "pisteaba" las codornices! ¡Elegante, armoniosa y sin
descomponerse jamás! ¡Con qué viveza y con qué talento las seguía con la
mirada, una vez que las arrancaba, para, de inmediato y al disparo, acudir
presurosa y exultante, exactamente, al lugar donde caía abatida! ¡Ya digo, un encanto
de animal!
Ya por aquellos días,
empezaron a gotear por casa los amigos, pidiéndomela para esta o aquella tirada
en los pasos de las tórtolas, pero, claro, como yo aún estaba de vacaciones, la
excusa para quitarme de encima el compromiso, se me ofrecía en bandeja de
plata, pues aunque no fuera verdad, siempre tenía a flor de labios, que yo
también iba a salir.
El verdadero problema,
bajo este concreto aspecto, me surgiría cuando, ya a primeros de Septiembre,
concluyeran mis días de vacación, teniendo que incorporarme a mis obligaciones
escolares. Problema, por otra parte, que aún se me agravaría bastante más, una
vez que se abrió "La Veda General",
pues unos y otros estaban como al acecho de mis días lectivos, para porfiar por
ella.
El compromiso, a veces,
era tan fuerte que me ponían a parir, y, aunque "a la trágala", no tenía más cojones que tragar, pero
viendo, con el pasar de los días, que, cuando venían a entregármela,
generalmente, ya anochecido, después de todo un día de cacería sacándole "el jámago," la perra venía
como un estoque, tuve que tomar la irrevocable determinación de echarle valor a
la cosa y negarme de todas a todas a prestarla nunca jamás, ni aunque se
tratara del Santo Padre de Roma que, de Pastor de la grey de La Santa, Católica
y Apostólica Iglesia Romana, se convirtiera en cazador de las perdices y demás
compañeros mártires de las Sierras de
Guadalcanal. Más de un disgusto me costó el asunto, pues más de un
amigo terminó por negarme el saludo, si es que no por mirarme como a un
individuo de dudosa catadura.
En cuanto a la aureola de
las alabanzas, que de esta excepcional perra nos traemos entre manos, no
quisiera pasar de largo, como en una crónica de emergencia, sobre las que le
lanzaran los mejores cazadores del lugar durante "la guerra galana" que, el primer día de la apertura de "La Veda General" de aquel
mismo año, tuvieron a bien que, tanto El Capitán Páez como yo, les
acompañáramos, más que como simples compañeros de cacería, como los buenos
amigos que siempre fuimos.
Vida, Obras y Milagros de una Excepcional Perra de
Caza
©José Fernando Titos Alfaro Nº Expediente: SE-1091
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