Recorrido literario
por los vinos de Cervantes y su época (segunda parte)
El mayor elogio que
Cervantes pudo hacer del vino de Ciudad Real fue llamarle “hijo de puta”, aunque eso sí, por boca de Sancho Panza. Sucede
esto en la boscosa escena en la que cenan y platican el escudero de don Quijote
y el de los Espejos; en un momento dado, este último, luego de darle mil besos
y abrazos a la bota de vino, se la pasa a Sancho:
"… el cual,
empinándola, puesta a la boca, estuvo mirando las estrellas un cuarto de hora,
y en acabando de beber dejó caer la cabeza a un lado, y dando un gran suspiro” dijo:
-¡Oh hideputa,
bellaco, y cómo es católico!
-¿Veis ahí –dijo el
del Bosque en oyendo el “hideputa” de Sancho –como habéis alabado este vino
llamándole “hideputa”?
- Digo –respondió
Sancho- que confieso que conozco que no es deshonra llamar “hijo de puta” a
nadie cuando cae debajo del entendimiento de alabarle. Pero dígame, señor, por
el siglo de lo que más quiere: ¿este vino es de Ciudad Real?
-¡Bravo mojón!
–respondió el del Bosque-. En verdad que no es de otra parte y que tiene
algunos años de ancianidad." (Parte II, Cap. XIII)
Pero, además de
en El Quijote, Cervantes glorificó el vino de Ciudad Real en
el Coloquio de los perros, en El Licenciado Vidriera, y en la
comedia La gran sultana, doña Catalina de Oviedo.
Otro gran
vino español de los siglos XVI y XVII, aplaudido por Cervantes, y el primero
que tuvo el honor de viajar a América, fue el vino de Guadalcanal
(localidad entonces perteneciente a Extremadura y hoy a la provincia de
Sevilla, de cuyos vinos los clásicos castellanos nos proporcionan
abundantísimas noticias). De Guadalcanal
era, por ejemplo, el que la vieja Pipota, de la novela ejemplar Rinconete
y Cortadillo, trasegaba por azumbres en la casa de Monipodio.
El vino de Guadalcanal se consumía casi en su totalidad
en la capital sevillana, siendo raro encontrarlo en Madrid, donde está
documentado que no comenzó a venderse hasta 1619, tres años después de la
muerte del insigne escritor, cuando un grupo de bodegueros de la localidad
presentó muestras de sus productos en la corte.
Con todo, los más
celebrados y consumidos vinos andaluces del Siglo de Oro fueron, sin duda, los
de las localidades de Alanís y Cazalla de la Sierra, ambos ensalzados por don
Miguel en La entretenida y en El Licenciado Vidriera.
Especialmente gozaba de buena consideración y general estima el de Cazalla, que
junto con el de Guadalcanal, era el vino
habitualmente servido en las tabernas de Sevilla.
Bebería también
Cervantes, en los largos períodos que pasó viajando de un lado a otro de
Andalucía, otros vinos ilustres y generosos de aquella región, como el de
Lucena (Córdoba), considerado por el bachiller Trapaza “lo más afamado de la
Andalucía”, o los también cordobeses de Luque y Rute, este último referenciado
en La gran sultana, doña Catalina de Oviedo; sin olvidar los jienenses de
Úbeda y Baeza, ciudades en las que el autor de El Quijote hizo
requisa de trigo y aceite para las galeras de la Armada española.
El “zumo de Manzanilla” es mencionado por
el novelista en El rufián dichoso, y el de Jerez, que por aquel entonces
se embarcaba casi en su totalidad con destino a Inglaterra, por lo que fue a
Shakespeare y a Marlowe a quienes correspondieron las más encendidas loas al
“oro potable”, aparece de pasada en La entretenida. No hemos encontrado,
sin embargo, referencia cervantina alguna al muy renombrado Pedro Jiménez de
Málaga, uno de los vinos más afamados de España, que aparece en incontables
obras literarias de la época; y ¡mira que nos extraña!
El vino
valenciano de Torrente tiene su rincón de gloria igualmente en La
entretenida, y el orensano de Ribadavia, que fue como la leche que mamó el
pícaro gallego Estebanillo González, es enaltecido por Cervantes en
el Coloquio de los perros y en El Licenciado Vidriera, novela
ejemplar esta última en la que también figuran en el cuadro de honor
trazado por su autor otros vinos hispanos, como son los castellano-leoneses de
Alaejos, Madrigal y Coca, el manchego de La Membrilla, y el cacereño de
Descargamaría, además de los vinos italianos predilectos del viejo soldado y
escritor (no olvidemos que el futuro autor de El Quijote pasó en Italia
buena parte de su juventud, exactamente entre 1569 y 1575), como fueron el
Treviano, el Monte Frascón, el Asperino, el Chianti (Chéntola) y la Garnacha (aunque este último, más que un vino era una
especie de cocktail o vermú), y, finalmente, dos vinos griegos: el Soma y
el Candía.
