¡Qué sorpresa tan grata la
del “Capitán Páez”! (2)
La Sesión Escolar de la
mañana se encontraba en sus últimos suspiros, cuando de pronto veo aparecer un mozalbete
en la puerta y que, frenándose en seco bajo el quicio, con más miedo, al
parecer, que respeto, me decía, sin más preámbulos ni protocolos, que El
Capitán Páez había llegado aquella mañana y que le había mandado a decirme que
me esperaba en el Molino de su cuñado José María. Que, tan pronto como
terminara La Escuela, me fuera para allá. Y sin más, escapó con los mismos
protocolos con que llegó.
Era exactamente el once de
Octubre. Al día siguiente, día de La Hispanidad, y por lo tanto Festivo, se
abría La Veda, por lo que no me inquieté demasiado por aquellas sus urgencias, pensando
en que, estando recién llegado de Igni, vendrían propiciadas por el apremio de
saber si estaba o no preparada ya la cacería de rigor del día siguiente, que
nunca jamás ni llegué a sospechar en alguna otra causa, y aún menos, en alguna
posible sorpresa, que me pudiera tener preparada.
-Este.- Pensé.- ha llegado
con el tiempo un tanto apretado, y querrá saber qué tengo organizado para
mañana en eso del pim, pam, pum, y, por descontado, si he contado con él.
No obstante, los pocos
minutos que aún quedaban de Escuela se me hicieron interminables, pues siempre
resulta enormemente grato el reencuentro con un buen amigo, después de un año
de ausencia, así que, terminar la Sesión Escolar y estar en la puerta del
Molino, fue todo una. Me colé en él "como Juan por su casa". Lógico
que así fuera, después de haberlo visitado tantas y tantas veces, sobretodo en
la temporada de caza del Reclamo de Perdiz, en busca de José María, ya que este
buen amigo, como yo, también era un acérrimo aficionado a tan sugestiva
modalidad cinegética del “pájaro”.
En esta ocasión hube de
llegar hasta la sala donde a través de las tolvas, iba cayendo la harina en los
respectivos sacos abocados en ellas. En ella me encontré con el molinero y su cuñado
hablando relajadamente, y en tanto "el
legionario" aparecía con su abundante cabellera negra, levemente
nevada por el polvo de la harina, el molinero era un auténtico boquerón
enharinado. El Capitán, tan pronto me vio aparecer, acudió a mi encuentro, a
estrecharme en un fraternal abrazo, en tanto que José María, incontenible, al parecer,
se chivaba runruneando que cuando viera en el patio lo que me había traído "el militar," me iba a quedar "con los güevos colgando".
Miré al Capitán con ojos sorprendidos e interrogantes, pero él, sin decir ni
"mu", me echó el brazo amigablemente por los hombros y me invitó a
seguirle en dirección al enorme portón metálico que conducía a un muy amplio
corralón. No me podía ni imaginar de lo que se pudiera tratar, puesto que el
amigo Páez, siempre tan comedido en todas sus cosas, ni me pió jamás de un
posible regalo y aún menos de lo que éste pudiera ser.
Al mismo desembocar en él,
se me escaparon los ojos, casi instintivamente y con la velocidad del rayo,
hacia dos cachorrotes que, amarrados al tronco de una frondosa acacia, dormitaban
a su sombra y que, tan pronto como notaron nuestra presencia, saltaron de su
duermevela como relámpagos en vibrante tensión.
-¿Qué te parece la collera
de braccos?.- Me susurró El Capitán, conforme nos acercábamos a ellos y,
señalándomelos con un muy significativo gesto de ojos, en tanto que yo, con los
ojos como fuera de su órbita y más que sorprendido, sobrecogido, susurraba como
en un eco, que ya, a primera vista, me parecían dos auténticos cromos.
Se trataba, en efecto, de
un macho y de una hembra de perros, de raza "bracco alemán," de unos
seis meses de edad, de armoniosa y bellísima estampa. Ambos, a pesar de su
corta edad, eran la escultura más perfecta y definida de los de esta tan
prestigiosa raza de canes de caza. De movimientos eléctricos y mirada fija y
penetrante, parecían derramar vitalidad e inteligencia por todos y cada uno de
los poros de su cuerpo. Lustrosos y limpios también estaban como los mismos chorros
del oro. En el dibujo de la piel, sin embargo, eran bastante diferentes, pues
en tanto el macho tenía grandes manchas marrones, repartidas, caprichosamente y
de forma desigual, por todo el cuerpo sobre una capa de marrón blanquecino y
moteado, la hembra, a excepción de la cara y de las orejas que eran, asimismo
marrones, todo el cuerpo lo tenía profusamente salpicado de pintas castaño
oscuro sobre un fondo que quería como blanquear. La vitalidad y la inteligencia,
como ya he apuntado, les chispeaba en los ojos, también de color castaño, en
aquella su actitud de atenta alerta y sagaz acecho. El rabo, cortado a un
tercio de su longitud, contribuía con descaro a la atractiva elegancia de tan
agraciada estampa, si bien - pensé yo - que nada tendría que ver aquello del
rabo, con que sus prestaciones fueran de mejor o peor calidad.