No dedica
Cervantes a otros grandes vinos del momento la atención que podrían merecer,
digamos que se los deja en el tintero, por razones que podemos entender, o no.
El primero de ellos, sin duda, el “precioso
y fino” vino de Toro, en palabras de Rodríguez de Ardila. El rico vino
zamorano, blanco y tinto -que de las dos formas se vinificaba, contra lo que
algunos que identifican los vinos de Toro exclusivamente con el color rubí
pudieran pensar- era, según al Arcipreste de Hita, el licor regalado que las
monjas daban a beber a aquellos que querían bien, lo que no es poco decir; y en
los días de Cervantes fue, después del de San Martín, el que más atención
mereció por parte de los poetas. Cervantes sin duda lo bebió, al menos en
Valladolid, pero no nos dejó “nota de cata”.
Tampoco son
mencionados en la obra cervantina los reputados tintos madrileños de
Valdemoro y Arganda, que llegaron a abastecer al Real Palacio, ni los
blancos vallisoletanos de La Nava y Medina del Campo, filtrados con
arcilla, ni el abulense de Cebreros, o los acreditados claretes “ojo de
gallo” de las localidades toledanas de Orgaz y Ajofrín.
De entre los
vinos de Toledo, por cierto, siempre se tuvieron por los mejores los muy
afamados blancos de Yepes y Ocaña ("dos
villas de donde el vino / hace perder el camino / bodegas nobles de
España", en los encendidos versos de Tirso de Molina); pues bien, el
de Yepes es otro de los vinos olvidados por el genio de las letras, y al de
Ocaña, solo le dedica el autor una mención indirecta en La entretenida, al
poner el nombre de “Ocaña” a uno de
los personajes de la comedia, harto amigo del vino. En todo caso, no sería muy
arriesgado suponer que Cervantes trataba poco con otros vinos toledanos fuera
de los familiares de Esquivias.
Por lo demás,
decir que de su vida y obra deducimos que el autor de El Quijote era
un buen entendedor en la materia enológica, que se privaba más por los
vinos añejos que por los jóvenes, lo que en aquellos días era señal de
distinción, que le gustaba beber a grandes gróalos, como a Cunqueiro (¿será
signo de fabuladores?), que no trataba con mistelas, moscateles, y otros vinos
ordinarios de poca calidad, que conocía que los vinos generosos mejoraban
cuando eran trasegados por mar, debido no al oleaje, sino a los efectos
benéficos de la madera de la barrica en la que viajaban (procedimiento
involuntario de crianza), lo que se expresa en El Persiles; y que
procuraba tener el vino refrescado a una temperara apropiada para una saludable
y placentera degustación.
Y, si hemos
comenzado por decir que creemos que Cervantes fue, además, un aventajado
catador ¿qué mejor manera de concluir este capítulo, que reproduciendo la
divertida anécdota que cuenta Sancho de aquellos famosos "mojones" de
su estirpe y ralea, de los que heredó el olfato?
“¿No será bueno,
señor escudero, que tenga yo un instinto tan grande y tan natural en esto de
conocer vinos, que, en dándome a oler cualquiera, acierto la patria, el linaje,
el sabor y la dura y las vueltas que ha de dar, con todas las circunstancias al
vino atañederas? Pero no hay de qué maravillarse, si tuve en mi linaje por
parte de mi padre los dos más excelentes mojones que en luengos años conoció La
Mancha, para prueba de lo cual les sucedió lo que ahora diré. Diéronles a los
dos a probar del vino de una cuba, pidiéndoles su parecer del estado, cualidad,
bondad o malicia del vino. El uno lo probó con la punta de la lengua; el otro
no hizo más que llegarlo a las narices. El primero dijo que aquel vino sabía a
hierro; el segundo dijo que más sabía a cordobán. El dueño dijo que la cuba
estaba limpia y que tal vino no había tenido adobo alguno por donde hubiese
tomado sabor de hierro ni de cordobán. Con todo eso, los dos famosos mojones se
afirmaron en lo que habían dicho. Anduvo el tiempo, vendióse el vino, y al
limpiar de la cuba hallaron en ella una llave pequeña, pendiente de una correa
de cordobán. Porque vea vuestra merced si quien viene desta ralea podrá dar su
parecer en semejantes causas." (Parte II,
Cap. XIII)
Autor: Pedro
Plasencia
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