Contemplándolos estábamos
y haciendo algún que otro comentario sobre las más que constatadas virtudes de
esta tan acreditada raza de perros de caza, cuando, de pronto, oí al legionario
Capitán que me decía que eligiera el que más me gustara de los dos.
-Pero… -Tartamudeé como
cortado y sin saber qué decir
-¿Recuerdas lo del
canario...?.-Insistió.- Un héroe es cualquiera.-Agregó.- pero eso de estar
presto y atento a los deseos más intranscendentes de un amigo que, por intranscendentes
precisamente, más significativo debe ser su agradecimiento, eso, amigo mío, eso
ya es otra historia muy distinta. Y, de momento, ahí quedó eso.
Elegí la hembra que,
aunque un tanto más menuda, de tórax algo más estrecho y no de tan aguerrida y
egregia presencia, aunque sí tan armoniosa y elegante como su hermano, tenía la
convicción de que la hembra, en todas las especies, por lo general, siempre
fue, además de más mimosa y sacrificada, mucho más vivaz y astuta que el macho,
que era lo que, a la postre, podía proceder en el presente caso.
Una vez elegida, le comenté
a mi anfitrión que si aún no le tenía puesto el nombre, yo iba a tener el santo
gusto de bautizarla con el nombre de la diosa romana de la caza, es decir, el
de Diana, pues tenía la corazonada que, como la de una diosa, iba a correr su
fama muy pronto entre los cazadores de Guadalcanal.
Después resultó que rebasaría con creces estos límites - permítanme este
comentario de paso - pues se hablaría de ella en algún que otro círculo
cinegético de los pueblos limítrofes, como en Constantina, Cazalla, Alanís e,
incluso, pasando las lindes de Andalucía, en los extremeños y colindantes
pueblos de Fuente del Arco, Malcocinado o Azuaga.
-Perfecto.- Se limitó a
contestarme el lacónico y siempre endémicamente serio Capitán.
Y aún seguimos allí bajo
la acacia y, sin dejar de contemplar aquellas dos preciosidades, robándole
minutos, al menos, por mi parte, a la apremiante hora del almuerzo, durante los
que mi benefactor me embaucara contándome la odisea - así como suena, la odisea
- que los cachorros tuvieron que sufrir hasta llegar allí al corralón del
Molino.
En cuanto a la tal odisea,
sin embargo, no me especificó demasiados detalles, referentes, en especial, al
viaje que hubieron de hacer, en un viejo avión militar, por cierto, desde la
misma Alemania hasta “Sidi Ifni”. Tan
sólo me los dio a entender muy así por encima y como dejándolos en alas de mi imaginación.
Sólo se limitó a referirme, al respecto, que, a pesar de llevar totalmente en
regla un montón de papelotes, faltó un tric que se los requisaran en no recuerdo
ahora qué aeropuerto militar, en el que tuvieron que hacer escala, para no sé
qué tramites. Que, incluso, viendo que la cosa se ponía más que fea, hubo de
echar mano, con toda urgencia, de toda su astucia, así como buscar ayuda en
algún que otro cómplice, para hacerles desaparecer como por arte de magia,
entre los materiales que transportaban.
El capítulo de la odisea
que sí me contó minuciosamente y con todo detalle, fue el referente al que se
le presentó, de forma tan inesperada como impredecible, a los pocos días de estar
en “Sidi Ifni”, ya que un moro se "los birló". Lo de complicados
pasos que hubo de dar el bueno de Páez y lo de legionarios que hubo de "compincharse" e, incluso, lo
de moros, que hubo de sobornar, hasta dar con el ladrón.....
Que el viaje, por fin, a
la Península, también en un viejo avión militar, al margen de la abundante
documentación que hubo de preparar de nuevo, todo saldría, por el contrario,
que ni a pedir de boca y que, gracias a Dios, allí estaban vivitos y coleando.
La hora me acuciaba más y
más, porque el almuerzo y la Sesión Escolar de la tarde, allí estaban ya
pisándome los talones, y asimismo se lo dije al Capitán que, rápidamente, acudió
a desatar la perra y a ponerme la correa del collar en las manos, así como una
carpeta llena de papeles, tanto en alemán como en castellano. Papeles que -
permítanme el nuevo inciso - yo aún guardo, después de tantos años, como una
santa reliquia en una urna.
Nos despedimos a más que
aprisa y corriendo, si bien con el pasar del tiempo y ya con toda tranquilidad,
la narración de la odisea de marras tendría una nueva edición aumentada en
mucho, si es que no corregida en nada. Pero, de momento, hube de escapar del
corralón como si el apremio de la hora me quemara las plantas de los pies,
aunque, eso sí, "más alegre que unas
Pascuas," con aquel tan gratísimo regalo trotando incontenible a mi
lado, no sin antes, claro está, quedar con mi buen amigo Páez en vernos en El
Casino al caer de la tarde, para que ya, con todo el tiempo del mundo por
delante, concretar todo lo referente a la cacería del día siguiente con la
apertura de la veda.
Iba yo por aquellas
calles, con mi perra del collar hacia mi casa, que cualquiera me tosía. Iba,
como se suele decir a lo castizo, "que
escupía por un colmillo”.
Vida, Obras y Milagros de una Excepcional Perra de
Caza
©José Fernando Titos Alfaro Nº Expediente: SE-1091
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